El piano verbal de Felisberto

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Retrato de F. H. por Gabriel Ramírez

Cuando allá por los primeros años cincuenta descubrí en una de las (hoy inexistentes) “pergolas” de las Librerías de Cristal, situadas a un costado de la Alameda, el libro de un tal Felisberto Hernández titulado Nadie encendía las lámparas (Ed. Sudamericana, Bs. As., 1947), me asombró título tan insólito como sugeridor. Adquirí inmediatamente el pequeño volumen y esa misma noche los once cuentos fueron leídos, y serían releídos en noches subsecuentes, como si hubiera querido encontrar el secreto de la gracia de ese autor que “etiqueté” como uno de los excéntricos de la literatura. Y habría de tardar unos años en saber que Felisberto Hernández había nacido en Montevideo el 20 de octubre de 1902, ejercido la música y la literatura, se había casado cuatro veces y muerto el 13 de enero de 1964.

Como itinerante concertista de piano, Hernández se ganaba la vida tocando en esporádicas salas de concierto y pianoteando música de acompañamiento en las salas uruguayas o argentinas del cine mudo (melodramas convulsos de la Bertini o hieráticos de la Garbo, comicidad del efusivo Chaplin o del impasible Keaton, silenciosos galopes y balazos de Tom Mix), y que como escritor se gastaba gustosamente la vida escribiendo cuentos y alguna novela corta que reunidos en una docena de libros publicados a cuenta propia o por editoriales pequeñas y heroicas. A la mitad de los años cuarenta lo “descubrieron” y lo lanzaron a una discreta fama dos escritores franceses por entonces exiliados en Uruguay y/o Argentina: el poeta Jules Supervielle y el ensayista Roger Caillois, y ganaría la admiración de autores como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez e Ítalo Calvino. En México, en 1983, la editorial Siglo XXI publicó sus Obras completas, que incluyen sus mejores libros: Nadie encendía las lámparas, Las hortensias, Por los tiempos de Clemente Colling, El caballo perdido

Hernández escribió cuentos suavemente extraños, íntimamente poéticos y sutilmente humorísticos, en los que laterales incidentes o accidentes mínimos deslizan la narración desde una vaga realidad a una irrealidad sospechada y sospechosa. El cuento “Nadie encendía las lámparas” quizá sea el más emblemático de los suyos, el que mejor ilustraría su visión del mundo y su estilo: trata precisamente de la lectura de un cuento dada por el autor y protagonista en un salón elegante y para un público de damas y caballeros levemente afantasmados en la percepción del protagonista narrador. Casi no hay asunto, es decir que casi no ocurre nada más, excepto que el autor/lector distrae a veces la mirada hacia algunos rostros del público o hacia unas palomas vistas a través de los cristales de las ventanas o hacia la lateral estatua de un personaje “que ella misma [¡la estatua!] no comprendería”. El protagonista es pues un hermano de otro Hernández, nuestro Efrén.

Distraídos, divagatorios y a la vez obsesos, los personajes del Hernández uruguayo y el Hernández mexicano (más, quizá, el de un cuento de Alfonso Reyes: “La cena”) viven en una zona marginal de la realidad común y ordinaria, son distraídos y ensoñadores. Cualquier ocasional detalle de lo real y cotidiano los coloca bajo una semiluz onírica y no siempre grata, en un inquietante ensueño o en una quizá feliz pesadilla, pues esa luz insólita suele entreabrir una brecha hacia otro modo de ser del mundo y de los seres. Ejercen humildes trabajos ordinarios pero lo hacen con maneras extraordinarias, como el personaje del cuento “El cocodrilo”, un vendedor itinerante de medias de mujer que emplea un raro método de atracción de la esquiva clientela sentándose a llorar lágrimas “de cocodrilo” en una banca de jardín público. Los objetos adquieren a veces una espontánea “otredad”, una especie de vida propia, de personalidad secreta que incitara a la alucinación: “Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola, una vitrina y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el sonido de la caja armónica y de las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se iba para adentro en el momento en que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el corredor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de un instrumento”. Y si en otro cuento un conversador pesado abruma al protagonista/narrador, éste huye sin dejar de estar visualmente presente: “Y yo dejé la cara y me fui.”

Como la Alice de Lewis Carroll, que se preguntaba cómo sería “la luz de una vela cuando está apagada”, Felisberto percibía la luz emanada de lámparas no encendidas por nadie y la traducía en notas del piano verbal. Y hoy, a los ciento ocho años de la entrada en el mundo de Felisberto, a los cuarenta y seis de su salida, esa lámpara susurradora no se ha apagado.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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