Esa maƱana, la primera de clases de tercer aƱo del secundario, lleguĆ© al colegio vistiendo una camiseta de fĆŗtbol. Era la de suplente de River Plate: morada, con unas tiras blancas que caĆan sobre los hombros como lluvia, hermosa. El reparto de lugares se ejecutaba de un modo azaroso y era un momento determinante, porque podĆa condenarnos a estar todo un aƱo sentados al lado de alguien que no soportĆ”bamos. En ese segundo ciego en el que nos sentĆ”bamos en un sector del aula y no en otro se jugaba, para decirlo de modo dramĆ”tico, el destino de nuestras amistades y entonces el futuro y la vida completa. ElegĆ el anteĆŗltimo banco al fondo, fila del medio, uno de los pocos lugares que quedaban libres. Me tocĆ³ de compaƱero un tal Roitser, un pibe alto y de mirada soƱadora, que parecĆa no haberse dado cuenta de que la maƱana habĆa empezado hacĆa algo mĆ”s de una hora y de que estĆ”bamos ahĆ, en un colegio del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, en 1998. De esa primera postal no recuerdo demasiado, pero sĆ me acuerdo muy bien del mediodĆa, cuando un grupo grande de compaƱeros reciĆ©n conocidos coincidimos para almorzar en un enorme patio de comidas que quedaba a cuatro cuadras del colegio. Apenas lleguĆ© al lugar me percatĆ© de que mi remera soltaba un olor un poco rancio (todavĆa no existĆa esa tecnologĆa que vuelve a las remeras deportivas inmunes a la transpiraciĆ³n) y empecĆ© a caminar por el lugar escoltado por un vaho imposible de disimular. CarguĆ© una bandeja con hamburguesa, papas fritas y gaseosa, la dieta de aquellos aƱos, y me acerquĆ© al grupo, en el que todos se desenvolvĆan con la torpeza de los adolescentes que se estĆ”n conociendo. Algunos esperaban en silencio el momento para hacer su carta de presentaciĆ³n y otros,
los mĆ”s desenvueltos, manejaban los tiempos de la charla y desplegaban su carisma. Uno de los desenvueltos, sentado al lado mĆo, percibiĆ³ rĆ”pidamente el olor de mi remera e hizo un chiste, pero yo me hice el que no lo escuchĆ©. Vi, eso sĆ, el efecto en cadena: uno a uno se iban dando vuelta para mirarme, acotar algĆŗn comentario y hacerse cĆ³mplices de ese grupo que todavĆa no tenĆa nada de quĆ© conversar y que encontrĆ³ en el olor de mi remera un tema en comĆŗn al que aferrarse. āOloreteā me apodaron ese mediodĆa. Yo, que trataba de pasar inadvertido, me convertĆ en el centro de atenciĆ³n y quedĆ© mudo durante todo ese dĆa, el primero de clases.
A la maƱana siguiente tomĆ© todas las precauciones y me ataviĆ© con una remera de noble algodĆ³n con una inscripciĆ³n de los Ramones, en un cambio de vestuario que no era solo textil sino tambiĆ©n semĆ”ntico. Me sentĆ© en el lugar de siempre, al lado de Roitser, que seguĆa sin dar grandes seƱales de entender lo que estaba sucediendo a su alrededor. āCĆ³mo va, cheā, me dijo alguien de atrĆ”s, el Ćŗltimo banco de la fila, contra la pared. āTodo bienā, le contestĆ©, pero casi ni nos miramos: fue una presentaciĆ³n silenciosa, como un cabeceo lento y afirmativo a la distancia. Durante el primer recreo se me acercĆ³ y me hizo un comentario sobre mi remera del dĆa anterior. PensĆ© que se venĆa un nuevo regodeo en el tema del olorete, pero dijo en cambio algo sobre la tradiciĆ³n del color morado, al que llamĆ³ āpurpĆŗreoā, en las camisetas suplentes del fĆŗtbol latinoamericano. FabiĆ”n, me dijo que se llamaba. Y se sentaba con el Negro, que estaba vegetando en algĆŗn rincĆ³n del aula, y al que me presentĆ³ cuando pasamos por al lado suyo. El Negro no hablĆ³. AsĆ se formĆ³ el grupo.
…
Lo Ćŗnico que nos gustaba hacer era hablar, y mĆ”s concretamente comentar lo que los otros hacĆan. Desde nuestra quietud estudiĆ”bamos todo lo que tenĆamos alrededor, ese era nuestro laboratorio mental. Fuimos armando tambiĆ©n un curioso sistema de comunicaciĆ³n interno, para poder hablar sin interrupciones en medio de las clases, cuando el Ćŗnico que podĆa hacerlo era el profesor. Las āencuestasā fueron el sistema mĆ”s efectivo de comunicaciĆ³n que pudimos idear. Cada dĆa habĆa un encargado de componer las encuestas para la jornada. Su estructura era muy sencilla: una categorĆa y cuatro opciones. Si la encuesta del dĆa giraba en torno a, por ejemplo, la mĆŗsica, una pregunta podĆa ser asĆ:
Mejor disco de Pink Floyd:
The dark side of the moon
Atom heart mother
The piper at the gates of dawn
The wall
Las encuestas podĆan tener varias pĆ”ginas y estaban siempre escritas a mano, en el momento, erigidas al calor de los hechos, y tenĆan al menos quince categorĆas como esta. El que recibĆa la encuesta tenĆa que contestarla con una cierta velocidad, como si una respuesta pausada y excesivamente calculada pudiera volver al resultado algo demasiado artificial, demasiado cerebral. En el momento de elegir no se podĆa vacilar, pero sabĆamos que en el recreo Ćbamos a tener quince hermosos minutos para comentar las respuestas una por una. Ese era el diĆ”logo mudo con el que pasĆ”bamos muchas de las horas de clase. Una vez que las dos personas que habĆan tenido el honor de participar en una encuesta hacĆan lo suyo, la hoja grande y rayada pasaba por el resto de las manos del grupo para que todos pudieran asistir a esa conversaciĆ³n de lapiceras azules sobre el margen de una hoja escolar. HabĆa un vĆ©rtigo en las encuestas, porque las respuestas tenĆan que ser instantĆ”neas, no se admitĆan tiempos para la reflexiĆ³n, y al mismo tiempo habĆa algo irrevocable en las elecciones que ahĆ se indicaban. Una elecciĆ³n estĆ©tica, literaria o social, segĆŗn el tema del que se estuviera contestando, podĆa durar aƱos y se podĆa convertir en un estigma. ĀæPor quĆ© elegir el āĆ”lbum blancoā a Abbey Road en una encuesta sobre los Beatles? La encuesta parecĆa ser solamente nuestro modo de hablar en los momentos en que no podĆamos, pero tardamos en darnos cuenta de que ademĆ”s tenĆa para nosotros la densidad de la palabra escrita: lo que decĆamos oralmente podĆa ser relativo; lo que escribĆamos, en cambio, era definitivo.
Y si hablamos de oralidad, posiblemente los momentos cumbres de aquellos aƱos de charlas hayan acontecido en el āClub del desayunoā. El nombre se lo puso Roitser, que lo sacĆ³ de una pelĆcula norteamericana en la que un grupo de jĆ³venes coinciden durante una larga tarde en el aula de un colegio por estar castigados. Yo no conocĆa la pelĆcula, y el nombre me parecĆa inquietante, pero jamĆ”s lo cuestionĆ©. El āClub del desayunoā se juntaba un par de mediodĆas por semana en el patio de comidas de un pequeƱo centro comercial que quedaba a dos cuadras del colegio, en el que englutĆamos comida rĆ”pida hasta el escĆ”ndalo. Roitser traĆa un temario sobre el que habĆa que discutir, sĆ o sĆ. Eran reuniones socrĆ”ticas en el corazĆ³n de un McDonaldās perdido. El listado era siempre de temas āgrandesā, lo que entonces creĆamos que eran cuestiones importantes: la eutanasia, el suicidio, la locura, la relaciĆ³n entre arte y vida. La ronda era respetuosa y milimĆ©trica; uno hablaba, los otros masticaban. El club sobreviviĆ³ durante aƱos y a veces se sumaban a la mesa otros compaƱeros de la divisiĆ³n que no conocĆan la dinĆ”mica ni estaban prevenidos de lo que allĆ iba a acontecer. En esos casos, algunos convidados de piedra prestaban atenciĆ³n, con el silencio respetuoso que imponen los rituales ajenos, y otros en cambio aportaban su cuota de perplejidad: āĀæDe quĆ© mierda hablan?ā
…
Nuestros profesores se dividĆan entre los que todavĆa albergaban una luz de esperanza respecto a la posibilidad de moldear nuestro carĆ”cter y los que habĆan caĆdo en un pozo de escepticismo y abulia. Estos Ćŗltimos tenĆan suficientes razones para el desĆ”nimo. Posiblemente la instituciĆ³n pagaba buenos sueldos, y ese es un motivo atendible para que allĆ hayan recalado algunos profesores brillantes, pero rĆ”pidamente se daban cuenta de que nuestro curso era una tierra baldĆa, que ninguna flor hermosa podĆa crecer en esos pastizales muertos, y entonces se dedicaban a dejar pasar el tiempo y esperar el sueldo a fin de mes. A veces, sin embargo, sucedĆa algĆŗn chispazo. En las clases de literatura leĆamos casi exclusivamente a CortĆ”zar, y no hay explicaciĆ³n mĆ”s sencilla que esa para la fĆ©rrea vinculaciĆ³n que hay entre CortĆ”zar y la adolescencia. Las clases de fĆsica las impartĆa un gordo increĆble, gritĆ³n e irascible, que parecĆa un hombre de sesenta aƱos en el lĆmite de un infarto, hasta que nos enteramos de que tenĆa veintitrĆ©s y habĆa terminado la facultad hacĆa semanas con promedio de diez. Los exĆ”menes eran momentos memorables, donde los alumnos se esforzaban por estudiar lo menos posible. En los minutos previos a los exĆ”menes, el aula era un hervidero. Una tarde tenĆamos prueba de literatura; el tema, Hamlet. Cinco minutos antes de que irrumpiera la profesora, el Negro le pregunta a FabiĆ”n de quĆ© se trata Hamlet. El reloj pasa: faltan tres, faltan dos minutos. Consciente de que ya no hay tiempo, de que una cumbre de las letras anglosajonas no se puede condensar a contrarreloj, le resume el concepto de este modo: āEs un poco como El rey leĆ³n, pero en Dinamarca y hace mucho aƱos.ā Cuando la profesora hizo la devoluciĆ³n pĆŗblica de los exĆ”menes, dijo que en lĆneas generales todo era muy malo, pero que habĆa casos que le habĆan llamado la atenciĆ³n. Por ejemplo, el de un alumno que habĆa escrito que Hamlet era la historia āde Mufasa y de Simba cuando viajaron a Dinamarcaā. El Negro era un caso aparte en los exĆ”menes. Su regla general era ir en blanco, sin haber estudiado una sola lĆnea, confiado en que iba a recibir algĆŗn tipo de asistencia divina, encarnada por lo general en FabiĆ”n, que se sentaba a su izquierda. El problema del Negro era la literalidad. En las pruebas de historia, por ejemplo, habĆa que contar el proceso de industrializaciĆ³n por sustituciĆ³n de importaciones, un tema clĆ”sico. Ante la pregunta por este tema, el Negro quedaba boyando en el aire. Yo escuchaba, a mis espaldas, el susurro: āPasame la respuesta uno.ā FabiĆ”n entonces hacĆa un esfuerzo para resumir oralmente la respuesta, para ofrecerle un ovillo del que Ć©l pudiera tirar y llenar dos pĆ”ginas manuscritas de hoja rayada. Le decĆa: āDejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.ā Pasaban entonces diez minutos de silencio reconcentrado y cuando creĆamos que el Negro iba a pedir algĆŗn tipo de salvavidas para la segunda pregunta, susurraba: āListo, ya escribĆ eso, ĀæquĆ© mĆ”s?ā Entonces FabiĆ”n miraba la hoja de su compaƱero y veĆa una Ćŗnica, una perfecta lĆnea que decĆa: āDejan de entrar productos manufacturados de Europa, Segunda Guerra Mundial, hay que montar industrias.ā Ay, el Negro, quĆ© inagotable fuente de alegrĆas. DespuĆ©s de un examen de geografĆa, la profesora dijo: āHubo casos malos, otros muy malos, y un alumno escribiĆ³ mal su apellido.ā El Negro no se dio por aludido, y eso lo hacĆa grande. āUsted vive de la caza y de la pesca, alumnoā, le dijo una profesora alguna vez, de modo profĆ©tico.
Algunos de los profesores parecĆan, por lo demĆ”s, haber tomado demasiado drogas duras en su juventud. Diego, que daba literatura en cuarto aƱo, habĆa quedado flotando en un viaje de Ć”cido lisĆ©rgico. La primera vez que lo vimos, una compaƱera hizo una pregunta, a Diego le gustĆ³ la voz y la hizo cantar un tema de los Beatles. Terminamos cantando todos, un karaoke frenĆ©tico a las nueve de la maƱana. āYa nadie escucha Sumo, son todos unos pelotudosā, sentenciaba, y se quedaba colgado, como flotando, uno o dos minutos de silencio inquietante mirando a la nada. En escenas como esa quedĆ³ atrapada mi educaciĆ³n.
…
Fuimos la Ćŗltima generaciĆ³n analĆ³gica. Las nuestras son postales del mundo tres o cuatro segundos antes de volverse digital. Me cuesta recordar cĆ³mo vivĆamos, dar testimonio de ese momento de transiciĆ³n. El primer celular que vi estĆ” asociado a un episodio violento. HabrĆ” sido en 1997, 1998. VolvĆa a mi casa despuĆ©s de un dĆa de clases y nos bajamos del colectivo en Plaza Italia con Roitser. Apenas pusimos un pie en la calle, tres pibes con intenciones poco nobles nos apretaron el brazo y nos llevaron a caminar, bajo una muy cortĆ©s invitaciĆ³n: āCaminĆ” o te quemo.ā Bordeamos la Rural, el zoolĆ³gico y llegamos, despuĆ©s de quince minutos de lenta peregrinaciĆ³n, a los bosques de Palermo. En el interior de ese pulmĆ³n verde, resguardados de la posible mirada de un oficial de la ley, nos robaron el dinero, las zapatillas, los pulĆ³veres, las mochilas y, en un acto final de innecesario sadismo, tiraron las llaves de nuestras casas a los lagos. Cuando se fueron, caminamos como zombis descalzos de vuelta a la civilizaciĆ³n. TodavĆa dentro de los bosques de Palermo, vimos a una pareja besĆ”ndose en el pasto, ajenos al tormento de la vida real. Interrumpimos el momento amoroso para comentarles la situaciĆ³n y el hombre sacĆ³ del bolsillo del saco, trabajosamente, de un modo casi ceremonial, un aparato enorme y pesado al que se refiriĆ³ como āMovicomā. Era uno de esos celulares grises, del tamaƱo del brazo de un hombre de mediana edad, con una antena negra, gruesa y rĆgida. Me lo ofreciĆ³, en signo de loable generosidad: la llamada, en esos dĆas, se pagaba en oro. PulsĆ© tecla por tecla el telĆ©fono de mi casa pero nadie atendiĆ³. Apiadado, el buen hombre nos regalĆ³ unos pesos y nos tomamos un taxi. Esa fue la primera llamada que hice desde un telĆ©fono mĆ³vil.
En cuanto a la escritura, todo lo escribĆamos a mano. JuntĆ”bamos papeles por todos lados, y por eso la letra manuscrita nos va a recordar siempre a nuestra infancia. Si leĆamos algo interesante en un libro o una revista, hacĆamos una fotocopia y la intercambiĆ”bamos con FabiĆ”n, en un contrabando precario de textos, pero que funcionaba con la precisiĆ³n de una industria editorial. Para el momento de los exĆ”menes, hacĆamos machetes a mano, con letra imprenta pequeƱa, lo mĆ”s legible que podĆamos, y despuĆ©s lo llevĆ”bamos a la casa de fotocopias para pedir que lo āredujeranā, en un acto de ilusionismo tecnolĆ³gico. AsĆ, podĆamos esconder el ayudamemoria en cualquier pliegue de la ropa. A partir de cierto momento, empezamos a ver las primeras computadoras. El colegio contaba con una sala de computaciĆ³n, nutrida de lentĆsimos armatostes que eran, sin embargo, el futuro mismo. La gama de colores que ofrecĆan esas pantallas era inolvidable: amarillo, verde, blanco. Mi primera computadora personal llegĆ³ por descarte, cuando un amigo de mis padres renovĆ³ su aparato por uno un poquito menos peor, y me legĆ³ el suyo, que pasĆ³ a ocupar la mitad de mi habitaciĆ³n. La enchufĆ© sobre mi escritorio de madera y me hice adicto a sus poquĆsimas funciones. Mis padres todavĆa usaban mĆ”quinas de escribir, y de a poco, con muchĆsima resistencia, mi madre se animaba a la mĆ”quina elĆ©ctrica. En algĆŗn momento de esa Ć©poca compramos tambiĆ©n nuestro primer fax, negro e imponente, al que yo no me animaba ni a acercarme. Pero el momento de la tecnologĆa era una instancia aislada del dĆa, algo que solo ocurrĆa cuando me sentaba, a la noche, frente a mi computadora. Durante el resto del tiempo todo era analĆ³gico, y ahora da la impresiĆ³n de que todo era un poco mĆ”s lento. QuizĆ” todas las generaciones ven el pasado asĆ, en cĆ”mara lenta y en color cian, aunque esos atributos se parecen demasiado a nuestras primeras computadoras.
…
La tierra yerma que era para mĆ el mundo de las mujeres se cortĆ³ de pronto a principios del quinto y Ćŗltimo aƱo de colegio, cuando se me acercĆ³ Mariana. Ah, sombra terrible de Mariana, voy a evocarte. Pasaste aƱos clavada en mi inconsciente, fagocitando mis neuronas. Mariana era mĆ”s grande que nosotros, porque habĆa pasado dos aƱos misteriosos en EspaƱa sin estudiar. TenĆa un novio legendario, que se habĆa vuelto legendario por el solo dato curricular de estar noviando con ella. Mariana era alta, desinhibida y hermosa; hablaba de sexo todo el dĆa y nosotros la escuchĆ”bamos con la veneraciĆ³n que producen las figuras icĆ³nicas, inalcanzables. Hablaba con nosotros de tanto en tanto, solo para dejar en claro lo alejados que estĆ”bamos del mundo de las mujeres. Como era la mayor y la mĆ”s experimentada, le marcaba el camino al resto de las chicas del curso, que la admiraban con envidia.
A mĆ no me habĆa crecido la barba, parecĆa un niƱo de primaria y no habĆa hablado nunca con una chica, pero, por alguna razĆ³n que nunca terminarĆ© de dilucidar, Mariana me puso en su mira y disparĆ³. Todo sucediĆ³ una tarde convencional de clases. El profesor hablaba, nadie lo escuchaba y los alumnos saltaban de banco en banco, se pasaban papeles o intercambiaban chistes. En eso se me acercĆ³ ella y me dijo: āEstĆ”s muy lindoā, y me acariciĆ³ el pelo, que estaba ese dĆa particularmente sucio. No puedo decir que me sorprendĆ: todo era tan inverosĆmil y fuera de registro que apenas lo asimilĆ©. Al dĆa siguiente, con variaciones mĆnimas, la escena se repitiĆ³. Cuando el avance ya fue lo suficientemente recurrente, empecĆ© a ponerme nervioso. No se lo comentĆ© a los amigos, porque no hablĆ”bamos de mujeres. Y ademĆ”s no hubo tiempo: a los pocos dĆas Mariana me dijo que despuĆ©s de clases necesitaba hacer tiempo por la zona de Palermo, porque tenĆa una cena, y me sugiriĆ³ que la invitara a mi casa para esas horas muertas. Llegamos pasadas las seis de la tarde y nos encerramos en mi habitaciĆ³n. Cuando cerrĆ© la puerta, me dio vergĆ¼enza la decoraciĆ³n del cuarto, tan infantil, con banderines de equipos de la nba y fotos de jugadores de River recortadas de revistas y mal pegadas. Primera ingenuidad: la luz era blanca, completamente antierĆ³tica, no se me ocurriĆ³ encender el velador. Segunda ingenuidad: ella entrĆ³ y se sentĆ³ en la cama y yo, en lugar de sentarme a su lado, elegĆ una silla de computadora, triste, de oficinista. Hablamos de asuntos sin importancia hasta que me dijo: āHace unos dĆas me gustabas, pero no hiciste nada, asĆ que ya fue.ā Yo le dije: āAh, bueno, entonces ya fue.ā Tercera ingenuidad. Por fortuna, Mariana no se desanimĆ³ ante tanta pacaterĆa, se parĆ³ de la cama y me dio un beso. Yo arremetĆ, casi desesperado. Ella marcaba los ritmos y los tiempos. Se parĆ³, apagĆ³ la luz, se apoyĆ³ contra la pared y me dijo que la besara ahĆ, parados. Hice todo lo que ella me indicĆ³, siempre, y lo seguirĆa haciendo hoy. Me agarrĆ³ la mano y la puso en sus tetas, habilitĆ”ndome. Estuvimos unos minutos asĆ hasta que me invitĆ³ a la cama, a mi cama, y me dijo que pusiera un disco. Estaba puesto un compilado de los Rolling Stones, le di play. Mis recuerdos ahora son torpes y confusos. No se cĆ³mo nos desnudamos, ni puedo asegurar que nos hayamos sacado toda la ropa. Ah, Mariana, quĆ© hermosa que eras, quĆ© milagro tenerte ahĆ conmigo, esa noche del aƱo 2000, celebrando el nuevo milenio. Llegamos entonces a una instancia decisiva, donde yo perderĆa la virginidad para siempre, con la chica mĆ”s genial del colegio. Ella se interrumpiĆ³ y me preguntĆ³ si habĆa estado alguna vez con alguna mujer. Por mi comportamiento durante los pasos previos, pensĆ© que habĆa quedado claro que no, pero por las dudas se lo confirmĆ©. āAh, si esperaste hasta ahora, debe ser porque estĆ”s buscando una chica de la que te enamoresā, me dijo. Yo estuve a punto de decirle que no, que no habĆa estado esperando, que no habĆa tenido una oportunidad de estar con una mujer y que pensaba que nunca la iba a tener. Pero no se lo dije, porque ahĆ sĆ entendĆ que la confesiĆ³n no era muy erotizante. BalbucĆ alguna excusa que no podrĆa precisar, pero lo que yo dijera no importaba, porque las cartas ya estaban jugadas. El resto no es literatura.
Al dĆa siguiente decidĆ hacer el anuncio al grupo. AprovechĆ© el recreo y en el medio de una charla intrascendente sobre cuĆ”l era el top 5 de temas de Charly GarcĆa a criterio de cada uno, deslicĆ© la primicia. No lo podĆan creer. Era algo tan inesperado que no supieron cĆ³mo reaccionar. Ese dĆa empezĆ³ definitivamente mi romance con Mariana, que se extendiĆ³ durante dos semanas determinantes. Nos veĆamos algunas tardes despuĆ©s de clases, pero en el colegio casi no hablĆ”bamos, aunque de a poco todos se fueron enterando de que entre nosotros pasaba algo. A partir de esa noticia que se fue esparciendo, ademĆ”s, entrĆ© en el mapa de muchos que antes apenas intuĆan mi existencia. Yo estaba obsesionado, no pensaba mĆ”s que en ella. QuerĆa verla todo el tiempo, vivir con ella, casarme con ella, irme a otro planeta donde pudiĆ©ramos estar solos, morir con ella. A las dos semanas, una tarde despuĆ©s de clases nos fuimos con un grupo a la casa de un compaƱero, y yo solo querĆa besar a mi chica. Como no nos dĆ”bamos besos en pĆŗblico, salimos al pasillo y nos besamos en las escaleras silenciosas y oscuras del edificio. DespuĆ©s de unos minutos ella separĆ³ mi cuerpo del suyo, se puso seria y me dijo: āSolo te tengo que pedir una cosa, que no te enamores.ā Demasiado tarde, Mariana querida, me hubieras avisado antes de venir a mi casa esa primera noche, ahora no hay vuelta atrĆ”s. Ya era tarde, y ella lo entendiĆ³ por mi silencio, por mi mirada vidriosa, por mis manos vagamente trĆ©mulas, por mi sonrisa incĆ³moda. Y no tuvo piedad. A la maƱana siguiente me citĆ³ fuera del aula, en medio de una clase. Me dijo que volvĆa con su novio, que lo nuestro se habĆa acabado, que pasara a otro tema. ĀæNo me decĆs nada?, me preguntĆ³. Yo estaba mareado, como si un boxeador me hubiera dado un golpe en el medio del estĆ³mago. āSi es lo que querĆ©s, buenoā, le dije con cobardĆa. Se dio vuelta y entrĆ³ al aula. Yo encarĆ© para el otro lado y me fui al baƱo a llorar. Durante meses no pude volver a escuchar ese compilado maldito de los Rolling Stones con el que nos encamamos esa primera vez. ~
Fragmentos de la novela autobiogrĆ”fica Los aƱos confusos, de prĆ³xima publicaciĆ³n.
es periodista cultural. Colabora frecuentemente en medios como PĆ”gina/12, Los Inrockuptibles, QuĆ© Pasa y Quimera. Sus cuentos han aparecido en antologĆas de Argentina, Chile y MĆ©xico.