En el Mar de historias como arroyos, un extenso compendio cachemir del siglo XI, cuyos relatos imbricados preceden a Las mil y una noches, hay una imagen que reaparece en el insomnio. El rey ve a una de sus mujeres apoyada en el balcón conversando con un brahmín. En un arrebato de celos, ordena su muerte. Mientras conducen por el pueblo al brahmín a su ejecución, un pez, sobre uno de los puestos del mercado, estalla en carcajadas. El rey posterga el acto a fin de averiguar qué causó la risa del pez. (El motivo es que el brahmín es absolutamente inocente, pero el harén de las disolutas esposas está repleto de hombres disfrazados de mujer… Pero bueno, ese es otro cuento.)
En una nota al pie, el comentarista a la edición de 1923 de la traducción de C.H. Tawney, el casi omnisciente N.M. Penzer, M.A., F.R.G.S., F.G.S., cita el artículo "Motivos psíquicos en la narrativa hindú. El motivo de la risa y el llanto", procedente del Journal of the American Oriental Society, volumen de 1916. El autor, identificado sólo como "profesor Bloomfield", clasifica los diversos géneros de risa en aquella literatura: "Encontramos risas y llantos, en conjunto y aislados. En la risa aislada, tenemos la risa que produce la alegría, la ironía, la malicia, la astucia y el triunfo. También está la risa sardónica, la enigmática, la fatídica (a veces de matiz irónico y humorístico) y por último la risa misteriosa, como en el caso del pescado que ríe". Semejante taxonomía parece más humana que hindú, aunque en todo caso es más bien pobre que el misterio sea categoría individual para la risa del pescado.
Salvo al tiburón, a los peces jamás se les han atribuido peculiaridades humanas. No hay pez plácido como vaca, astuto como zorro, sabio como elefante o lechuza, industrioso como abeja, fiel como tórtola, abnegado como pelícano o incluso vil como gusano. Esopo procedía de una cultura marítima, pero únicamente escribe de un solo pez parlante en sus centenares de fábulas: un pequeño pececillo intenta persuadir al pescador de que lo arroje de nuevo al mar. Carente de personalidad que lo distinga, se limita a alegar para sobrevivir.
Adán no sabe sus nombres. Se presentan ante él todas las bestias de la tierra y las aves de los cielos (los problemas teológicos son irresolubles) y los nombra (¿mediante qué proceso y en qué lengua?) o los llama por los apelativos que ya ostentan (lo cual supone una lengua divina, ya perdida, para la cual el significante no es casual). Pero no se le presentó pez alguno en el Edén. Aquella ignorancia persiste como una laguna en la mente humana: a los políglotas se les dificulta con frecuencia traducir el pescado del menú.
Lawrence, en un célebre poema de Birds, Beasts and Flowers, nos dice: "¡Pez, ah pez,/ casi nada importa!/ ¡…Ser un pez!// Sin asomo de recelo/…/ sin amor y tan jovial/…/ …insonoro y distante./ No intercambia palabra, espasmo o ira siquiera./ Ni un palpo./ Todos suspendidos juntos, pero siempre aislados,/ cada uno solo con sus aguas…". El poema tarda seis páginas en decir: "Están más allá: son peces".
El más allá de los peces acaso es la razón por la cual su observación es una de las actividades más sedantes del mundo cuando se flota sobre ellos con una mascarilla y un tubo. (Un acuario público está adulterado por los ruidos de otras personas; uno doméstico siempre se halla entre otros objetos cotidianos; el buceo es inextricable de la ansiedad respiratoria.) Más que la mera observación de raudas criaturas coloridas y brillantes, el sosiego lo causa la falta absoluta de relación con lo humano. Los peces no se asocian a nuestra vida emocional: a diferencia de otras criaturas, no se acoplan (como, por supuesto, Lawrence repite sin cesar), apenas luchan, casi nunca se ocupan de sus crías. Hasta los insectos trabajan. Un pez nada y come, es pura belleza y movimiento. Habita un mundo que sólo podemos observar suspendidos, en silencio y tras un vidrio. Mirar un pez es no tener identidad. Habitamos todo paisaje, aunque sea magnífico; nos invaden sus olores, sonidos e imágenes que se relacionan con multitud de pensamientos, sentimientos, recuerdos y obras de arte. Bajo el cielo nocturno nos sentimos inevitablemente arrastrados por pensamientos sobre el sentido de nuestra presencia en el universo. Pero un pez ni refleja ni cuestiona nuestra existencia. Un pez es, y nosotros somos: mirar absortos los peces es olvidar quiénes somos, sin que, como le ocurre a los místicos, nos convirtamos en lo que miramos. El mundo es todo lo opuesto. Un pez riente no sólo sería como nosotros, le importaría reírse de nosotros, lo cual es en verdad aterrador. -Traducción de Aurelio Major