Por Martinpuisch, esa noche infernal,
el mismo proyectil golpeó a ese par:
quedaron juntos como dos corderos
inertes, lacios, en el matadero.
Uno, pálido, casi adolescente,
delgado, ojos azules, no valiente,
soldado prematuro por presión,
fue la vergüenza de su pelotón.
Venía el otro de extremos lejanos,
duro el mentón, arbustos en las manos.
De la muerte, el infierno y el horror
aprendió en México y en Ecuador.
Pero esta bestia, ya al morir, gemía
igual que un niño: “¡Madre! ¡Madre mía!”
Y el inocente improvisado adulto
se despidió de Dios con un insulto.
El viejo Smith, sargento, pan de Dios,
de su habitual discurso hizo dos
copias esa ocasión: era oportuno
dar uno a la mujer de cada uno:
“–Como un héroe murió, para aflicción
de sus amigos de la división.
Su partida nos causa gran pesar.
Era de ley. Lo vamos a extrañar.” ~
Versión del inglés de Aurelio Asiain.