El malestar de la velocidad

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Me he enterado recientemente de que al vocabulario de nuestros malestares se ha agregado un nuevo término: time-sickness, la percepción obsesiva de que el tiempo se desvanece, las horas extra ya no bastan y es necesario pedalear cada vez más rápido para seguir (no se sabe hacia dónde, no se sabe por qué). Un nuevo mal para este milenio lleno de males nuevos, que podría llamarse también Síndrome del Conejo Blanco o Síndrome de Benjamin (en honor a Franklin, ese hombre infatigable y presuroso, que además de haber sido uno de los padres de Estados Unidos, inventó el pararrayos, negoció tratados con las confederaciones indias, formó una milicia para construir fuertes fronterizos, fundó la primera compañía de seguros, el primer cuerpo de bomberos y el primer periódico independiente y dibujó la primera caricatura política de su país, y después de todo eso aún le quedó tiempo, tal vez porque dormía menos de seis horas diarias y vivía bajo un horario estrictamente reglamentado, de configurar la ética del trabajo que dominaría al mundo por los siglos venideros, en libros como The Way to Wealth, donde apuntó: “¡Pero cuánto tiempo desperdiciamos en dormir!”). En fin, no es extraño que en Estados Unidos, la patria de la velocidad, el malestar del cronómetro se haya convertido en pandemia, según las estadísticas proporcionadas por el doctor Larry Dossey, quien acuñó el término time-sickness en 1982, después de haber padecido él mismo los efectos de nuestro orgulloso mundo de titanes. Ahora la pandemia se extiende no sólo en Occidente, sino en países orientales que habían vivido históricamente bajo la sabia filosofía de la holganza, como China. En la medida en que la sofisticación tecnológica y la economía global se han vuelto inescapables no hay fábrica u oficina en Taipei o Bangalore que no se haya contagiado finalmente de la angustia del tictac. Faxes, celulares, alarmas digitales, beepers, ringers, timers, esta es la imparable producción de artefactos que no dejan de invitarnos a orar: “¡Oh, Dios mío, voy a llegar tarde!”, esa nueva Liturgia de las Horas.

Hay un ascetismo de la velocidad que consiste en la renuncia radical al goce de la vida. Se trata del mismo ascetismo del trabajo externo (iba a escribir: extremo) que describió Marx: una labor penosa que enajena al hombre, mortifica su cuerpo y menoscaba su personalidad. Si bajo la estructura de la jornada de trabajo el tiempo ya no nos pertenece sino que le pertenecemos a él, cuánto peor si esa jornada se prolonga indefinidamente y nos sigue a todas partes con trabajo que se lleva a casa, notas que se toman durante el viaje, llamadas que no cesan a la hora de comer. El ascetismo de la velocidad es sacrificio del tiempo propio (el tiempo del sueño y la conversación, del amor y el cuerpo, de la contemplación y de todo lo que sirve al placer de la gente libre), por tiempo ganado (el tiempo de los negocios). Ahorrar tiempo es ganar tiempo, y si el tiempo es oro, el que lo ahorra y lo gana se enriquece. Y dado que nuestra época ha obedecido como nunca a la exhortación de hacer dinero, se considera legítimo y hasta admirable desaparecer la sobremesa y convertir el restaurante en extensión de la oficina. Eso me recuerda aquella frase de Johann Kasper Lavater, padre de la fisiognomía y eclesiástico de la iglesia reformada, según la cual ni siquiera en el cielo “podemos conocer la bienaventuranza sin tener una ocupación”. En otras palabras: el paraíso ya no es el ocio (esa forma de perder el tiempo, según Franklin); el paraíso es el trabajo mismo. En eso consistió, entre otras cosas, la gran reforma de la iglesia: en poner al cielo y al infierno de cabeza. Porque sólo el surgimiento de un nuevo mito, el mito de la salvación por el trabajo, podría revertir en el hombre su íntimo rechazo al yugo, su tendencia natural a holgazanear. De vivir en esta época, en que millones de hombres y mujeres ponen en peligro su vida y destrozan sus nervios por trabajar sin descanso y llenarse de ocupaciones hasta en la playa, probablemente Lavater se sentiría en la gloria. Todos esos hombres y mujeres se han convertido, sin saberlo siquiera, en los mártires modernos de la ética protestante, para la cual el trabajo más que una necesidad, es un llamado, el sentido último de la existencia. ¿Quién entre estos ascetas entregados a la sagrada causa laboral se opondría hoy a una nueva reforma: la abolición del domingo? (En Francia los jubilados hacen marchas cada vez que se pretende reducir la edad para el retiro, porque una vez que el trabajo se convirtió en el sustituto de la vida, el retiro adquirió la forma de una muerte prematura.) Si, como escribió Weber, el espíritu del capitalismo encontró en la ética protestante su justificación esencialmente religiosa, con la velocidad descubrió algo más: una forma de éxtasis secular, una adicción (“el único vicio nuevo”, lo llamaría el escritor francés, amante de los desplazamientos y los viajes, Paul Morand).

En el camino de la autoinmolación, al time-sickness sigue el burnout: el cansancio de todos los cansancios, el último cansancio, después del cual sólo queda un gran vacío. Ningún afán ya, las manos ya no toman nada. Suena el teléfono, nadie responde. El burnout es la postración de un sistema nervioso exhausto, una resaca por sobredosis de eficiencia. Síndrome de Agotamiento Profesional. Sus efectos están más allá de la fatiga física, los dolores de cabeza, las úlceras, los insomnios, las irritabilidades. El burnout es el preludio de la muerte del alma, el alto precio que pagan los soldados del deber, fustigados por un reloj tiránico (cada vez más horas, cada vez más rápido, “casi bien no es suficiente”). El cuerpo cansado es un cuerpo que se rebela, un cuerpo que ha hecho el paro y defiende su derecho natural a reposar. A través del agotamiento, el tiempo biológico intenta imponerle un compás distinto al hombre del tiempo frenético; le dice: “Detente…” Pero el burnout es una alarma tocada a destiempo, cuando el corredor ya se ha desfondado, se ha deshumanizado hasta convertirse en un autómata, un extraño de sí mismo. Lo que sigue parece más bien un freno inútil, un freno después de la catástrofe. Ansiolíticos para ralentizar un cuerpo inerte. Y entonces los médicos aconsejan un “régimen de ocio” que devuelva la vida al paciente: conversar con los amigos, ir al cine, beber una copa de vino de vez en cuando, jugar con los hijos, ensayar una nueva gimnasia amorosa, apagar el celular. Como han dejado de ser hombres, los soldados de la eficiencia requieren que sean otros quienes les recuerden que lo son. Algo semejante advirtió Séneca sobre el hombre ocupado, un personaje anómalo en la cultura latina: “¡Pensar que existe gente que tiene que confiar en otro para saber si está sentada! Un hombre así no es un ocioso, hay que darle otro nombre: es un enfermo, más aún, es un muerto. Es ocioso aquel que tiene la sensación de su propio ocio. Y vive a medias el que necesita un indicio para darse cuenta de los hábitos de su propio cuerpo. ¿Cómo puede éste ser dueño de tiempo alguno?”

– Vivian Abenshushan

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