Los excesos de la libertad de expresión se combaten con la libertad de expresión. Pero el proceso de acotamiento es un largo aprendizaje. Para cimentarlo, en Letras Libres hemos insistido en la necesidad de propiciar en todos los ámbitos pertinentes (para empezar en las universidades, también en los periódicos, la radio, la televisión, el internet) una genuina cultura del debate. Una inocua conversación académica no es un debate. Un feroz linchamiento público no es un debate. Un debate presupone el respeto elemental por el adversario.
Los debates pueden ser una escuela de civilidad donde se aprende a fundamentar, a argumentar, a disentir con razones y claridad. En la pública confrontación de las ideas, las posiciones irracionales exhiben su pobreza, y la tolerancia -lentamente- se va abriendo paso. Los debates son un vehículo esencial para la limpia construcción de nuestra democracia y el modo mejor de propiciar ciudadanos activos y responsables. Pero la triste realidad es que nuestra cultura del debate está en pañales.
Por todo ello era importante organizar debates de altura entre los candidatos a la presidencia. La crítica generalizada al primer debate impone al IFE una decisión pronta y expedita: cambiar la forma para cambiar el fondo. Aún hay tiempo, pero no mucho. A juzgar por la ligereza con que se concesionó la producción y la cantidad de detalles que fallaron -desde la "evidente edecán" (adjetivo borgiano que debemos a Guillermo Sheridan) hasta la rigidez soviética de los tiempos, el escenario, las cámaras y los encuadres- las cosas pueden salir mal. Si el segundo debate nos receta más de lo mismo, muchos ciudadanos quedarán no solo decepcionados sino indignados. El hartazgo y la crispación pueden alimentar otro período postelectoral convulso, en un marco nacional más riesgoso que el de 2006. Un camino para evitarlo es honrar la libertad de expresión y propiciar un debate que lo sea en verdad.
El pasado domingo no presenciamos un debate sino casi un simulacro. Los propios candidatos repartían su tiempo en repetir sus mensajes de campaña, y atacar o contestar brevemente al adversario, sin que se diera -más que en chispazos- oportunidad para una auténtica confrontación. Quienes días antes tuvieron ocasión de ver el debate entre Sarkozy y Hollande pudieron advertir la diferencia. Sencillamente, era otro juego, no solo por la autenticidad con que discutían los contendientes sino por las reglas de esa apasionada y áspera discusión. Algunos amigos sudamericanos me escribieron extrañados, como si hubieran visto un teatro absurdo.
Se han aportado varias ideas. Yo sería partidario del formato más abierto posible. El panel de "cuestionadores" se integraría con tres periodistas reconocidos e independientes. (La independencia, por cierto, no supone neutralidad sino una trayectoria de respeto a las reglas de la democracia). Las preguntas serían absolutamente libres, espontáneas, abiertas.
A los partidos y candidatos no se les permitiría el acceso previo a ellas. El escrutinio podría tocar todos los temas, sin excepción, y hacerlo incluso con ánimo provocador. La duración debería ser de tres horas, suficientes para que ningún candidato pudiese reclamar restricciones de tiempo o censura institucional. Esas son algunas ideas, pero el IFE (no los partidos) podría volver a convocar con urgencia a un grupo de expertos (ya lo hizo para el primer debate, pero sus sugerencias fueron desestimadas) para dar con el formato más adecuado.
Los debates han sido práctica común en Estados Unidos. Aún ahora, en la memoria pública sigue vivo el histórico debate Douglas-Lincoln de 1858 en torno a la esclavitud. Un siglo más tarde, los mexicanos nos enteramos de los estragos que una mirada hosca, la barba cerrada y un candidato elocuente y apuesto hicieron en Richard Nixon. Pero en el México de los sesenta, y por las siguientes tres décadas, a nadie le pasó por la mente convocar a un debate. ¿Cuál hubiese sido el derrotero si en 1988 hubiésemos tenido uno entre Salinas, Cárdenas y Clouthier? Fue lamentable que no ocurriese, entre otras cosas porque esa apertura de expresión política hubiera canalizado las tensiones que se acumularían a partir de entonces, hasta estallar en 1994. No es casual que el primer debate presidencial se diera ese año de rebeliones y magnicidios, pero fue anticlimático, como tapar el pozo ahogado el niño.
Aunque ahora parece improbable, hay otras ideas para el futuro: limitar la participación de los candidatos de partidos pequeños; dedicar recursos (que ahora se canalizan a los omnipresentes spots) a comprar "Prime time" en los principales canales de televisión; cambiar el escenario por el de un amplio auditorio, con un público con derecho a hacer preguntas concisas.
Esperamos seis años para tener debates de altura. No los hemos tenido. Ojalá que el segundo debate no nos remita al 2018 como horizonte de espera. En las condiciones actuales, sería una eternidad.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.