Retrato de un obrero tallista, Gabriel Fernández Ledesma, 1926.

El talento es de quien lo trabaja

Para el ¡30-30! el artista no podía ser el desobediente hijo de un abogado que había preferido ser escultor en vez de notario, ni el heredero del apellido y la fama de tíos y abuelos pintores. 
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I. La revolución llama a la puerta

Las ventanas de los negocios, las puertas de las casas, los edificios, y hasta los faroles de luz y las banquetas, amanecieron, un día de 1928, tapizados de carteles. El grupo rebelde que se hacía llamar ¡30-30! (por el famoso rifle Winchester que usaban los soldados de Francisco Villa) había aprovechado las frías horas de la madrugada, el pesado sueño de los vecinos, el descuido de los gendarmes y la soledad de las calles para pegar copias de su plan revolucionario en todo el centro de la Ciudad de México.[1] A lo lejos, los carteles parecían manchas de sangre que escurrían de las paredes. Impresos en papel rojo, en letras negras, gruesas y contundentes, se leían los diez puntos no de un pliego petitorio, sino de un ultimátum contra:

i. Aquellos escultorzuelos de los que no se pueden aprovechar sus cráneos ni para tallar en ellos el más humilde molcajete.

ii. Los abortos y fetos artísticos que salen de las cloacas inmundas de la madre academia.

iii. Los salteadores de puestos públicos y todos aquellos que les ayudan, que no son sino borregos: sus corbatas son el cencerro que merecen portar colgado al cuello.

iv. Las paredes de la academia, [que] no han tenido la fortuna de amparar más que a verdaderos criminales que despilfarran los dineros de la nación.

vi. Los profesores de historia del arte académica, fonógrafos que cacarean sus viejísimos clásicos.

No habría mesa de negociación. No se firmarían acuerdos. La Escuela Nacional de Bellas Artes –la Academia– era una de las últimas trincheras contrarrevolucionarias y debía extinguirse, como lo había hecho ya el Porfiriato.

 

II. El talento es de quien lo trabaja

En una fotografía de 1911 puede verse a un pulcro estudiante de la Escuela Nacional de Bellas Artes entre columnas neoclásicas, techos altos y arcos de medio punto. Vestido de traje y corbata, con el pelo engomado y tan tieso que parece una escultura decimonónica, el alumno copia cada detalle del cuerpo humano en un pizarrón, mientras tres profesores esperan la más ligera desviación del modelo anatómico para reprobarlo. Esta foto es el ejemplo elocuente de todo lo que el grupo ¡30-30! detestaba. Las aulas de la academia eran bodegas donde se fermentaban las ideas del siglo pasado, la cátedra del profesor era como un tufo que irritaba los ojos de los estudiantes quienes, por su parte, no hacían más que regurgitar las lecciones que les eran administradas. En general, el arte era un ejercicio masturbatorio de la elite del país.

Para el ¡30-30! el artista no podía ser el desobediente hijo de un abogado que había preferido ser escultor en vez de notario, ni el heredero del apellido y la fama de tíos y abuelos pintores. Había que desalojar a las camadas de la burguesía. Y es que los críos de la academia, encerrados en sus palacetes porfirianos, se entregaban a una práctica ociosa y alejada de las masas. Reproducían escenas de la mitología griega y romana, repetían parábolas bíblicas o hacían los retratos de las familias adineradas. Uno que otro pintaba un hito de la época prehispánica; ocupándose de los indígenas del pasado, ignoraban a los del presente. Así como el zapatismo denunció, en 1911, que las tierras, los montes y las aguas estaban en manos de unos cuantos,[2] en 1928 el ¡30-30! señaló que los burgueses habían sido, ya por demasiado tiempo, dueños del arte.

Con José Vasconcelos, Alfredo Ramos Martínez y Diego Rivera en puestos clave de las instituciones culturales, se fundaron las Escuelas de Pintura al Aire Libre en los poblados foráneos de Xochimilco, Tlalpan, Coyoacán, Chimalistac y la Villa de Guadalupe, y Centros Populares de Pintura en los suburbios de Nonoalco y San Pablo.[3] La nueva generación de artistas estaría integrada por obreros, indígenas, mujeres y campesinos, quienes pintarían su realidad y no los temas favoritos de la academia.

Además de crear una fuente de trabajo para estos grupos y de democratizar el arte, Laura González Matute, especialista en el tema, repara en lo que bien se puede llamar “la revolución de la enseñanza artística”:           

El muchacho, para trasladar a su tela [el] asunto, tiene que razonarlo [y] entenderlo, descubriendo sus relaciones y organizando sus elementos. Este orden, esta organización, la academia se le daría ya hecha, [en] una fórmula para lograrlo sin mucho esfuerzo.

En [las Escuelas de Pintura al Aire Libre] el muchacho está obligado a crear por sí mismo, se le obliga a razonar […] no pinta por que sí, a las tontas, como lo haría el dueño de recursos académicos. Lo razona todo, lo pondera todo, y sus audacias son la revelación y la expresión de sus razonamientos y su lógica.[4]

El grupo no solo cambió la pedagogía y el perfil de los alumnos, también expuso sus obras y las de sus estudiantes en espacios populares –como las oficinas de la cervecería Carta Blanca–,[5] vendiéndolas a precios que oscilaban entre tres y cien pesos, de modo que el pueblo pudiera comprarlas. Un pintor lo resumió de esta manera: “termina una época con la decadencia de una clase y empieza otra era de pintura más popular”.[6] Así, el ¡30-30! fue uno de los atentados más emocionantes contra el arte elitista.

 


[1]Ver Laura González Matute, Carmen Gómez del Campo y Leticia Torres Carmona,¡30-30! Contra la Academia de Pintura, 1928. Estudio y documentos, cenidiap-inba, 1992.

[2]Punto 7º del Plan de Ayala, 25 de noviembre de 1911.

[3]Ver¡30-30! Órgano de los pintores de México, número 1, julio de 1928 y Laura González Matute, Carmen Gómez del Campo y Leticia Torres Carmona,¡30-30! Contra la Academia de Pintura, 1928. Estudio y documentos, cenidiap-inba, 1992, pp. 36-40.

[4]M.C., “Las Escuelas de Pintura al Aire Libre”, en ¡30-30! Órgano de los pintores de México, número 1, julio de 1928, pp. 6-7.

[5]Op. cit., pp. 62-64.

[6]¡30-30! Órgano de los pintores de México, número 1, julio de 1928 p. 12.

 

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(Ciudad de México, 1986) estudió la licenciatura en ciencia política en el ITAM. Es editora.


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