Los años sesenta fueron aquellos en los que más traté a Monsiváis, pues él, José Emilio Pacheco y yo nos veíamos con frecuencia, fuese en la redacción de México en la Cultura (el suplemento de Benítez en Novedades) o en el consultorio del doctor Elías Nandino (que “fungía” también como la redacción de la revista Estaciones), o en una de las dos librerías Zaplana (la de San Juan de Letrán o la de Juárez y Bucareli) o en cualquier cafetería del rumbo, y de esos lugares salíamos a pasear el centro citadino.
Carlos había abandonado ya la corbata y el saco de vestir a favor de un look informal basado en chaquetillas de mezclilla, camisas floreadas o suéteres de tortuga, un fiero despeinado y los enormes lentes de armazón gruesa y oscura a los que Fernando Benítez adjetivaba de “alucinantes”, Max Aub apodaba “gafas eruditas” y Pedro Zapiain, el autor literario de la historieta Chanoc, decía que no eran ni lo uno ni lo otro, sino los equivalentes del antifaz de Batman o del Spirit.
Carlos no hablaba cinco minutos sin que se advirtiera que poseía una vasta erudición, un admirable sentido crítico y un filoso sentido del humor manifestado con una dizque sonrisa de disculpa. Había empezado, junto a Carlos Fuentes, Fernando Benítez y José Luis Cuevas, a ser un ubicuo astro de la mitología cultural urbana y algunos lo consideraban no menos que “un nuevo Salvador Novo, pero de izquierda”. Se le hallaba en una multitud de espacios culturales de todos los niveles, hasta el punto de que sus muy cercanos amigos Luis Prieto y Sergio Pitol, sus dulces calumniadores, susurraban que, para poder de algún modo estar presente y simultáneo por doquier, “Monsi” disponía de por lo menos un trío de “dobles” alquilados de entre los “extras” del cine nacional.
Escritor torrencial desde adolescente, se le leía en una revista de la Facultad de Derecho (de la que había sido alumno), en México en la Cultura, y en la Revista de la Universidad y… a saber en cuántas publicaciones estudiantiles de izquierda y de pujos neoculturales a las que nunca se negaba y a veces les cumplía. Se le veía y oía en mesas redondas sobre el movimiento hippie o la novela negra norteamericana o la poesía mexicana clásica o reciente, y las mañanas de domingo se escuchaban sus emisiones de El cine y la crítica desde Radio Universidad. Siendo de siempre un “loco por el cine” que acostumbraba, decía, ver sin parpadear hasta tres películas diarias, generalmente un film de Hitchcock o de Elvis Presley o un melodrama mexicano, podía citar no sólo la filmografía completa de Lubitsch o Cukor o Lupe Vélez o Fernando Soler , sino además las de Edward Everet Horton, de Eve Arden o del “Chicote”, y lo mismo se le veía en alguna sala de barriada gozando un programa triple, con western de Howard Hawks y comedia de Frank Tashlin o film negro de Bogart, que presentando en un cineclub de la Ciudad Universitaria un ciclo de películas de Orol, el autor de bodrios maternales o putañeros o gansteriles a quien Carlos elevó a la categoría de cineasta de culto proponiéndolo como el gran surrealista naïf brotado, como un hongo, del celuloide nacional.
Entre lo mucho que Monsiváis escribió acerca de todo, “y de algo más”, están sus crónicas y críticas de cine: ensayos sinuosamente idólatras acerca de María Félix o Dolores del Río o Cantinflas o Pedro Infante, o los cientos de textos eventuales sobre nuevos cineastas hollywoodenses que no se ocupó de reunir en libro. Tengo una colección de programas de mano que redactó para los ciclos de los cineclubes universitarios; en ellos se muestra agudo y divertido observador del cine de Hollywood y de los estudios Tepeyac o de los Churubusco.
Monsiváis era adicto a la literatura de Alfonso Reyes y Salvador Novo, a la prosa del new journalism, de Jack Kerouac, de la Biblia inglesa, fuese en la lengua original, que leía fluidamente, o en la versión castellana de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, cuya sintaxis muchas veces parafraseó y aun parodió en su propia prosa. Era gourmet de los tacos de carnitas y las “flautas” de pollo, de las tortas “cubanas”, de las garnachas y los sopes, de los caldos de Indianilla y los de Zenón, de las aguas de tamarindo… y de la cocacola (de la que una vez exigió a un mesero que fuese “de buena cosecha”). Era coleccionista de gatos de todos los pelajes y maullidos, y por entonces les daba nombres de poetas: el Bécquerius, el Diazmirón o el Gualguïtman (adrede los escribía así) o de personajes de historieta: el Batman, el Robin o la Borola. Adelantado apologista del arte narrativo gráfico, tenía ya una impresionante hemeroteca de comic magazines: Superman y Batman y el admirable The Spirit de Will Eisner, el comic revolucionario de los años cuarenta, que yo le hubiera robado; y, desde luego, atesoraba las historietas mexicanas: Chamaco Chico, Paquín, Pepín, Los Supersabios, La Familia Burrón, Chanoc (en la que era un personaje: el Sabio Monsiváis), etc. Pero, aunque ya era difícil imaginarlo con más tiempo que para leer y escribir artículos y ver programas de tres películas, no era hombre de encierro: también era paseador de la ciudad de México exhaustivamente palpada a “golpe de zapato” desde el Zocalo, Tepito, San Juan de Letrán, la Avenida Juárez y el Paseo de la Reforma hasta los confines de Tlalpan y otras sucesivas y acumulativas barriadas periféricas, tan distantes, decía, que se requería visa para visitarlas.
(Continuará)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.