-Émile Cioran-

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Cioran declaró su fobia por Freud. No era la única suya, por cierto. La fobia es una defensa ante algo o alguien que se siente como adversario temible. Las mil páginas de sus Cuadernos1, de edición póstuma, acreditan un ejercicio de autoanálisis y pagan, por paradoja, su deuda con Freud. El temor de Cioran era caer seducido por el inventor del psicoanálisis. En efecto, si se considera, como él mismo lo hace, que el rechazo del nacimiento es la obsesión y el falso problema que constituye el núcleo de su pensamiento —patente en libros como La tentación de existir y Del inconveniente de haber nacido— es posible buscar la escena que da lugar a esta fijación que es la imposible tarea y el irresistible estímulo de su escritura. Él la proporciona: es la muerte de su madre.
     El 18 de octubre de 1966 anota el hecho y empieza el proceso de su reconocimiento: “Cuanto tengo de bueno y de malo, todo lo que soy, lo he tomado de mi madre. He heredado sus males, su melancolía, sus contradicciones […] Todo cuanto ella era se ha agravado y exasperado en mí. Soy su triunfo y su fracaso”. Al día siguiente es más explícito: “La muerte de mi madre es como mi muerte porque me ha transmitido todos sus trastornos. Ahora sé a qué atenerme respecto a mi porvenir”. Muerta, su madre es como si nunca hubiera sufrido ni existido. El hijo, tampoco. Sólo le queda la desesperación a medias del final. Y una esperanza trascendente, la Iluminación de ver el Rostro de la Madre.
     Fobia: temor y oculta fascinación. La madre no se limita a ser un cadáver con el cual el hijo se identifica. Reaparece obsesivamente. Una mujer embarazada le produce disgusto y náuseas porque le hace pensar que su madre, cuando lo llevaba en su vientre, debía parecerse a aquel horror. Entonces se desprende el recuerdo nuclear de su historia, el momento en que su madre —él tendría unos veinte años— le dice, tajante: “Si lo hubiese sabido, habría abortado”. Esta escena da lugar a esa “idea de nacer” que es, para Cioran, más terrible que la de morir, “porque reúne el terror con la visión del inútil nacimiento”.
     Nacer es romper un pacto. Cioran lo ha roto. Pero Cioran es su madre y, antes de nacer el hijo, sólo existe, como sujeto, ella. Es la madre quien ha roto un pacto, el de no parir. La pregunta se abre y no desagua en respuesta. ¿Con quién pactó la madre? La falta de respuesta es el callejón sin salida donde Cioran se instala a escribir. No avanza y se sorprende de no avanzar. La capacidad de sorprenderse en su inmovilidad es lo que mantiene viva su tarea de escritor (aunque él volvería a rechazar el sustantivo: alguien que escribe no es un escritor).
     Tema imposible —pero tema, al fin, desde el principio—, necesidad de desembarazarse del nacimiento, grito trágico que conmueve la mitología de Asia y Grecia pero que no puede proferir ningún cristiano, para el cual la vida es un don, el nacimiento del hijo indeseable es la fábula del acceso a la vida que conduce al sepulcro, razón suficiente para detestarlo. El nacimiento, no la vida. Vale la pena retener la diferencia, porque para Cioran estar vivo es un tejido de elementos contradictorios entre los cuales figura el placer del instante. Tejido de madre, del desamor materno que une la necesidad de humillarse y deshonrarse con la de ser desconocido y reconocido, con el rechazo del matrimonio y la paternidad —y todo cuanto empieza, promesa de muerte—, con la suprema indiscreción de nacer que da lugar al error de la existencia, suerte de enfermedad necesaria y estimulante, un resfriado espiritual que se contrae al tomar frío durante el parto. Sin aceptar el tópico cristiano del don —incluido el don del buen morir, que da acceso a la inmortalidad—, del trágico amor de Dios por la criatura, Cioran admite, sin embargo, la muerte como la utopía de un estado espiritual perfecto: no querer nada ni a nadie, no exponerse a morir ni a perder. ¿Perfección espiritual de quién? ¿Se es alguien después de morir como para aspirar a la perfección? Un residuo de su extinta juventud mística silencia las respuestas.
     Hay otra utopía en Cioran, simétrica de la anterior: “la nostalgia del mundo prenatal”. Es un oscuro sentimiento, un decir interno, un momento metafísico. En efecto, si entendemos por metafísico lo ajeno a toda experiencia, nuestra vida prenatal lo es. Nadie puede recordar como propio algo anterior a la constitución de la subjetividad, en especial a la adquisición del lenguaje. Pero, de nuevo: ¿no será la madre quien evoca lo prenatal, la dualidad madre-hijo? Ella no se quejó del embarazo, sino de haber parido un hijo vivo. Una vuelta más de tuerca, la que da comienzo a eso que Cioran define como su “carrera de aborto elegíaco”.
     Lo menos oscuro de esta supuesta memoria prehistórica del sujeto es la vivencia del nacer como pérdida. Algo se ha perdido, algo desconocido, pérdida pura y abstracta. Cabe preguntarse quién pierde. Desde luego, la madre al desprenderse del hijo. Pero también el hijo pierde la protección del seno materno, lugar puro —puro y mero lugar, quiero decir— donde el espacio no tiene tiempo y las cosas no son objetos porque carecen de nombre.
     Para compensar tanto descrédito y tanto desprecio, Cioran erige una suerte de megalomanía personal, la de creerse la excepción del universo: “Tipos como yo nunca habrían debido existir. Soy el producto de un descuido, no estaba previsto en los decretos de la Creación”. Desde esta postura, se reprocha no haber hecho nada para impedir su nacimiento. Es notoria la fantasía omnipotente que impregna estas palabras porque nadie puede elegir no haber nacido. Se nace por el querer de otro y sólo un inmenso y nuevo Narciso podría creerse fruto de una excepción a la legalidad universal.
     Aquí entra un poco de filología. En francés, faute vale a la vez como falencia y pecado. Nacer es perder y perderse, podríamos glosar en castellano.
     Nacimiento y culpa son conceptos correlativos. Estaría tentado de decir: culpabilidad objetiva, una falta de la que no se es responsable, aunque se pueda imaginar que se lo es. Por ello, puedo atribuirme la culpa de mi nacimiento pero nadie me considerará culpable. ¿En qué medida soy responsable de mi nacimiento? Lo soy porque estoy contento de haber nacido.
     En cuanto a la requisitoria de culpa, la atribución no es difícil: la madre. La respuesta del hijo se articula aceptando la culpa y haciéndola personal: no nací por haberlo querido pero vivo como si lo hubiese decidido, por lo que ofendo a mi madre y me hago responsable de la ofensa.
     Esta decisión de alegría y culpa convierte la vida en un infierno cuyos instantes se cuentan como milagros. Ya sabemos que el Infierno es un lugar de castigo para los pecadores y que el dantesco Inferno es, según Cioran, el más bello libro jamás escrito. Además, los habitantes del Infierno son irredimibles. Lo único que da sentido a sus vidas es el miedo a la muerte. Más aún: es éste el temor esencial de la vida.
     Ahora bien: este pecador que ha asumido la fatalidad de nacer como si fuera un acto voluntario, subraya la importancia de tal voluntad y se eleva a la categoría de santo por medio de la necesidad de ser único y por el ejercicio de un impulso conquistador. Un modelo humano que lo lleva, según se ha visto, al fondo del Infierno.
     Ser único, este santo a quien la economía de la Creación condena, es solitario, insomne (teme a desaparecer en el sueño), habita una vida inconcebible (la vida es unidad, en cuanto se la quiere concebir, se la escinde), se siente autor de fragmentos y metido en una epopeya destructiva. Escribir es alimentar una fantasía: la aniquilación de la escritura. Se vive por la palabra pero a costa de sacrificarle el decir. Tales incisos podrían constituir un código de conducta del Individuo Único, el santo condenado y el constructor de destrucciones. Obviamente, hay aquí pares de opuestos. ¿Se trata de contradicciones o de aporías? Lo veremos.
     De momento, este rechazo por el acto o mero hecho fatal del nacimiento, tiene un efecto fuerte: borra el origen. Cioran no quiere ser rumano, se marcha de su país, cambia de lengua al escribir, se resiste a la asimilación de París, ciudad que es el modelo de cuanto detesta. El hombre sin origen está disponible y, al desprenderse de la mayor determinación de la vida, que es la herencia recibida al nacer, se proclama libre. La suya es una libertad abstracta, huera de programas y proyectos, sin semejantes a la vista. No es una libertad activa pero, al menos, es un sentimiento de libertad. Su admirado Dostoievski le provee una fórmula: ser libre es haber ganado la indiferencia ante el hecho de existir o no existir. Somos libres, en conclusión, cuando la muerte no nos da miedo ni esperanza. Es una vieja salida estoica, si se quiere, que a Cioran le viene de diversas lecturas predilectas, Séneca y Montaigne en primer lugar.
     Hay otra opción que consiste en activar esta indiferencia y dar una respuesta al nacimiento que no hemos elegido: el suicidio. Frente a la impersonalidad de nacer, un acto personalísimo, “la suprema revancha del yo” contra la fatalidad genética del otro (la otra) que ha impuesto la vida/muerte. “Me gustaría ser desastrosamente libre, libre de todo. Libre como quien nace muerto”. Su deplorado Hegel no habría hallado mejor aforismo para ilustrar su noción de libertad abstracta, libertad para nada, libertad en la nada.
     La anterior es una zona que podemos calificar de materna. Ahora corresponde preguntarse dónde está el padre en Cioran. A veces, en la fantasía que provee esa novela alternativa que es nuestra otra vida, la que está siempre en otra parte, Cioran quiere ser hijo del verdugo y padre del asesino, de dos varones que hagan lo que él ronda como intelectual y rehuye en su existencia: matar. Desde luego, estas opciones imaginarias no se plantean qué lugar tendría el hijo/padre en ese juego. Para empezar, sería otra persona. Rellena la ausencia del padre provocada por la construcción de la muralla materna, habría sí, entonces, patria, sentimiento de pertenencia, fidelidad a la lengua rumana. Este inciso es importante, porque Cioran halla en el rumano esa intimidad de la palabra y esa capacidad de confidencia que no encuentra en el francés, una lengua retórica, administrativa, dominada por un ideal de corrección. No advierte, quizá, que escoger el francés es ejercer una libertad concreta. Más aún: elegir padres, tradiciones, historia literaria y lingüística. Nunca será suficiente su reconocimiento a Pascal, al citado Montaigne, al duque de Saint-Simon. Y a Paul Valéry, que le enseña la economía retórica del aforismo y el fragmento. Y a André Gide, que le propone un modelo de diario sin fechas.
     ¿Tiene nombre el auténtico padre de Cioran? Sí, es Notre Père le Cafard. A veces, en lugar de invocarlo en francés, lo hace en alemán (otra de sus fobias): Schwermut. Podríamos traducirlo al español: muermo. O al argentino: mufa. Es su estado de ánimo más frecuente. Por mi parte, me permito considerarlo su ejercicio espiritual favorito, el hastío, la postración, el cansancio de vivir que compensa de la angustia. Y ya estamos de nuevo con el estoicismo.
     Rechazada la madre y borrado el padre, Cioran está en libertad de determinarse a ser. Se manifiesta escéptico (aunque con cierto frenesí, con una especie de energía escéptica), fundamentalista, nihilista. Piensa a saltos y enarbola una lógica de la incoherencia. El yo que dice en sus cuadernos es fluctuante, intermitente. Es un yo que alberga el secreto de la subjetividad, su verdad oficiosa. Es lo opuesto al sí mismo (en francés la oposición es más fácil de enunciar: je/moi). El moi resulta estable, continuo, portavoz de su propia verdad oficial. Coincide siempre consigo mismo, en tanto el je disiente siempre de sí mismo. El resultado —¿formal?— de su escritura es el fragmento, un discurso sin principio ni fin que irrumpe y se interrumpe para desaguar en un objeto encuadernado en forma de libro.
     Cioran celebra el próximo fin del mundo y la extinción de la especie humana como si no le incumbiera la escena. Ejerce una libertad abstracta, la de quien no cuenta nada para nadie y carece de prójimos. Está absolutamente disponible pero no para la acción sino para la inacción. Frente a la irrealidad del Ego, institución social, erige la realidad de la Persona Única, que no tiene quién lo reconozca. Vive en una serie de momentos discontinuos, de aisladas iluminaciones de la conciencia, al modo como Descartes concluye que si no pienso, dejo de existir. Se define como impostor pero no en el sentido corriente de engañador, sino como alguien que no puede expresar nada por guardar una excesiva distancia respecto a las cosas. Alguien que quiso ser santo y se quedó en saltimbanqui, metafísico pero saltimbanqui.
     No obstante, hay algo que no pasa, que permanece, que insiste, que, de última, fija una identidad, aunque sea una titilación de identidades sobre el gran cielo nocturno de la nada: la palabra escrita. Y más aún, algo que Cioran acaba admitiendo: escribir es apelar, demandar al otro, aunque sea un lector sin rostro, sin fecha, sin lugar. Escribir es invocar. Todo acto de lenguaje lo es y mucho más si se da por escrito y en una lengua que se debe aprender y que, obviamente, tiene una historia. O unas cuantas, si se prefiere. El francés abarca al ordenado Racine y al anárquico Rimbaud, al creyente Claudel y al blasfemo Lautréamont, al cuerdo Valéry y al loco Nerval. Y suma y sigue. Escribir es llamar al Tú y reforzar al Nosotros.
     En su viaje al idílico mundo prenatal, Cioran advierte que está hecho de infinitas anterioridades. No es tocar la Tierra Prometida (Moisés nunca llegó a tocarla) sino hundirse en el abismo del origen. Porque allí, si bien no hay sujeto, se supone que hay origen. Se supone pero no está puesto. Cioran prefiere detener tal vértigo y anclar en un recuerdo, aunque sea inventado, de ese tiempo sin momentos en que era una persona sin sujeto.
     Ese lugar privilegiado de la memoria es la música. Junto con las matemáticas, le propone unos signos que no dudan (al revés que las palabras) y que son la prueba de que el Paraíso —reino de la plenitud— ha existido alguna vez. La música colma el vacío del origen con el mito de la Utopía, donde no hay significados pero sí sentido, en tanto entrega la historia al mito simétrico: el Apocalipsis de Babel, donde todo es proliferación inconcluyente de significados y ausencia de sentido.
     La música nos lleva al más allá, al otro mundo donde está el ser sin palabras, a la verdad sin sujeto y la percepción del sentido universal, la dirección y el sentimiento de todos. Tenemos, por ella, acceso a unos espacios de otro modo inaccesibles. Como todo éxtasis, convierte el no morir en una sensación, la de sobreponerse a la muerte. El único descubrimiento profundo y extraordinario del hombre es musical: el silencio. Lo es tanto que resulta insoportable al propio descubridor.
     Tan fuerte es el poder de la música que obliga a Cioran a dos amores alemanes: Bach y Brahms. La tercera gran B, Beethoven, le merece reservas, lo ve impuro, le perdona algunos cuartetos para cuerdas. Pero con aquellos dos tiene bastante. Bach, en especial. Oírlo a oscuras es como escucharlo después de morir. Es su única religión, el mayor encuentro de su vida, un agonizante que llora de alegría y que ofrece su presencia, la que evita sentirse nulo y vacío.
     En estos dos encuentros, la apelación al otro en la palabra escrita y el colmo de sentido común (común a todos los hombres) de la música, Cioran deja de ser el caso confidencial que diseñan sus cuadernos para acceder a lo universal de un pensamiento que, mal que le pese, contribuye a definir una época. Una era nihilista, con nostalgias del origen perdido en la noche de la Historia, secular y sedienta de certezas trascendentes, apocalíptica por sus guerras de aniquilación total, sofisticada y primitiva, inteligente de ciencias y ardorosa de fanatismos.
     La historia personal de Cioran registra dos grandes pérdidas. Una es la fe religiosa, que no puede convertirse en mística sino, apenas, en admiración por el pensamiento nihilista contemplativo de Oriente. La otra es política: su paso por el movimiento filonazi Guardia de Hierro, en la Rumania de los años 30, cuando se imaginaba ser un Hitler no fanático, un Hitler abúlico. Estas dos quiebras lo alejan de la historia: los eventos, los semejantes, la vida como algo en común. Pero todo lo rechazado volvió, con la palabra y la música. No en forma de conciliación, porque en Cioran no hay dialéctica, lo uno nunca es lo otro. Volvió en forma de tensión, la que describe con estas palabras que le adjudico: “No estoy hecho para pensar; en cuanto lo hago, la serie de mis razonamientos se corta enseguida por la irrupción de algún refrán interno, más bien de un murmullo. Mi propio pensamiento es música”.
     Si digo época me refiero a la Modernidad, al gran proceso de secularización de la vida que nos viene de la baja Edad Media. Ese cúmulo de siglos que hace del hombre un profanador, según prefiere definirlo Cioran: alguien que todo lo lee en clave profana. En el trasfondo, en el origen, en la prehistoria, en lo prenatal, sigue habiendo quien maldice haber nacido y busca locamente un sentido a su muerte. Es cuando Cioran se torna actualísimo y nos dice: “No se discute con un candidato al martirio. El fanatismo es la muerte de la conversación”. –

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(Buenos Aires, 1942) es escritor. En 2010 Páginas de Espuma publicó su ensayo Novela familiar: el universo privado del escritor.


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