El Zoológico del Bronx

Una visita al zoológico del Bronx en busca de un encuentro cara a cara con un gorila.  
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Desde hacía tiempo me rondaba la cabeza la idea de ver a un gorila. O en su defecto a un primate. Conservaba la esperanza de que al verlo a los ojos tendría algún tipo de revelación como la que tuvo Argel, un niño de tercero de primaria al que le di clases y que escribió esto:

 

ANIMAL

En mi corazón

vive un gorila.

Cuando me enojo

me dice, “Ven conmigo

a caminar

a través de la niebla.”

Y yo respondo, “Sí.”

 

Muchas de las personas a las que quiero y respeto sienten que hay algo profundamente triste en los zoológicos. Entiendo perfectamente sus razones en contra de este tipo de lugares y también comparto la indignación que causan los confinamientos injustos. Sin embargo, a favor de los zoológicos encuentro el poco popular –aunque a veces progresista– espíritu de conservación. Y cada tanto, disfruto mucho hacer una visita.

Tengo que decir que el zoológico del Bronx es el más grande que yo haya visto. Está en medio de un parque y tiene un río que lo atraviesa. Sin duda alguna la población más grande de animales es la de los roedores, ya sean ratas o ardillas, que al parecer no tienen ningún empacho en compartir el espacio abierto con bisontes, jirafas o leones.

La distribución del zoológico es bastante particular porque va de regiones del mundo a zonas temáticas. Así, pasé sin mucho detenimiento por las Tierras Altas de los Himalayas y las Planicies Africanas para descubrir con tristeza que afuera del “Congo Gorilla Forest” había una caseta en la que se cobraba una tarifa extra por entrar. Esto me desilusionó bastante, y como hasta el morbo tiene un límite decidí no pagar esa considerable suma extra que me permitiría descubrir –a través de un cristal– el mundo íntimo de los gorilas. Más adelante me enteré por boca de otro visitante que ver a los gorilas es más caro que ver a los tigres, pero más barato que montar en el lomo de un camello.

Después del desaire gorilesco tuve la fortuna de encontrar una banca sombreada frente a un grupo de cuatro osos que retozaban en el agua. Viéndolos revivía en mí el viejo temor infantil a que un animal salvaje pudiera comerme de verdad. Este antiguo temor a las bestias, mediado por una fosa de unos siete metros de profundidad, se convertía en una vieja ilusión, en algo más parecido a la nostalgia.

Ya enfilando hacia la salida, encontré a las zebras pastando mientras “Menea tu chapa” se escuchaba del otro lado del muro que divide al zoológico de la calle. A las zebras parecía no importarles el volumen.

También vi a unos babuinos, eran dos y se estaban quitando unas pulgas de encima, pero ni ellos ni yo nos pusimos demasiada atención.

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