Sacas una de las tarjetas de la cartera. La máquina vertical la reconoce y sigues las instrucciones para tomar, un par de veces al día, una bicicleta pública que te lleva tal vez al trabajo, tal vez al metro o a un pesero. Dicen que, aunque que algunas veces el asiento se mueve o los frenos están flojos, esas bicis públicas en las que transitas son las más seguras, porque tienen luces delanteras y traseras, porque son llamativas, porque, sobre todo, no te permiten trasladarte a gran velocidad.
Normalizas el uso de la bicicleta. Mientras te acercas a tu destino, como más de doscientos mil habitantes de la Ciudad de México, otros miles más no lo hacen pedaleando bicicletas compartidas porque no residen ni trabajan por ahí, en esas zonas de altos ingresos, donde hay estaciones, o porque no tienen una cuenta bancaria o un recibo telefónico; pues quizá son jóvenes, a pesar de que son ellos, a su edad, quienes más se animan andar en bici, que también es un transporte público, ¿pero qué tan público? No te lo preguntas porque son preguntas invisibles. Porque como sea, celebras que a pesar de ser un sistema tan caro, para ti sea tan barato. No te preguntas si en otras ciudades del mundo se han propuesto membresías incluyentes, igualitarias, una oferta también para personas de bajos recursos, si podría pagarse en efectivo, como en Arlington, Virginia, donde cuesta dieciséis dólares, o como en Filadelfia donde instalaron unas sesenta estaciones en barrios más o menos pobres. Ni se te ocurre, o quizá sí, que aunque sea el primero en no exigir una tarjeta de crédito, de qué manera nuestro sistema de bicicletas compartidas al que te has acostumbrado puede ser una estrategia contra la desigualdad o que, como mínimo, no procure la disparidad.
Tú más bien avanzas por la estupenda nueva ciclovía de Avenida Revolución. Te sorprende que te protege con postes blancos y jardineras de los autos, que por fin no tienes que serpentear calles, y que el suelo es, para variar, liso. Deseas que se sacrifiquen carriles para hacer más y más ciclovías exprés que atraviesen la ciudad. Aunque algunos de los cinco millones de automovilistas que circulan por la ciudad enfurezcan. Fantaseas con que se planee una red de carreteras, que como en París, a pesar de su invierno maldito, permitirá cruzar de norte a sur y de este a oeste.
Mientras tu cuerpo pedalea, ese aprendizaje que nunca se olvida, y ese estado de alerta se enciende, no lo sabes pero tus neuronas se duplican, incluso triplican, se multiplican al cabo de los días, y se activan más neurotransmisores, se habilitan, trayecto a trayecto, más conexiones. Tu cerebro es una noche de fuegos artificiales, crece en vez de envejecer y encogerse en, por ejemplo, el tráfico.
Conforme pasan los minutos y sientes que tus muslos enrojecen produces endorfinas y cannabinoides. Llegas con un estadazo a la oficina.
Ciudad de México