En un ensayo escrito con motivo de los ochenta años que Julio Cortázar hubiese cumplido en 1994, Beatriz Sarlo se pregunta, palabras más, palabras menos, qué hacer con Rayuela, novela tan adorada y luego, un poco vergonzosamente, enviada al cuarto de servicio. Tras aclarar, siendo justa y estricta, que la combinación de novedades que traía Rayuela al aparecer en 1963 no fue cosa menor, Sarlo pide que a Cortázar no se le siga juzgando con condescendencia, como al escritor fácil destinado a los lectores primarios y sentimentales. Cortázar, argumenta, no puede ser acusado por culpa del cortazarianismo, ese anticonvencionalismo juvenil de los años sesenta. Una objeción salta de inmediato: fue Cortázar, precisamente él, el primero y más entusiasta de los cortazarianos. Este género de preguntas y de incitaciones son frecuentes en Escritos sobre literatura argentina (Siglo XXI, Buenos Aires, 2007), los artículos y ensayos selectos que Sarlo (1942), directora de la revista Punto de vista desde 1978, ha escrito en el último cuarto de siglo.
La influyente crítica cultural y literaria porteña hace un recorrido amplio, desde Recuerdos de provincia (1850) de Sarmiento hasta El pasado (2003) de Alan Pauls, pasando por los maestros modernos argentinos y por escritores contemporáneos, algunos de los cuales se conocen, mal o bien, en México (Antonio Marimón, Ricardo Piglia, Juan José Saer, César Aira) y otros no, como es el caso de Matilde Sánchez, Fogwill o Sergio Chejfec. Sarlo se detiene, irremediablemente, en Borges, a quien le dedicó Borges, un escritor en las orillas (2003). Su Borges, destinado en principio al público anglosajón, insistía en su argentinidad bien entendida, rechazando su leyenda de apátrida, un escritor que sólo por azar había nacido en la Argentina.
Sarlo, estudiosa de las modernidades y las posmodernidades periféricas, ha escrito páginas inteligentes sobre la paradójica condición orillera de Buenos Aires. Parte del lugar común argentino que autorizaba la comparación de Buenos Aires con París, alarde que falseó la condición ecléctica y mestiza de la capital sudamericana, más sugerente que el pregón cosmopolita: el núcleo hispano-criollo alterado hace más de cien años por la gran inmigración, la doble edificación, topográfica y simbólica, de Buenos Aires contra el río de la Plata y contra la Pampa, el ecumenismo arquitectónico que entusiasmó a Le Corbusier. Buenos Aires, apunta Sarlo apoyándose en el testimonio dejado en 1918 por Catherine Dreier, una viajera estadounidense, se parecía entonces más a Brooklyn que a París. En ese orden, Sarlo se encuentra con Victoria Ocampo, quien fue menos que una afrancesada: la traductora y editora de Virginia Woolf, de T.E. Lawrence o de Aldous Huxley.
Quizá la fundadora de la revista Sur sea la figura literaria mejor retratada tanto en Escritos sobre literatura argentina como en La máquina cultural (1998), ensayo previo en el cual, valiéndose de tres movimientos, va de una maestra de escuela de pobres hacia 1900 a Ocampo y culmina en el examen de un experimento cinematográfico de vanguardia en los pasados años setenta. “Su cosmopolitanismo –el de Victoria– tiene algo de provinciano, justamente por el énfasis”, dice Sarlo.
Leído desde México, sin más precauciones que las propias de la curiosidad, Escritos sobre literatura argentina resalta algunos contrastes fecundos tomados un poco al vuelo. Al seguir el proceso de cómo la escuela pública hizo argentinos a los inmigrantes, se percibe el origen del impulso que José Vasconcelos, el más sudamericano de nuestros escritores, quiso imitar y que, él diría, fracasó. Otras páginas, como la referida al extraordinario Héctor A. Murena, son a la vez próximas y lejanísimas: la tesis de El pecado original de América (1965) que pinta al americano como un continente vacío al cual llega un europeo más parecido al antihéroe de La náusea que a Cortés o a Las Casas o a Pizarro, sería inconcebible para un mexicano o para un peruano. Pero Murena, como “ensayista del ser nacional” asociado en ese negocio con Ezequiel Martínez Estrada o Eduardo Mallea, al hablar de “soledad, pecado, culpa, caída, etc.” pertenece, en cambio, al clima en que fue escrito, en México, El laberinto de la soledad.
Sarlo lamenta que, en la Argentina, el ensayo haya sido desplazado por la sociología. La declaración delata cierta mala conciencia, pues ella misma, profesora en Berkeley, Columbia y Cambridge, ha sido parte del desembarco de los profesores y sus sociologías en la tierra de los ensayistas. Autobiografía estilística en la cual la jerga se va extinguiendo en favor del ensayo, el libro va desde ponencias penosas sobre épocas horribles (las dedicadas a la dictadura militar y a la literatura del exilio) a homenajes perdurables como el dedicado a Saer, un narrador que ella (y un número creciente de lectores) considera semejante a un escritor perfecto. Sarlo recuerda, en las primeras páginas de Escritos sobre literatura argentina, que Sarmiento, leyendo las crónicas de los románticos por el extremo y el cercano Oriente, dijo que “nuestro Oriente”, el de los argentinos, “es Europa” e hizo, en ese sentido, su viaje de aprendizaje. En sentido figurado, la Argentina literaria ha sido, para algunos latinoamericanos, el otro Oriente, un remoto y sofisticado y cruel techo del mundo, sede de una ciudad fabulosa y mítica.
(Publicado previamente en El Ángel de Reforma el 10 de febrero de 2008.)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile