Ilustración: Manuel Monroy

El nuevo desorden mundial

Rusia busca recuperar su papel hegemónico. El Estado Islámico prosigue su política de terror. China se apresta a traducir su poder económico en influencia geopolítica. Estados Unidos pierde fuerza. El mundo, frente a nuestros ojos, se transforma.
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Cuando los cuerpos y las pertenencias de 298 personas cayeron del cielo el 17 de julio de 2014 y permanecieron dispersos y sin consagrar en los campos del este de Ucrania, la claridad pareció seguir en el silencio. Recordé los versos de “De inmediato enmendado”, el poema de John Ashbery:

no dejó de sorprendernos que, casi veinticinco años

[más tarde,

la claridad de estas reglas comenzara a revelarse

[por vez primera.

Ellos eran los jugadores, y nosotros, que tanto luchamos

[durante el juego,

éramos simples espectadores

(Versión de Marcelo Uribe y David Huerta.)

Poco importa ya si la acusación contra el presidente Putin es por incitar directamente a quienes derribaron el avión o por la imprudencia temeraria de haberlos abastecido de armamento. Al reafirmar su apoyo a la secesión, Putin ha tomado una decisión, y depende de los líderes de Occidente tomar las suyas. Poco importa ya si Occidente atrajo a esta nueva Rusia al expandir agresivamente a las fuerzas de la otan hasta su frontera. Ahora lo que importa es ser muy claro a fin de que las responsabilidades políticas recaigan adonde deben hacerlo, las acciones tengan consecuencias, los aliados vulnerables que están en la frontera con Rusia reciban garantías de seguridad y estas garantías resulten creíbles.

También importa comprender, sin hacerse ilusiones pero también sin alarmarse, el nuevo mundo al que nos han arrojado la anexión de Crimea y el derribo del vuelo mh17.

El horror en Ucrania no es la única sorpresa que trae claridad a su paso. Con la proclamación de un califato terrorista en las regiones fronterizas de Siria e Iraq, la disolución de la configuración de Estados que establecieron Mark Sykes y François Georges-Picot en su tratado de 1916 se dirige a un feroz desenlace. El autoproclamado Estado Islámico es algo nuevo bajo el sol: terroristas-extremistas con tanques, pozos petroleros, territorios propios y una habilidad escalofriante para dar publicidad a las atrocidades. El poder aéreo es capaz de detener su avance pero no de derrotarlos, y las fuerzas terrestres con que cuenta Estados Unidos –los peshmergas kurdos– van a tener más que suficiente con defender su patria. En Siria, Assad ha entregado las provincias del desierto al Estado Islámico. En cuanto a los iraquíes, los chiíes defenderán sus lugares sagrados en el sur, pero no pueden retomar Mosul, al norte.

Si, como parece probable, el califato resiste, en la región no habrá ningún Estado seguro. Israel puede, una vez más, “cortar el pasto” en Gaza, pero bombardear civiles no le asegura un futuro pacífico. Hasta que palestinos e israelíes reconozcan que hay un enemigo al que deben temer más de lo que se temen entre sí –la absoluta desintegración del orden mismo– no habrá paz en su región.

En el este asiático, las fuerzas navales de China y Japón se vigilan mutuamente, plataformas petroleras chinas perforan en aguas que están en disputa y, entre las capitales asiáticas, vuelan acusaciones beligerantes. China no habla ya el idioma del “ascenso silencioso”. La musculosa política exterior de Xi Jinping causa alarma en Vietnam, Corea del Sur, Japón, Taiwán, Filipinas y Estados Unidos.

Intuimos que todos estos elementos de discordia se relacionan, pero resultaría simplista afirmar que el elemento común es la incapacidad de Barack Obama para dominar la conmoción de la época que vivimos. Eso sería asumir que una administración estadounidense más sabia habría sido capaz de mantener la unidad de las placas tectónicas de un orden mundial que la ascendente presión volcánica del odio y la violencia está separando.

El derribo del vuelo mh17 y el surgimiento del califato nos hacen repensar qué era lo que mantenía unidos esos dos patrones. Hasta que se desvaneció la esperanza de la Primavera Árabe, las clases medias moderadas y globalizadas de la región creían tener el poder para marginar a las fuerzas de la furia sectaria. Debemos haber imaginado que con internet, los viajes aéreos globales, Gucci en Shanghái y bmw en Moscú, el mundo se volvía uno. Caímos víctimas de la ilusión que acarició la generación de 1914: que la economía tendría más fuerza que la política y que el comercio global limaría las rivalidades imperialistas.

Esa impresión se tenía al inicio. En la fase de globalización, que comenzó después de 1989, Rusia abasteció de gas a Alemania; Alemania abasteció a Rusia de bienes manufacturados e industriales medulares; China adquirió la deuda del Tesoro de Estados Unidos y Apple manufacturó sus gadgets en China. Pensamos que, al menos por un tiempo, con la llegada de internet, una herramienta global de información compartida consignaría la arraigada hostilidad ideológica de la Guerra Fría a la historia.

En realidad, la tercera fase de globalización no creó más convergencia política de la que destruyó la primera fase en 1914 o la segunda que llegó a su fin en 1989. Resultó que el capitalismo es promiscuo en lo político. En vez de contraer matrimonio con la libertad, el capitalismo estaba igualmente feliz metiéndose a la cama con el autoritarismo. De hecho la integración económica agudizó el conflicto entre las sociedades abiertas y las cerradas. Desde la frontera de Polonia hasta el Pacífico, desde el Círculo Ártico hasta la frontera con Afganistán, comenzó a formarse un nuevo competidor político de la democracia liberal: autoritario en su forma política, capitalista en su economía y nacionalista en su ideología. Lawrence Summers ha llamado a este nuevo régimen “mercantilismo autoritario”. La expresión sugiere el papel central del Estado y de las empresas estatales en las economías rusa y china, pero resta énfasis al crudo elemento del amiguismo, fundamental para los gobiernos de Pekín y Moscú.

Gracias a la globalización misma, el capitalismo autoritario –permítanme llamarlo así– se ha convertido en la principal competencia de la democracia liberal. Sin acceso a los mercados globales, ni Rusia ni China habrían sido capaces de deshacerse de una economía estilo comunista mientras se aferran a una política que sí lo es.

Las economías rusa y china están abiertas a las presiones competitivas de los sistemas de precios globales, pero la distribución de la recompensa económica –quién se enriquece y quién queda sumido en la pobreza– todavía la determina, en gran medida, el aparato estatal centralizado que está en manos del presidente y sus camaradas. Rusia y China son oligarquías “extractivas”: a excepción de unos cuantos miembros de un grupo, los ciudadanos no tienen acceso a los frutos del poder económico y político. En ambas sociedades, el Estado de derecho y el sistema judicial independiente solo existen en el papel. Tanto los oligarcas como los disidentes saben que si montan cualquier ofensiva política contra el régimen se usará la ley para aplastarlos.

Los expertos occidentales no dejan de insistir en que los chinos y los rusos son aliados, no rivales. Es cierto que, cuando ambos países eran comunistas, llegaron a los golpes en una fecha tan reciente como 1969. Aun hoy, más que una convicción, el suyo es un “eje de conveniencia”. Stephen Kotkin ha señalado que el intercambio comercial entre ellos es mucho menor que el que tienen con Occidente. Pero los dos países han descubierto una verdad que los mantendrá unidos aún con más fuerza en el futuro: han aprendido que la libertad de mercado capitalista es lo que permite a sus oligarquías conservar el control político. Entre más libertades privadas les permitan a sus ciudadanos, menos demandarán libertades públicas. La libertad privada –vender y comprar, heredar, viajar, la posibilidad de quejarse en la intimidad– mantiene el descontento a raya. Más aún, la libertad privada permite crecimiento, algo imposible bajo control del Estado.

Ahora, a la luz de lo ocurrido con el vuelo mh17 y del conflicto en Crimea, los “autoritarios internacionales” enfrentan una disyuntiva: dejar de desafiar a Occidente o arriesgarse a fracturar la globalización misma.

En la espiral descendente de ira y recriminaciones por Ucrania, cada una de las facciones del conflicto busca reducir el grado en que se expone económicamente al otro. Putin ha prohibido las importaciones agrícolas provenientes de los países que le han aplicado sanciones, amenaza con cerrar el espacio aéreo siberiano a las aerolíneas occidentales y quiere reducir la importación de maquinaria alemana y de tecnología de defensa occidental.

De pronto reaparecen en la agenda rusa la sustitución de las importaciones y la autarquía, dos ideas que llevaron al mundo comunista a un callejón sin salida económico. A la vez, los alemanes quieren reducir su dependencia del gas ruso y los chinos su dependencia del petróleo que proviene de la volátil zona del Medio Oriente. En la nueva atmósfera de paranoia mutua, los Estados no quieren comprar hardware o software que provenga del otro lado por miedo a que sus sistemas de defensa y de inteligencia queden expuestos a una filtración. En esta carrera por la seguridad, los aliados solo quieren hacer negocios con aliados. Los estadounidenses y los europeos seguramente tratarán de acelerar un amplio pacto de libre comercio entre ellos para reducir su dependencia de los nuevos autoritarios.

A la vez, ninguna de las partes quiere volver a la Guerra Fría, en especial los rusos y los chinos, que necesitan la globalización para hacer crecer sus economías y para contener el descontento doméstico. Por el momento, el flujo de importaciones y exportaciones que realmente se ven afectadas por las sanciones sigue siendo mínimo, en comparación con los gigantescos volúmenes del comercio global. Sin embargo, tanto para los líderes de Oriente como para los de Occidente, existe la tentación de impulsar a sus economías hacia atrás, hacia la autarquía, en nombre de la autoconfianza, a medida que descubren hasta qué grado su margen de maniobra política está constreñido por su dependencia económica con el otro bando. Ninguno de estos líderes quiere destruir la globalización, pero quizá ninguno de ellos pueda controlar en su totalidad el retroceso hacia un pasado autárquico.

La autarquía ya gobierna el mundo virtual de la información. En una era que supuestamente debía traernos una información global común, basada en un internet sin fronteras, resulta increíble lo autárquicos que se han vuelto los sistemas de información de cada uno de los bandos. Hace mucho tiempo que China impuso un control soberano sobre su internet, y policías espían y patrullan las fronteras de la “Great Firewall” para asegurarse de que los refunfuños del chat jamás se eleven al nivel de una amenaza contra el régimen. El Kremlin ha envuelto a su pueblo en una burbuja propagandística tan efectiva que, como dijo Angela Merkel hace poco, hasta el mismo Vladimir Putin está encerrado “en su propio mundo”.

A medida que Rusia y China reducen su grado de exposición económica con el otro y crean universos paralelos pero cerrados de información, los nuevos autoritarios están recurriendo a los mercados y a las reservas energéticas de uno y otro. En un encuentro reciente, Putin y Xi Jinping firmaron un acuerdo energético y de infraestructura a largo plazo que selló una alianza estratégica de tres décadas. Sus viejas disputas fronterizas han estado suspendidas desde el acuerdo que suscribieron en 2005. Después de haber descuidado su lejano oriente durante mucho tiempo, ahora Rusia acepta la hegemonía de los chinos en la región del Pacífico. Lo que hace que esta alianza autoritaria sea estable –aunque carezca de amor– es que China desempeña el papel de la pareja dominante mientras que Putin se encarga de los gemidos ideológicos.

Lo que Putin deja asentado, con una claridad ponzoñosa, desde luego, es su resentimiento hacia el “Leviatán liberal”, Estados Unidos y su red global de alianzas envolventes. En esto, tiene a un socio dispuesto en China. Mientras que para Occidente Crimea y el vuelo mh17 marcaron el momento en que se desmoronó el orden internacional posterior a 1989, para los rusos y los chinos la fractura ocurrió quince años atrás, cuando los aviones de la otan bombardearon Belgrado y alcanzaron a la embajada china. Ese momento unió a los autoritarismos chino y ruso en el panorama mundial. El precedente de Kosovo –la secesión unilateral de una gran potencia, orquestada sin el consentimiento de Naciones Unidas– dio a Putin el pretexto para actuar en Crimea, con la cautelosa aprobación de Pekín.

En los días por venir, no hay duda de que los autoritarios usarán sus asientos en el Consejo de Seguridad para defender al dictador sirio y obstaculizar la intervención humanitaria multilateral en cualquier sitio donde sus intereses estén directamente involucrados. Ambos países han sido los principales beneficiarios estratégicos de los reveses estadounidenses en Levante y, si con certeza podemos predecir más caos y violencia en Medio Oriente, será porque a ambos les conviene permanecer ahí desempeñando su papel de saboteadores, dejando que Estados Unidos cargue con toda la culpa de que la configuración estatal se haya fragmentado, desde Trípoli hasta Bagdad.

Ahora las preguntas fundamentales son si los nuevos autoritarios tienen estabilidad y si son expansionistas. Las oligarquías autoritarias pueden tomar decisiones rápidamente, en tanto que en las sociedades democráticas es necesario luchar para vencer a la oposición, a la prensa libre y a la opinión pública. También pueden canalizar sin contratiempos emociones nacionalistas a través de aventuras militares en el extranjero. Después de la toma de Crimea, los vecinos de China en Asia deben estar preguntándose en qué momento el régimen de Pekín empezará a usar la “protección” de los chinos como excusa para entrometerse en sus asuntos internos.

Sin embargo, las oligarquías autoritarias también son frágiles. Deben controlarlo todo o pueden perder el control de todo. Bajo los gobiernos de Stalin y de Mao la aspiración cada vez mayor que la gente tenía de ser escuchada fue aplastada mediante la fuerza. Bajo el capitalismo autoritario tiene que permitirse cierto grado de libertad privada. Pero, a medida que crecen sus clases medias, también lo hacen sus demandas por expresar su voz política y ese tipo de exigencias pueden resultar desestabilizadoras. La desestabilización de China llegó en 1989 en la Plaza de Tiananmén. A fines de 2011 y 2012 manifestaciones masivas en Moscú retaron al régimen ruso. Ambos regímenes sobrevivieron reprimiendo severamente el descontento doméstico, proscribiendo la ayuda externa a las organizaciones internas de derechos humanos y llevando a cabo aventuras militares en el extranjero, diseñadas para distraer a la clase media con causas nacionalistas unificadoras.

La nueva agresividad de China en Asia está impulsada por muchos factores, incluida la necesidad de hallar suministros energéticos fuera de sus costas, pero también por un deseo de reanimar a su ascendente clase media en torno a lo que Xi Jinping denomina el “sueño chino”: una visión estratégica en la que China desplaza a los estadounidenses como hegemonía regional en Asia.

La administración del presidente Obama se ha vuelto hacia la región asiática para enfrentar el desafío chino, pero menospreció a los rusos hasta los sucesos de Crimea. Dio por hecho que Putin estaba a la cabeza de una sociedad decrépita, deteriorada demográfica y económicamente. Fue ilusorio pensar así. La abundancia de recursos naturales de Rusia da a Putin una fuente de ingresos estatales, mientras que la libertad privada funciona como una válvula de seguridad que permite al régimen contener el descontento democrático. Los nuevos autoritarios se encuentran estables, y resulta complaciente suponer que se encaminan al colapso bajo el peso de la contradicción que existe entre libertad privada y tiranía pública. Hasta ahora han manejado esta incompatibilidad con suficiente pericia como para brindar poder a sus gobernantes y riqueza a su pueblo.

Los nuevos autoritarios tampoco carecen de “poder suave”. Su modelo es atractivo para las élites corruptas y extractivas de todas partes, incluso en Europa oriental, donde el disidente húngaro convertido en populista autoritario Viktor Orbán eligió la semana posterior al derribo del vuelo mh17 para proclamar su visión de Hungría como una “democracia iliberal”.

Los nuevos autoritarios tampoco carecen de una aparente legitimidad. El Partido Comunista chino se vende a sí mismo como una meritocracia, y con cada pacífica renovación de su cúpula dirigente se fortalece este principio de legitimidad. La de Putin es más incierta porque su oligarquía es todo menos meritocrática. Para construir el apoyo popular ha protegido a la Iglesia, ha fomentado una tóxica nostalgia por Stalin e incluso se ha presentado como el heredero del conservadurismo orgánico de la intelligentsia rusa del siglo XIX.

Por ejemplo, ordena a sus gobernadores regionales leer las obras de Ivan Ilyin, pero de seguro no los volúmenes en los que el conservador antibolchevique reivindicaba un país redimido por “la conciencia de la ley”. La camerata ideológica de Putin ha dado nueva vida a Konstantin Leontiev, otro eslavófilo conservador del siglo XIX, pero no al Leontiev que públicamente despreciaba la homofobia. En la China y la Rusia oficiales, la beligerancia contra la igualdad homosexual no es una característica accidental, sino algo imprescindible para la imagen que tienen de sí mismas como baluartes contra el decadente relativismo moral de Occidente.

Sin embargo, en particular los nuevos autoritarios hacen un llamado nacional, no universal, a la legitimidad. Mao pudo haber alentado a los maoístas desde Perú hasta París, pero el actual régimen revolucionario no tiene tales ambiciones y resulta poco probable que Putin proclame, como Stalin, que su país es una inspiración para todos aquellos que buscan emanciparse del yugo capitalista.

El constante reto de tener la casa en orden mantiene a raya las ambiciones globales de los gobernantes chinos. Saben que aún hay varios cientos de millones de campesinos pobres a los que es necesario integrar a la economía moderna. Pasarán décadas antes de que su renta per cápita se acerque a niveles occidentales. Putin sabe también lo miserablemente pobres que todavía son las regiones más alejadas de Rusia después de quince años bajo su gobierno. Como resultado, ni China ni Rusia están en posición de abandonar la integración económica mundial, ni pueden apostar más que a la hegemonía en sus respectivas regiones.

Aun así, todavía no hay respuesta para la pregunta por la manera en que Rusia y China definen sus regiones y sus esferas exclusivas de influencia. En particular, las acciones de Putin han hecho de este un asunto inaplazable. Como exagente de la kgb el momento de más oscuridad de Putin fue la quema de libros de claves soviéticos en la sede de la agencia en Dresde, en noviembre de 1989. Seguramente debe sentir nostalgia por el terror que el Estado soviético era capaz de infundir en sus enemigos, tanto en el interior como en el extranjero. Putin es un sibarita del miedo, pero cualquier auténtico maestro del arte del terror debe saber hasta dónde puede llegar. Aparentemente, Putin comprende los límites de sus capacidades intimidatorias.

A pesar de su discurso de “proteger” a los rusoparlantes en el “extranjero cercano”, parece poco probable que Rusia intervenga en alguno de los Estados bálticos, siempre y cuando el artículo 5 de la otan sobre la garantía de seguridad no pierda credibilidad. Putin estará satisfecho con mantener a los pueblos bálticos en el qui vive, obligándolos a respetar los derechos de las minorías rusas y a gastar en defensa más de lo que les gustaría. Tampoco tocará a Polonia, la República Checa, Rumania, Bulgaria o los Estados balcánicos. Putin acepta que ellos han abandonado su órbita, aunque su servicio secreto hará todo lo posible para desestabilizar la política de esos países.

Sin embargo, Georgia y Ucrania están en la frontera con el mar Negro y esto hace que su posición sea de vital interés nacional para Rusia. Si cualquiera de los dos cediera a la otan el derecho a tener una base en el mar Negro, eso tendría un efecto en el acceso de Rusia hacia el Mediterráneo, a través de los estrechos de Turquía y, por lo tanto, limitaría el papel ruso como potencia en Medio Oriente. Estas preocupaciones estratégicas serían totalmente reconocibles al conde Gorchákov o a cualquier diplomático zarista del siglo XIX. Igualmente tradicional –e igualmente ruso– ha sido que Putin estableciera relaciones privilegiadas con las cleptocracias musulmanas en su frontera sur. Desde tiempos zaristas, los corruptos gobernantes musulmanes han sido sus tributarios.

Puede que los objetivos estratégicos de Putin sean tradicionalmente rusos, pero es justamente esto lo que alarma a los nacionalistas ucranianos. Antes del derribo del vuelo mh17, antes de que redoblara su apoyo a la insurrección del este de Ucrania, era razonable suponer que sus metas estratégicas eran limitadas y creer que quería desestabilizar a Ucrania sin necesidad de hacerse cargo de sus múltiples problemas. También era razonable suponer que se sentía feliz de que Estados Unidos cargara con el peso de corregir la desplomada economía de Ucrania.

Tras el derribo del vuelo mh17, después de que las fuerzas ucranianas cercaran Donetsk y cortaran las líneas de abastecimiento que los insurgentes tenían con la misma Rusia, predecir el camino que tomará Putin se ha vuelto más complicado. ¿Redoblará esfuerzos una vez más para romper el cerco de los separatistas? ¿Intentará estabilizar un enclave ruso y congelarlo en el sitio, tal y como lo ha hecho con territorios-clientes dentro de Moldavia y Georgia? ¿O hará un recuento de sus pérdidas y entregará a los separatistas por el bien de una paz geoestratégica y una mayor integración global? Putin se ha arrinconado a sí mismo y, aunque buscar la paz parece razonable, no lo ha sido en lo que a Ucrania se refiere.

Tampoco está confrontado con fuerzas racionales. Ucrania no es un tablero de ajedrez, y los juegos geoestratégicos que se llevan a cabo allí siempre logran salirse del control de quienes los inician. Justo debajo de la superficie bullen emociones de fuerza volcánica, potenciadas por dos narrativas genocidas que compiten entre sí –una, rusa; la otra, ucraniana–, que se niegan a reconocer la verdad del otro. La narrativa rusa que presenta a los nacionalistas ucranianos como fascistas explora el hecho de que, efectivamente, muchos ucranianos dieron la bienvenida a los nazis durante la invasión de 1941 y algunos se convirtieron en colaboradores de los alemanes en el exterminio de sus vecinos judíos.

Según la narrativa ucraniana con la que compite, Putin busca imponer de nuevo el dominio soviético; el mismo dominio que tuvo como resultado la inanición forzada de millones de campesinos ucranianos entre 1931 y 1938. En las “tierras de sangre” de Ucrania, la memoria de aquella hambruna –llamada el Holodomor– confronta la memoria del Holocausto. No es que los provocadores –quienes explotan este pasado venenoso con el propósito de dividir– estén solo del lado ruso. Hay nacionalistas ucranianos armados y enardecidos a quienes nada les gustaría más que provocar al oso ruso. Se necesitaría apenas una chispa para que Ucrania quedara envuelta en llamas y los rusos intervinieran, esta vez, con toda su fuerza, a fin de “proteger” a las etnias rusas consolidando un Estado en el este, contiguo a la frontera rusa.

Una política occidental inteligente debe mantener este caldero por debajo del punto de ebullición ayudando a Ucrania a vencer la secesión lo antes posible. Una vez lograda la victoria militar, es posible conciliar, y solo entonces Occidente puede usar su influencia para someter a los extremistas ucranianos que buscan imponer una paz cartaginense. Los expertos occidentales en constituciones deberían ayudar a Ucrania a transferir poder a las regiones y a garantizar a los rusoparlantes un lugar de pleno derecho en el futuro político del país. A largo plazo, Europa debería darle a Ucrania un itinerario para acceder a la Unión Europea. Las instituciones financieras internacionales deberían emplear los préstamos condicionados para obligar a la corrupta élite política ucraniana a hacer una limpieza en casa. En 1994, cuando Ucrania entregó sus armas nucleares, Estados Unidos y Gran Bretaña se negaron a garantizar su seguridad. Ahora, tras las amenazas a la soberanía ucraniana, la otan sencillamente tendrá que hacerlo. La finlandización –neutralidad para Ucrania– no es una alternativa con la que se pueda trabajar mientras Crimea permanezca anexionada y continúe el riesgo de un nuevo enclave ruso en Ucrania oriental.

En Europa y en Estados Unidos resultará difícil persuadir al público, atónito y profundamente temeroso de la guerra, de que acepte todo esto. Incorporar a Ucrania a la Unión Europea y protegerla a través de las fuerzas de la otan es decir “más Europa”, algo difícil de vender en una época en que tantos europeos quieren menos Europa. Muchos reformistas ucranianos y muchos líderes europeos consideran prematuro unirse a la otan.

Por reticentes que se muestren los europeos, permitir que Europa se divida en dos, mientras a las puertas de la frontera sureste languidecen naciones como Ucrania, es una receta para que estalle la guerra civil y se dé el expansionismo ruso. Hasta que ocurrió el derribo del vuelo mh17 resultaba imposible convencer al electorado de Europa occidental de que esto es así. A partir de lo sucedido con el vuelo mh17, se ha vuelto más fácil.

El reto más difícil consiste en imponer sanciones a los rusos sin lanzarlos a los brazos de los chinos. Mantener las líneas abiertas para estos dos autoritarios, mientras se obliga a uno a pagar el precio por el derribo del vuelo mh17 y por Crimea, requiere de un criterio sofisticado. Esto es más que un mero ejercicio de compensación de señales a los competidores autoritarios. Lo que está en juego en esta calibración de sanciones es la dirección que tomará la globalización en el futuro, tanto si la economía mundial se inclina hacia una mayor apertura como si lo hace en dirección a la autarquía.

Es necesario diseñar una política para no volver a caer en la autarquía, sobre todo en medio de un clima de furia y recriminación. Una economía internacional abierta –en la que los mercados de capitales no estén politizados, y en la que pueblos libres comercien con los que no lo son– ha sido, en general, algo bueno para todos, aun cuando significa que los regímenes autoritarios son capaces de estabilizar un orden extractivo y predador.

Si la globalización ha sido algo bueno para la democracia liberal y para el capitalismo autoritario, es importante no ahondar la separación que existe entre ellos y orillarlos hacia un abismo infranqueable. Hay quienes sentirán que es refrescante odiar a Putin y gente de su calaña, pero esa es una guía muy pobre para establecer una política. El único orden global que tiene alguna oportunidad de mantener la paz es un orden pluralista que acepte que existen sociedades abiertas y sociedades cerradas; algunas libres y otras autoritarias. Un orden pluralista es aquel en que vivimos con líderes que apenas podemos tolerar y sociedades cuyos principios tenemos buenas razones para despreciar.

Podemos y debemos contener a los nuevos autoritarios, pero hace falta recordar que la doctrina de contención de George Kennan no buscaba derribar los regímenes autoritarios de su tiempo ni tampoco convertirlos a la democracia liberal. Más bien, su doctrina pretendía evitar la guerra en un mundo pluralista y darle a la democracia liberal el tiempo necesario para crecer y prosperar en una competencia pacífica con el otro bando. Quienes hacen un llamado para que exista un frente ideológico unido, un credo liberal combatiente, harían bien en recordar lo que respondió Isaiah Berlin cuando se le pidió un credo entusiasta para los liberales de la Guerra Fría:

En verdad no creo que la respuesta al comunismo sea una fe contraria, de igual fervor y militancia, etcétera, porque hay que luchar contra el demonio con las mismas armas que el demonio. Para empezar, nada es más propenso a la creación de una “fe” que reiterar constantemente que la buscamos, que debemos encontrarla, que estamos perdidos sin ella, etcétera.

Durante la Guerra Fría la autodramatización ideológica llevó a Estados Unidos al macarthismo y al aventurismo militar en el extranjero, desde Vietnam hasta Nicaragua. Además, no es nada convincente involucrarse en una batalla ideológica en el extranjero a favor de la democracia liberal, cuando resulta tan evidente que primero se necesita renovarla en casa.

El poderío estadounidense no ha perdido su arrolladora credibilidad, siempre y cuando se use en pequeñas cantidades, con perspicacia y cuidado. El verdadero problema es la disfunción democrática que existe en casa: el impasse que se ha extendido a lo largo de toda una generación entre el Congreso y el Ejecutivo, lo polarizadora y poco realista que se ha vuelto la discusión política, el estrepitoso fracaso para controlar el denigrante poder que tiene el dinero en la política, mientras que la desigualdad es más flagrante que nunca. El resultado es el debilitamiento de los bienes públicos compartidos y una desilusión cada vez más grande con la democracia misma. Otras democracias enfrentan retos parecidos pero logran contrarrestar la influencia del dinero sobre la política y han podido lograr de nuevo un equilibrio de su sistema político para que el Ejecutivo y el Legislativo funcionen con efectividad. En la guerra de ideas con los nuevos autoritarios es bueno saber que hay una gran variedad de democracias liberales a la vista, una gran variedad de formas posibles de “llegar a Dinamarca”.

Sin embargo, la estadounidense sigue siendo la democracia cuya salud determina la credibilidad misma del modelo liberal capitalista. El medio siglo transcurrido desde la guerra de Vietnam no ha sido una época feliz para Estados Unidos, ni en lo doméstico ni en lo internacional, pero una serie de tenebrosas narrativas acerca del declive secular estadounidense, por mucho ahínco con el que los enemigos de Estados Unidos puedan absorberlas, parece hacer a un lado la histórica capacidad de los estadounidenses para renovarse institucionalmente: en la era progresista, el New Deal, la Nueva Frontera. Tampoco toma en cuenta los datos duros respecto a la posición dominante que tienen las compañías estadounidenses en las tecnologías que están moldeando el siglo XXI.

Si Vladimir Putin y Xi Jinping –e incluso el Estado Islámico– apuestan por el declive de Estados Unidos llevan todas las de perder. A la vez, no cabe duda de que Richard Haass, presidente del Consejo para Relaciones Exteriores, está en lo cierto cuando afirma que una política exterior capaz de enfrentar el doble reto del nuevo autoritarismo y del nuevo extremismo debe comenzar con un esfuerzo sostenido de construcción nacional.

De continuar la disfunción democrática, se corre el riesgo tanto de una parálisis interna como de un horrendo afán de aventuras militares en el exterior, en vista de que las administraciones estadounidenses –igual que sus rivales autoritarios– se vean tentadas a distraer el descontento doméstico con guerras en el extranjero. Después del vuelo mh17, Crimea, el sangriento califato que crece en las riberas del Tigris, y la creciente tensión en el mar de China, no necesitamos violentas aventuras en el extranjero y menos aún palabras que no estén sustentadas en acciones. Necesitamos una Europa y un Estados Unidos cuyos pueblos vuelvan a creer en sus propias instituciones y en sus reformas, y acepten la oportunidad de probar de nuevo que son capaces de sobrevivir a sus adversarios, tanto autoritarios como extremistas. ~

 

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Traducción de Laura Emilia Pacheco.

Aparecido originalmente en The New York Review of Books.

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es rector emérito de la Central European University en Viena. Su libro más reciente es On Consolation: Finding Solace in Hard Times.


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