Ilustraciones: Bela Renata

Para leer ‘La República’ de Platón hoy

Alianza Editorial está por sacar al mercado una nueva versión de 'La República' de Platón, con la introducción de Alberto Manguel que aquí reproducimos y en la que propone una inteligente relectura de este clásico universal del pensamiento político.
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Siempre nos imaginamos a Platón y a Aristóteles con las togas de los pedantes.

Lo cierto es que eran hombres decentes y, como otros, bromeaban con sus amigos, y cuando se divirtieron escribiendo sus Leyesy su Política, lo hicieron como si estuvieran jugando.

Pascal, Los Pensamientos, V:331

 

Como todos los diálogos de Platón, La República es un conjunto de ideas, vislumbres, sugerencias, invenciones sobre una gran variedad de temas, expuestos sin mayor preocupación por un orden lineal o un deseo de concluir. Es, sobre todo, como su género literario lo indica, una conversación, es decir, una mezcla de voces más o menos inteligentes, más o menos informadas, más o menos concluyentes. Cuando lo leí por primera vez, en mi adolescencia, me desilusionó su falta de altanería y prepotencia: alentado por el prestigio que mis profesores le atribuían, yo esperaba encontrarme con un texto árido, declamatorio, contundente. La República resultó ser todo lo contrario: un libro ameno, humorístico a veces, convival, apasionado, hecho de un vaivén de observaciones, ideas a medio acabar, juegos verbales menos dignos de la oratoria que de la charla entre amigos. En realidad, a eso se parecía La República: a una de esas interminables veladas en las que mis amigos y yo, con la energía intelectual y física que solo se tiene a los dieciséis o diecisiete años, discutíamos acerca del significado del mundo, confesábamos nuestros temores y esperanzas, y tratábamos de resolver los grandes problemas políticos y metafísicos del universo hasta que el sueño nos vencía y nos quedábamos dormidos sobre la alfombra.

La República es una suerte de muñeca rusa: la discusión acerca de la república ideal que Sócrates propone a sus oyentes (y que da al diálogo el título por el que habitualmente se conoce) aparece tan solo como un recurso para llegar a otra, más profunda y compleja, sobre los méritos de quienes son idealmente justos o injustos, que a su vez permitiría llegar a una definición aceptable de la noción misma de justicia. Saber si una sociedad ideal es posible es solo una de las muchas preguntas que jalonan ese largo diálogo. Solo la primera parte del ambicioso tema será debatida, es decir, una comparación entre distintas formas de gobierno, discusión a su vez enmarcada entre una conversación inconclusa sobre la vejez y una suerte de viaje imaginario al más allá contado por Sócrates. Nada tiene este diálogo del rigor académico que nuestros prejuicios atribuyen a los filósofos clásicos; en lugar de encontrarse en La República con un precursor de las matemáticas estructuras retóricas de un Spinoza o un Kant, el lector sorprendido (y agradecido) se encuentra en cambio con un lejano antepasado de los desopilantes diálogos lógicos de Alicia en el país de las maravillas. El Sócrates de Platón tiene algo de la Oruga (quien exige que Alicia conteste cabalmente a la pregunta “¿Quién eres tú?”) o del Gato de Cheshire (quien le dice a Alicia, cuando esta le pide que le indique el camino, que eso depende de adónde quiera llegar), mientras que el lector se hace eco de las palabras de Alicia ante los acertijos del Sombrerero Loco (“Pienso que podría hacer mejor uso de su tiempo que perdiéndolo con preguntas que no tienen respuestas”).

Uno de los aspectos más extraños de La República (como también de otros diálogos platónicos) es que el autor del texto no figura sino como amanuense. Platón mismo no aparece nunca. El que discurre ante los oyentes es Sócrates, un Sócrates irónico, mordaz, implacablemente inquisitivo, que no teme equivocarse y reconocer que se ha equivocado. Nos sorprende que Sócrates no se tome del todo en serio, que se burle de sí mismo como de sus interlocutores, haciendo uso de sus fallas para llegar mejor a la verdad, tarea que reconoce como imposible pero que intentará a pesar de todo, porque la verdad debe ser la meta de todo ser humano. La búsqueda de lo inalcanzable no solo le importa, también le divierte, o lo hace feliz. Sentimos que Sócrates goza de la discusión, del mero hecho de hilvanar ideas, más allá de la importancia de los temas tratados. No siente la necesidad de escribir, de ser autor de un texto fijo (ya en el Fedro arguye que la escritura debilita la memoria). Es la palabra viva la que lo atrae, el intercambio de opiniones, el examen de los hechos, el cuestionamiento, la inquisición en el sentido borgiano.

Quizás Platón adaptó las ideas de Sócrates a sus propias ideas, o quizás atribuyó a Sócrates palabras que su maestro nunca pronunció; para el lector, poco importa. Lo cierto es que ahora Sócrates es el personaje que Platón nos presenta, distinto del que nos describen otros contemporáneos como Jenofonte o Aristófanes. Quizás el Sócrates de los diálogos sea un portavoz de Platón mismo pero, en la realidad del texto, Sócrates posee una coherencia, una personalidad, una voz absolutamente propia. Es de sobra conocido que Platón ha sido reclutado por los filósofos profesionales y pertenece, obligatoriamente, a la historia de la filosofía; sin embargo, para el lector desprejuiciado, su verdadero lugar está entre los grandes creadores de personajes literarios, colega de Shakespeare, de Cervantes, de Dostoievski, de Flaubert. No sé si no es equivocado leer el discurso de Sócrates como equivalente al de Platón como sería equivocado leer el discurso de Hamlet como el de Shakespeare y el del príncipe Mishkin como el de Dostoievski. Lo cierto es que no tenemos manera de cotejarlo, ya que Sócrates casi no existe fuera de los textos platónicos, y Platón tampoco. Cuando leemos ahora La República, tomamos las opiniones del personaje de Sócrates por las de su autor, que es probablemente lo que Platón hubiese querido.

Cabe señalar que la característica más notoria de La República es su falta de énfasis. Si bien Sócrates lleva adelante el diálogo de definición en definición, ninguna le parece al lector absoluta. Más bien, La República se lee como una sucesión de amagos, de esbozos, de preparaciones para un descubrimiento que no acaba nunca por hacerse. Cuando el agresivo Trasímaco declara que la justicia no es “sino una generosa inocencia” y la injusticia solo “discreción” (I: XX) sabemos que no tiene razón, pero el interrogatorio de Sócrates no llevará a demostrar, de manera precisa e incontrovertible, que sus definiciones son erróneas. Llevará en cambio a una amena discusión sobre diferentes sociedades y los méritos de sus gobiernos, relativamente justos o injustos. Según Sócrates, la justicia debe ser incluida en la clase de cosas “que, si se quiere ser feliz, hay que amar tanto por sí mismas como por lo que de ellas resulta” (II: I). Pero ¿cómo define esa felicidad? ¿Qué quiere decir amar una cosa por sí misma? ¿Qué es lo que resulta de esa justicia que sigue sin ser definida? Sócrates (o Platón) no quiere que nos detengamos en estas consideraciones; es el recorrido lo que le interesa. Antes de discurrir acerca del hombre justo y del injusto, y por ende del concepto de justicia misma, Sócrates propone investigar el concepto de sociedad (o ciudad) injusta o justa. “¿No afirmamos que existe una justicia propia del hombre particular, pero otra también, según creo yo, propia de una ciudad entera?” (II: X). Con el propósito de definir la justicia, el diálogo nos aleja cada vez más de esa meta inefable: en lugar de un trazado recto entre pregunta y respuesta, La República nos propone un camino constantemente demorado, cuyas desviaciones mismas, cuyas digresiones y dilaciones producen en el lector un misterioso placer intelectual. Como dice Borges en otro contexto: “esta inminencia de una revelación, que no se produce, es tal vez el hecho estético”.

La República no siempre se llamó así. El nombre que aparece en los escritos de Aristóteles, discípulo de Platón, es Politeía o sea “El gobierno de la ciudad”, mientras que el astrólogo Trasilio, en el siglo i, la llama Acerca de la justicia. Cada lector lee el libro que quiere (o cree) leer: a Aristóteles le interesaban las opiniones de su maestro sobre el arte de gobernar; bajo el reinado del Tiberio, al observador de estrellas le preocupaba encontrar una definición de justicia que le permitiera juzgar las versátiles nociones de justicia de su emperador. Los lectores cristianos vieron en Platón a un visionario avant la lettre; Dante lo admitió en el “noble castillo” de su Infierno, y criticó su teoría de las almas; el humanista Marsilio Ficino propuso que Platón fuese leído desde el púlpito, junto a las Sagradas Escrituras; Francis Bacon le reprochó su falta de rigor científico; para los Románticos, fue el primer Romántico; Nietzsche, que lo admiraba, opinaba sin embargo que el espíritu platónico era débil y afeminado, y le opuso la noción de “voluntad de poder”; hoy se lo disputan por igual conservadores y reformistas que hallan en sus diálogos la prehistoria de sus propias ideas. En nuestros días, toda república dice deberse a la República.

El punto de partida de la conversación central de La República es este: “Si contempláramos en espíritu”, dice Sócrates, “cómo nace una ciudad, ¿podríamos observar también cómo se desarrollan con ella la justicia e injusticia?” Ante la respuesta afirmativa de sus oyentes, Sócrates prosigue: “La ciudad nace, en mi opinión, por darse la circunstancia de que ninguno de nosotros se basta a sí mismo, sino que necesita de muchas cosas” (II: X y XI). Aristóteles, curiosamente, no admitió esta visión utilitaria de Platón, su maestro, y prefirió imaginar que las ciudades se fundan por razones éticas y morales. El resto de La República, hasta el final del décimo libro, pasa revista a diversas sociedades de las que Platón tuvo conocimiento directo. Luego de criticar a varias, y de destacar las virtudes y aciertos de algunas, todas resultan de alguna manera bochornosas, y la sociedad ideal no se define nunca por entero. De la primordial voluntad de compartir y ayudarse los unos a los otros nace la necesidad de un gobierno común compuesto por los ciudadanos más inteligentes y capaces; esta aristocracia –y aquí quizás sea el aristocrático Platón y no Sócrates quien habla– se convierte en el gobierno de quienes cobran rentas (timarquía), al cual sucede la oligarquía, que a su vez degenera en democracia –sistema que Platón abominaba– y finalmente en tiranía. Este es el peor de todos los regímenes, “cuando el jefe del pueblo, contando con una multitud totalmente dócil, no perdona la sangre de su raza, sino que acusando injustamente, como suele ocurrir, lleva a los hombres a los tribunales y se mancha, destruyendo sus vidas y gustando de la sangre de sus hermanos con su boca y lengua impuras, y destierra y mata mientras hace al mismo tiempo insinuaciones sobre rebajas de deudas y repartos de tierras” (VIII: XVI). La conclusión, que no es en verdad conclusión, es infinitamente triste: “Pero ¿cuál de los gobiernos actuales consideras adecuado [a la práctica de la filosofía]?”, pregunta uno de los interlocutores de Sócrates. “Ninguno en absoluto”, contesta el maestro, inexorable.

La Repúblicaconcluye no con definiciones dogmáticas de justos y de justicia, sino con una suerte de relato fantástico, la historia de cómo el guerrero Er muere en la guerra, y cómo, cuando días después su cadáver es recogido y puesto en la pira funeraria, vuelve a la vida y cuenta lo que su alma vio en el más allá. Aunque el último párrafo del diálogo ofrece la esperanza de que, si creemos que el alma es inmortal podremos sobreponernos a los males que toda sociedad promete y ser, a pesar de todo, felices, el lector acaba La República con más dudas que consuelos. Quizás una de las razones por las cuales La República es uno de los libros que gozan de inmortalidad intelectual es que no ofrece respuestas ni propone soluciones, sino que pone al descubierto nuestras dudas y angustias esenciales. Todo lector de La República acaba siendo uno de sus interlocutores.

Yo también. Durante más de medio siglo, he vivido en media docena de sociedades tan complicadas y diversas como las que conoció Platón. Primero, en una Atlántida inventada a partir de tierras confiscadas (Israel), luego en una sucesión de dictaduras militares (Argentina), más tarde en una aristocracia promotora de la separación de clases (Inglaterra), después en una colonia disfrazada de territorio de ultramar (Tahití), más tarde, en la década del ochenta, en una fugaz democracia (Canadá), hoy en una absurda plutocracia megalomaniaca (Francia). A estas podría agregar numerosas microsociedades de las que alguna vez formé parte, comunidades dentro de círculos mayores, minúsculos microcosmos en los cuales se establecen determinadas reglas de convivencia: clubes, cenáculos, campamentos, colectividades étnicas y filosóficas, círculos intelectuales y cenáculos artísticos. Desconozco muchas otras: las tribus indígenas de la selva, las sociedades tribales del desierto, los pueblos nómadas, las familias polígamas (poliginias, como los mormones, o poliandrias, como los tibetanos), los comunismos, las órdenes religiosas. Sospecho que, como las sociedades que sí he conocido, ninguna de estas últimas es perfecta.

Tampoco en las geografías imaginarias existen sociedades intachables. Tiempo atrás, compilé con Gianni Guadalupi una suerte de catálogo de países y ciudades soñados en la literatura. Muchos resultaron atroces, sea por las cosas horribles que en ellos ocurrían, como en las llamadas distopías, sea por la atmósfera irrespirable de las supuestamente impecables, cuyo modelo es la abominable Utopía de Tomás Moro. Lo cierto es que en ninguno de estos lugares habría querido vivir.

Frente a las preguntas abiertas con las que La República deja a sus lectores, ¿qué esbozos de respuestas podemos ofrecer? Si toda forma de gobierno es de alguna manera nefasta, si ninguna sociedad puede jactarse de ser ética y moralmente sana, si la política se vuelve implacablemente una actividad infame, si toda empresa colectiva se desmenuza en mezquindades y villanías individuales, ¿qué esperanza tenemos de vivir más o menos pacíficamente, provechosamente, respetándonos y cuidándonos los unos a los otros? Las sentencias de Trasímaco acerca de las virtudes de la injusticia, por más absurdas que parezcan, han sido repetidas a lo largo de los siglos, y hoy más descaradamente que nunca, por los explotadores de los sistemas de gobierno, cualesquiera que sean. No son otros los argumentos de los terratenientes feudales, de los mercaderes de esclavos y sus clientes, de dictadores como Stalin y Franco, de los responsables de la crisis financiera del segundo decenio del siglo XXI. La “derecha sin complejos” que proclaman los conservadores, las “virtudes del egoísmo” que declaran los defensores del capitalismo salvaje, la privatización de todo bien público que promueven las multinacionales, son tantas formas de declarar, como Trasímaco, que “lo justo no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte” (I: XII).

Lo cierto es que casi todos nosotros, aun los que cometemos las más atroces injusticias, sabemos, como Sócrates y sus interlocutores, qué es justo y qué no lo es. Lo que obviamente no sabemos es cómo actuar con justicia en todo momento, en conjunto, como sociedad, y cada uno por su parte, como ciudadanos. Algo en cada uno de nosotros nos inclina hacia el beneficio material y propio, sin consideración por los otros; algo opuesto nos atrae hacia los beneficios más sutiles de lo ofrecido, lo compartido, lo que puede ser de utilidad no a nosotros sino al prójimo. Algo nos lleva a saber que, aunque la ambición de riquezas, poder y fama nos anime poderosamente, la experiencia, nuestra y la del mundo, acabará por mostrarnos que, en sí misma, esa ambición nada vale. Cuenta Sócrates que cuando el alma de Ulises tuvo que elegir una nueva vida después de su muerte, “dando de lado a su ambición con el recuerdo de sus anteriores fatigas”, el legendario aventurero buscó la vida de “un hombre común y desocupado” y “la escogió con gozo”. No es imposible que este haya sido su primer acto verdaderamente justo. ~

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