Contra todo pronóstico, Diarios 1956-1985 (Lumen, 2015) es un libro nuevo, a pesar de que más de la mitad de sus páginas habían circulado con el título de Retrato del artista en 1956 ya desde 1991. Fue entonces cuando pudo hacerse público por fin, a la muerte de Gil de Biedma, el contenido íntegro (pero revisado) del diario que había escrito a sus veintiséis años: sin censuras, sin disfraces y sin miedo. Apenas dos años antes de su publicación, en 1989, había negado a Dionisio Cañas la autorización para hablar con transparencia de su homosexualidad y había explicado por carta al profesor las razones de ese veto (que asumió Cañas): destruiría en gran medida la estabilidad de su posición empresarial en Tabacos de Filipinas y acabaría con la paz familiar, esa misma paz que protege la última carta recogida en su epistolario, El argumento de la obra (2010). Va dirigida a su hermano Luis para comunicar la dimisión de su cargo ejecutivo por razones de salud. Pero no está escrita por nuestro Gil de Biedma sino por otro Gil de Biedma que habla con frases hechas, omite todo guiño irónico, solemniza la voz y cumple con su papel irrestrictamente: formalidad envarada y cortesía diplomática. Para entonces, el sida está acabando con su vida a los sesenta años.
El biógrafo del que aún carece Gil de Biedma (más allá de la publicidad engañosa de Miguel Dalmau) tiene mucho trabajo por delante desde hace ya algunos años porque el cuadro ha empezado a cobrar una dimensión pública inesperada y más compleja, más sugestiva y esquinada también. Las trescientas páginas nuevas de este volumen son suculentas y a la vez insuficientes, pero indispensables, y lo son también los rescates de última hora que llegaron a la edición de su obra a cargo de Nicanor Vélez, en Galaxia Gutenberg, como lo son algunas de las aportaciones a estos diarios y a su correspondencia, a cargo de Andreu Jaume y su exquisita petulancia. Con estos nuevos materiales, petulantes o no petulantes, y con los detalles que aporta la biografía de Juan Marsé escrita por Josep M. Cuenca (y que es sobre todo un archivo de documentación biográfica), la imagen empieza a cobrar un fondo nuevo e incluso varios puntos de fuga demasiado diluidos hasta ahora.
Sin embargo, no logro deshacerme de una intuición que sigue tan terca como incómoda. No es fácil formularla, pero predice que el efecto de la mejor poesía de Gil de Biedma es particularmente hondo en torno a la primera edad madura del lector y pierde algo de su intensidad y de su vértigo cuando ese mismo lector se adentra en su madurez en fase, al menos, soportable. La prosa de Gil de Biedma desmiente y hasta derrumba sin paliativos semejante idea pero su poesía demasiadas veces la ratifica, como si el tiempo empeorase al poeta Gil de Biedma sin dañar en cambio al prosista, al ensayista, al diarista. Por decirlo así, no me he quitado de la intriga irónica que intrigó al Gil de Biedma de treinta y tantos: “A veces me pregunto / cómo será sin ti mi poesía”, es decir, qué será de su poesía cuando no viva ya el crápula romántico, irónico, sentimental y calavera, el yo juvenil y ansioso e incansable que creía venir a llevarse el mundo por delante, como todos los jóvenes, en verso memorable y a la vez estrafalario, enigmáticamente seguro de lo que dice y puerilmente cándido.
Apenas existió esa poesía futura, como no fuese para acabar de aporrear el ataúd con el cadáver del joven Gil de Biedma dentro. De esos martillazos salen unos estupendos Poemas póstumos que no lo son, o lo son solo en la ficción de su poesía, concebidos muy in vita y casi nada in morte. Pero son el epílogo necesario a una película sentimental, más nostálgica y hasta sentenciosa de lo que quisiéramos. La intuición que alimenta su poesía –el desaliento de la pérdida o la tediosa desesperanza de la madurez– atrofia o incluso aborta la posibilidad del poeta encarado al resto de su vida: no hay nada que celebrar, no hay nada que decir, no hay nada que exprimir después de los treinta y tantos. El autor de cincuenta años no está ni quiso estar en su poesía, aunque tuvo tiempo para existir y existió en “el vértigo de la felicidad” de su relación con Josep Madern hacia 1978, a la vez que vivía como náusea su neurótica aprensión hipocondríaca y confirmaba su desinterés por escudriñar con los poemas esa zona vital mesetaria y carencial, desposeída de la juventud, de su nervio y de su empuje.
No quiso ni supo querer que su poesía anduviese por laberintos ajenos al destello de la luz de la piscina, los amigos con el torso desnudo, la dentadura inmaculada, la impaciencia a flor de piel y el futuro como puro presente. El futuro siguió fuera de la poesía de Gil de Biedma y esa ausencia es parte de mi secreta decepción, como si allí residiese el desengaño ante un poeta a medio camino del gran poeta que pudo ser y no fue. Desde la íntima complicidad que unió a Gil de Biedma y a Joan Ferraté no es fácil adivinar el sentido exacto de algunas de las frases que escribió el crítico y ensayista en el prólogo a Colección particular, la antología que no llegó a circular de 1969. Ferraté ya sabe de un modo u otro del desistimiento de Gil de Biedma. Hacia el final, medita sobre la ausencia de interlocutor que puede aniquilar su escritura porque “no tiene ya con quien establecer diálogo en su poesía”, como si la desaparición física y moral del Gil de Biedma juvenil dejase sin tema al poeta maduro. Pero Ferraté se resiste a esa despedida definitiva, con buen sentido, y anuncia que, diga lo que diga Gil de Biedma, “le queda todavía mucha vida por delante, la más interesante, que es la vida impersonal, la única donde no hay derrota” y donde ni el propósito ni el sentido tienen lugar porque “ya todo es, simplemente, obra”. Es enigmático, desde luego, pero conjeturo que combate de modo muy enrevesado la voluntad de Gil de Biedma de dejar la poesía y ofrece la promesa del tiempo por vivir “más interesante”. Muy pocos meses después, Gil de Biedma ratifica su inhibición: “es probable, casi seguro, que no vuelva a escribir poesía en cierto tiempo –y es posible, temo, que no vuelva a escribir” (abril de 1969).
En la intimidad del diario acecha esa decisión al menos desde 1965, sin ambición de nada demasiado concreto: “a partir de los treinta y tantos” se “padece demasiado de soledad y nuestra vida resulta desmoralizadora”, incapaz Gil de Biedma de huir a reflexiones sobre sí mismo “decididamente sombrías: me parece estar sometido a un proceso de deterioración al que no tengo fuerzas ni ganas de oponerme”. Su poesía no iba a ingresar ni a participar de la nueva ruta vital ni iba a estar en la mano de Gil de Biedma explorar la plenitud y la decrepitud –irónicas, paradójicas, fascinantes– de la vida de la madurez después de la euforia de los treinta años. Más de una década después, todo está resignadamente bien: “tengo cuarenta y ocho años y tenerlos no me gusta, como tampoco me gusta el considerable fardo de escepticismo y falta de ilusión que la edad me ha echado encima”.
Y sin embargo, en este instante y en este tramo vital, “ser feliz a mi edad es serlo como no lo había sido nunca: como estar en lo alto de un monte y ver el mundo, ver los tiempos; es la vida sin fechas, ayer, hoy y mañana, y el contemplador ya casi no soy yo”. El miedo a que esa felicidad madura en torno a 1978, con cincuenta años, desaparezca se solapa con la angustia del último round, la última oportunidad, cada vez más atrapado en la inspección ensimismada de su deterioro biológico a causa de la reapertura de las heridas de la tuberculosis de sus veintiséis años. Es entonces cuando ratifica, en la plenitud feliz de su relación con Josep Madern, una antigua convicción: “creo que me ha servido –la escritura del diario– para averiguar un poco acerca de mí mismo, en esta altura de la vida. Insistir no llevaría a nada”. El largo abandono en que ha dejado al diario en los últimos meses de 1978 solo anuncia el abandono definitivo y no a causa del “estupor de la felicidad” en que se siente vivir entonces, ni al “estupor veraniego”; es otra cosa: “escribir ya no me es necesario”, ni siente la necesidad de “decir nada de particular, nada en particular, ni a los demás ni a mí mismo”, a pesar de que el título de la colección de cincuenta poemas de sus cuarenta años, en 1969, se titulase precisamente Colección particular. Al final del diario de 1978 solo ratifica la intuición con la que empezó esa averiguación íntima meses atrás: “ya no soy aquel”, muy seguro de que “mis ganas y mi necesidad de escribir casi no existen”, y es ya una verdad irrebatible “que he dejado casi de ser escritor”, aunque tampoco ha empezado a ser otra cosa, “ninguna otra cosa”, como sabe desde hace muchos años, al menos e inconfundiblemente desde 1968.
Mi inquietud de lector no está en el silencio o el abandono de la escritura sino en el desengaño que causa la carencia de una poesía que reclama o demanda esa continuidad. Debía estar ese tramo del cumplimiento vital para hacer completo al poeta, pero no está, ni está la plenitud posible del poeta Gil de Biedma, abolida por el miedo o la charca de la madurez. El poeta renuncia a metabolizar líricamente el sentido de la precariedad y la plenitud simultáneas; reduce su campo de maniobra y parece acotar su mundo sin cumplirse, o cumpliéndose como un poeta a medias. El romántico irónico y contradictorio está en la prosa, sin embargo, y es seguramente el mismo al que Gabriel Ferrater renunció de antemano a conocer para sí mismo, sacándose del mapa en las vísperas de sus cincuenta años, ambos radicalmente inadaptados y voluntariamente ausentes (como poeta uno y como ser vivo el otro) del desfallecimiento gradual de envejecer. Ninguno de los dos vivió ni los prolegómenos de la vejez, ni los avisos de la decrepitud, ni siquiera los primeros síntomas graves del acabamiento.
Y sin que en Gil de Biedma golpee rítmicamente la fantasía del suicida que sí martillea en la intimidad de Gabriel Ferrater, la lucidez se agolpa a las puertas de los cincuenta años para certificar sin reservas el sindeseo de envejecer y el rechazo a la propia decrepitud: “lo que he descubierto ahora, siendo feliz, con una certeza que se ha ido haciendo cada vez más consciente, día tras día –escribe Gil de Biedma–, es que hay una parte de mí que ya no desea vivir mucho más. Que si no es en ciertas condiciones, no considero que la vida –por muchísimo apego que le tenga, y ciertamente le tengo demasiado– sea un bien cuya conservación durante un tiempo lo más prolongado posible deba anteponerse a todo”. No es un suicida; es un pragmático que no ha perdido la incombustible resolución de ser feliz y por tanto, y a pesar de las heridas pulmonares reabiertas, “no estoy dispuesto de ninguna manera a llevar una vida más ordenada”. Pero nada va a resucitar al poeta Gil de Biedma y nada de esta vivencia nueva de la madurez, asustada y feliz a la vez, servirá para nutrir su poesía. Su tema no ha sido el paso del tiempo y el envejecimiento sino la ausencia misma de la juventud y la experiencia del infinito, del presente perpetuo y la incandescencia sin desmayo.
Cuando Gabriel Ferrater lee en 1959 los poemas de Compañeros de viaje, ya lo ha entendido. Detecta en el libro “el camino hacia la aceptación de la vida como es”. Se lo explica por carta porque Ferrater está viviendo la experiencia de esa sensatez cobrada sin querer y sin desearla, ese ser sensato porque “nos lo son”, “porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos”. Esa evidencia “nos coge por sorpresa” –a los dos: 30 años Jaime Gil, 37 Ferrater– porque ha llegado con la edad y sin ruido, por su cuenta, para dejar blandos los músculos, vacía la ambición, entibiado y confuso el corazón. Cuando esa evidencia se instala del todo en Gil de Biedma, se esfuma el instinto lírico e ingresa el autor en la convalecencia que deja sin razón a la razón poética. Ya hacia 1965 medita sombríamente sobre sí mismo, sin que la imaginación sea capaz de fijarse en nada de interés moral: “ni una idea de poema, nada que tenga necesidad de decir”, exactamente igual que cinco años después, a sus cuarenta años, y exactamente igual que quince años después, a sus cincuenta. Culminada la “desmoralización que, en el fondo, constituye para mí la esencia del vivir”, Gil de Biedma deja de interesarse en el sujeto que vive la prolongación de la edad adulta en forma de madurez y deja de existir razón alguna para escribir, o al menos para escribir poesía. Ni la madurez ensombrecedora ni la posible plenitud de la madurez son ya temas de Gil de Biedma porque su tema es la pérdida o la ausencia de lo ilimitado, de la expectativa sin fin.
Por eso se pinta como poema concluso y no como poeta activo apenas traspasados los cincuenta, en una antológica contraportada para la edición de Las personas del verbo, en Seix Barral, 1982. Había acabado el tiempo del poeta posible porque en la última década “he aprendido, bien o mal –bien y mal–, a ser un encajador”, un encajador de frustraciones y carencias. Es “un aprendizaje modesto pero absorbente, que apenas permite escribir poemas”, lo cual no deja de ser un giro irónico para decir la verdad cierta del abandono de la poesía por desinterés en la sustancia moral de su edad, su experiencia y sus sentimientos de madurez. Si “Pandémica y celeste” es uno de los poemas que más quiso Gil de Biedma, también es uno de los más transparentes en la confesión de la impotencia lírica del hombre plenamente adulto, o la profecía de su final. El sentimental vigilado y hasta encadenado que hay en Gil de Biedma sabe que el ensueño de envejecer feliz y en paz consigo mismo, el deseo de “aplastar los labios invocando / la imagen del cuerpo amado”, habrá de dotar de fuerzas al corazón y la inteligencia para sobrevivir en el desierto de la edad, en la nada sumisa de una vida confiada ya solo a la memoria y la nostalgia insuficiente. Esos labios aplastados sobre los cuerpos “deshechos por el tiempo” y por el paso de los años estarán ahí “para pedir la fuerza de poder vivir / sin belleza, sin fuerza y sin deseo, / mientras seguimos juntos / hasta morir en paz, los dos, / como dicen que mueren los que han amado mucho”. No hubo ya combustible para la lírica ni razón para indagar en la etapa incierta y precaria, pero paradójicamente también gozosa y feliz, que registran las notas íntimas de 1978.
La energía lírica de Gil de Biedma se agotó en la pérdida y renunció a fisgar y explorar en la meseta de la edad, en el tiempo de fiebres menos tiránicas y pulsiones menos obsesivas. Hoy sabemos que fue entonces feliz como nunca lo había sido y tuvo el miedo que nunca había tenido a perder “el vértigo de la felicidad”. Esa confidencia estuvo en la prosa pero ya no en el verso. No hubo poema que abordase esa encrucijada turbia o esa perplejidad irónica, indiferente ya a la poesía cuando el tránsito a la madurez ha culminado: no tuvo otro tema que el fin de los buenos tiempos o la pérdida de la insensatez. El poeta desaparece desde sus cuarenta años porque la persona ha aclimatado sin amargura su vida a su madurez; rendido a la placidez y al miedo a perderla, no hay ya poema. La conquista de ese estadio sensato descarta a la lírica como medio intelectual o sentimental de conocimiento, pero también suscita la frustrante decepción por el poeta que abandonó el campo de batalla cuando posiblemente la batalla acababa de empezar: cuando todo empezaba de veras a ir en serio. ~
(Barcelona, 1965) es catedrático de literatura española en la Universidad de Barcelona. En 2011 publicó El intelectual melancólico. Un panfleto (Anagrama).