El nombre del padre

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Para Guillermo Cabrera Infante y Miriam Gómez

Marx y Freud estarían próximos uno del otro por el materialismo y la dialéctica,
     con esa extraña ventaja de Freud de haber explorado figuras de la dialéctica,
     muy próximas a las de Marx, pero quizás también más ricas que ellas,
     y como previstas por la propia teoría de Marx.
     — Louis Althusser

—¡Acuéstese!
     Me escabullí de sus ojos, parapetado en un silencio casi estúpido, con el mismo pavor de Odiseo ante la mirada unívoca del cíclope. ¿Cómo me había atrevido a formularle una petición tan humillante? Resultaba absurdo imaginar su ancho volumen extendido sobre cuatro sillas penosamente alineadas como si fuese una dama de sociedad tomando un baño de luz eléctrica. (Según sus ayudantes, había sido imposible encontrar un diván de su tamaño en las mueblerías de la zona.) Y, para colmo, yo había insistido en sentarme a su vera, como si quisiera aprovecharme de esa ventaja táctica, con el orgullo de un naturalista que observa el comportamiento de una rara especie de lagarto. La sola propuesta constituía un ultraje: un gigante indefenso sólo puede aspirar a la ternura o al escarnio.
     Le bastó un ademán para demostrarme que yo había sobrestimado mi función: él no era un hombre como cualquier otro, sino un héroe, un ser que oscila entre lo humano y lo divino —y conserva algo de monstruoso—, y por tanto yo, un simple mortal (y para colmo mexicano), cometía un sacrilegio al tratarlo con la suficiencia de los médicos que exhiben la debilidad de sus pacientes. Cubriéndome con su sombra imperturbable, me redujo a la condición de bestia mientras él se asumía como potencia natural; yo apenas distinguía sus rasgos, pero me bastó atisbar el resplandor de su barba para reconocer la magnitud de su desprecio. Recortado a contraluz, parecía un profeta enfrentado, en la morosidad del trópico, a mi inicua falta de fe.
     —Pensé que se sentiría más cómodo.
     Su mirada me fulminó sin remedio: yo debía considerarme suficientemente afortunado con su compañía (¡cuántos de sus fieles se debatían por una audiencia!), como para imponer mis condiciones. Era él quien escribía la Historia —mejor: quien la dictaba— y, por más preparado o sagaz que me creyese, por más trabajo revolucionario que hubiera realizado, por más recomendaciones que trajese conmigo desde Francia, yo no era más que un intérprete. Si había aceptado consultarme (era un decir), si al fin había decidido concederme un poco de su tiempo —algunos fragmentos de su vida, lo cual ya constituía un pago inmerecido—, no se debía a mi importancia académica, y mucho menos a mi simpatía por su causa, sino a mi supuesta capacidad para descifrar su falta de sueño.
     Nadie ponía en duda su lucidez —al contrario, ¡qué razón más alta que la suya!— y, por tanto, él no buscaba una cura —¿de qué podía curarlo yo?; sólo requería la opinión de un experto que lo ayudase a apaciguar esa parte de sí mismo que lo mantenía en vela por las noches. En ese esquema, yo sólo era un “trabajador de la mente”, no muy distinto de un plomero o un ebanista: una vez reparado el desperfecto (su insomnio), podía marcharme con la satisfacción de haber cumplido mi tarea. Eso era todo. Nuestra relación de ningún modo sería personal: como los brujos o santeros a quienes sus compatriotas consultan a escondidas, me bastaba con despejarle el futuro. Y luego, como cualquier sacerdote, simplemente debía callar.
     —¿Y usted cree que a mí me interesa la comodidad? —ocultaba su ira detrás de un perfecto autocontrol—. ¿Que a mí puede interesarme la comodidad? La comodidad, a mí, que he pasado meses en la sierra, sin bañarme, sin tocar siquiera el agua, durmiendo en cuevas o en trincheras a mitad de la selva, a merced de los animales, sucio y maloliente…
     Su entonación precisa y machacona, un tanto gangosa y apenas segura de sí misma no me pareció tanto la de un prócer o un titán como la de un cronista deportivo o un modesto abogado defensor. Durante largo rato continuó quejándose de mi banalidad y mi torpeza: ¿es que no veía que las comodidades eran una extensión de la tibia moral burguesa…?
     Mientras él proseguía su perorata —no quedaba otro remedio que fingir interés—, yo no dejaba de lamentar la paradoja que me devolvía al psicoanálisis. Al decidirme a abandonar Francia a principios de abril de 1971 para seguir a Claire en su fuga —en su aventura—, sabía de antemano que mi carrera clínica había quedado clausurada: mi voluntad de perseverar con la lucha clandestina implicaba mi tácita expulsión de la academia. No me importó: en esos momentos de desencanto tenía la sensación de que, a pesar de haberlo leído y estudiado, de haber aprendido de memoria sus teorías y formulaciones, y de ser miembro activo de su escuela, en realidad yo nunca había llegado a comprender las maquinaciones de Lacan. Si bien durante aquellos meses me había considerado uno de sus más celosos discípulos, ahora reconocía el espejismo: sentía que en realidad él nunca dijo lo que yo creí que dijo o lo dijo por razones opuestas a las que yo le adjudicaba.
     Incrustado de lleno en la acción revolucionaria, ahora me interesaba más aprender el funcionamiento de ametralladoras y explosivos que la improbable esquizofrenia de unos cuantos burgueses contumaces. De pronto términos como falo, estadio del espejo u objeto a ya no sólo me sonaban misteriosos sino fatuos. ¡Qué irrisión! Justo cuando pensaba haber dejado atrás aquella farsa, incorporándome por completo a la guerrilla, se me exigía recuperar mi estatuto de analista en el sitio menos esperado. Tan lejos del estructuralismo como pueda imaginarse, en medio de una selva iridiscente que era el reverso exacto del seminario de Lacan, me veía constreñido a resucitar esa práctica que tanto deseaba olvidar.
     —…nada, ¿me ha entendido? Nada. Las comodidades a mí no me importan. Las desprecio. Así que, si de verdad quiere estar cómodo, acuéstese usted…
     Extraviado en mis reflexiones, perdí el hilo de su discurso y no comprendí que aquella última frase no era una exaltación retórica, ni una sugerencia burlona, sino una orden. Una orden clara y directa.
     —¡Le digo que se acueste!
     No necesitó repetirlo por tercera vez. Me levanté de la poltrona que me había ofrecido al principio de la sesión y me extendí a lo largo de las sillas de bejuco. Aquella debía ser una variante inédita de la técnica psicoanalítica: mientras el paciente se paseaba de un lado a otro de la habitación, el analista —es decir, yo mismo— permanecía recostado sobre el improvisado diván.
     —¿No prefiere sentarse?
     —No.
     —De acuerdo, como usted se sienta más cómodo…
     ¿O debí haber dicho más incómodo? Cuando el director de Casa de las Américas me dejó en manos de la seguridad del Estado, nunca imaginé que la misión que me exigía tendría que ver con mi pasado. Quizás porque el trayecto me pareció infinito, o porque la noche era cálida y fragante, todo lo contrario de las madrugadas parisienses, supuse que me conducirían a un campo de entrenamiento o a una instalación militar; en vez de ello, me depositaron en esa finca rústica resguardada por un cansino piquete de soldados. “¿Ustedes saben cuál es mi tarea aquí, compañeros?”, pregunté, pero ninguno se atrevió a responderme. No fue sino hasta que me introdujeron en la casa y me quitaron la venda de los ojos que un secretario (no llevaba el sempiterno uniforme verde olivo) me aconsejó no impacientarme. “Debiera usted sentirse orgulloso, compañero”, me explicó. “Aquí sólo lo visitan los muy próximos.”
     Más que austera, la habitación se hallaba en un estado lamentable. Si en otras épocas la casona debió de lucir cierto esplendor provinciano —aquí y allá se distinguían las sombras dibujadas por los cuadros en el tapiz—, nada sugería la predilección que mi anfitrión guardaba por sus salas. Fuera de una mesa de roble y un par de hamacas acarreadas de la costa, el escenario lucía desolado: grisáceo, apenas limpio, con una alfombra color verde botella y una luz templada producida por unos reflectores que, semejantes a grullas dormidas, dirigían sus puntiagudas cabezas contra el suelo. De seguro la decadencia del lugar le parecería ideal para internarse en una actividad tan decadente como el psicoanálisis.
     Después de unos segundos de espera, buscando acostumbrarme a mi nueva perspectiva horizontal, me atreví a reiniciar la sesión.
     —Comencemos pues. Lo escucho.
     —Me dicen que usted es muy bueno para escuchar…
     A alguien tan desconfiado como él debía resultarle muy incómodo compartir su angustia: como me reveló más adelante, no había vuelto a confesarse desde que finalizó sus estudios con los hermanos lasallistas, veinticinco años atrás. Para sentirse más cómodo, extrajo un habano del interior de su chaqueta, lo olió y cortó ritualmente, y se lo llevó a los labios antes de expulsar una bocanada a la altura de mi rostro.
     —Si me dice que el tabaco es un símbolo fálico, por mi madre que lo capan aquí mismo.
     Por lo visto estaba familiarizado con la jerga freudiana; traté de sonreír, pero la rigidez de su entrecejo me hizo ver que hablaba en serio. Ante tal advertencia, me olvidé de teorizar en torno a la figura lacaniana del nombre-del-padre y evité referirme al peso que podía significar para él llevar un apellido tan procaz y amenazante como el suyo. Para romper el hielo, le pregunté:
     —¿Es su primera vez?
     —…
     —¿La primera vez que se somete a análisis?
     —Yo no me someto a nada.
     —Quiero decir que si es la primera vez que consulta a un… analista.
     —Y espero que sea la última.
     —¿Por qué?
     —Freud me parece un farsante —a veces utilizaba un español alambicado, como si quisiera demostrar su dominio de la lengua—. ¿La lucha entre los instintos de vida y de muerte es lo que mueve al mundo? ¿El triunfo de la libido? ¿Cree usted que yo estaría aquí si lo que más me importara fuese el sexo? Que me digan a mí que lo único que he hecho es tratar de matar a mi padre… O que mi fijación materna es la causa del triunfo de la Revolución… ¿Y dónde quedó mi pulsión de muerte a la hora de escapar a los atentados de la CIA? ¿No le parece que todo eso es falso? ¿En realidad cree usted esas patrañas? ¿Las cree…?
     Menos mal que no me permitía interrumpirlo porque, confrontado de modo tan directo, no hubiese sabido responderle: si le decía que sí, que en efecto confiaba en esas teorías, o más bien en sus elaboraciones más complejas y no en esa vana popularización de su contenido, corría el riesgo de sonar rimbombante y de desatar una vez más su enfado; en caso contrario, si le concedía la razón y le confiaba mi escepticismo, de seguro me echaría sin contemplaciones: por misteriosa que fuese su decisión, era evidente que me había mandado llamar por ser psicoanalista.
     Su propensión a las parrafadas me permitió escapar al dilema y, a lo largo de los siguientes minutos (quizás una hora), lo escuché discurrir sobre la vida y la obra de Freud. Me sorprendió su conocimiento del tema: si al inicio repitió la caterva de lugares comunes que caracteriza a los críticos de nuestro campo, poco a poco se adentró en comentarios y reflexiones que uno sólo esperaría escuchar en boca de especialistas. Luego de un atinado repaso de las principales aportaciones de Freud, de glosar su rompimiento con Jung, de atreverse a mencionar los nombres —penosamente pronunciados— de Ferenczi, Adler, Rank y Fromm, y de despotricar contra quienes habían convertido el psicoanálisis en una terapia para jubilados, al fin volvió a mirarme.
     —Me han dicho que usted es lacaniano.
     —Bueno…
     —A ese Lacan no lo he leído. ¿Me puede decir en qué se diferencia su análisis del freudiano?
     —No es fácil de explicar. Si empezamos con…
     Ni siquiera le había expuesto los principios básicos de la clínica lacaniana cuando él ya se tronaba los nudillos como si quebrara nueces. Era un hombre de acción, no un teórico; el significado de los sueños, la envidia del falo y el complejo de castración le parecían asuntos más cercanos a la poesía —y por tanto a la ficción, a la falsedad y a la vileza— que a la realidad. Hasta entonces yo no sabía que él era un admirador de Platón pero, aprovechando este desvío, me confesó que él felizmente suscribiría una ley que proscribiera la vana labor de los poetas, conminándolos a abandonar su República —su isla— para siempre.
     —Esos poetas no sirven para nada —murmuró de pronto, desgarrando el tabaco con los dientes—. A ellos la Revolución les importa muy poco, sólo les interesan las palabras… ¿Y para qué sirven las palabras?
     No dejaba de resultar curiosa esta arremetida proviniendo de alguien que disfrutaba tanto al acumular frase tras frase. A continuación me correspondió soportar otra diatriba contra los escritores —esos arribistas sin compromiso, esas sanguijuelas, esas ratas—, así como una nueva defensa de la Revolución y sus ideales, pero de pronto calló sin previo aviso. Se le veía tenso y fatigado, ligeramente fuera de sí. Yo lo escuchaba desde mi extraña posición, acomplejado por su estatura que desde ese ángulo se tornaba aún más gigantesca.
     —No logro concentrarme —se excusó.
     —¿Puedo levantarme ya?
     —Desde luego, ¿es que tengo que darle órdenes para todo?
     Su habano se había consumido. Se cuadró espontáneamente, como si me debiese un saludo militar, y salió de la habitación sin hacer otro comentario.
     —Hasta mañana, comandante.
     ¿Quién diablos dijo que la posición horizontal era ideal para el análisis? La espalda me mataba. Afuera, el agente de la seguridad del Estado me recibió con una sonrisa maliciosa. Tenía un ligero parecido con los actores de las películas mexicanas de la época de oro, con el ancho bigote mal recortado y una ceja alzada e irónica.
     —¿Qué tal ha ido, compañero analista?
     —Bien, supongo —al constatar su sorpresa, corregí—: muy bien. ¿Y ahora alguno de ustedes haría el favor de llevarme de vuelta a La Habana?
     Atrás del joven capitán (o lo que fuera, nunca he sido capaz de leer los galones militares), un grupo de soldados rasos soltó una risa impertinente.
     —Ah, qué chistoso el mexicano —imitó pobremente mi acento—. Me temo que eso no se va a poder, compañero.
     —Tengo que estar en la ciudad hoy mismo.
     —Ya le dije que no se va a poder. Órdenes son órdenes, chico.
     —¿Y cuánto tiempo piensan retenerme aquí?
     —¿Retenerlo? Pero si nadie lo retiene, compañero analista —pronunció la frase muy despacio, separando cada sílaba—. Puede irse cuando quiera, aunque yo no se lo recomendaría. ¿Y si al comandante se le ocurre buscarlo y no lo encuentra? A él le gusta trabajar hasta altas horas de la noche, y a lo mejor después se le ocurre hablarle, ya sabe, para descansar la mente…
     Me había convertido en prisionero. O, más bien, en un aspirante a revolucionario atado por la fuerza a su malhadada condición psicoanalítica.
     —¿Y hasta cuándo va a durar esto?
     —Si usted es el experto, compañero. Cuando el comandante ya no quiera hablar con usted, de inmediato lo sabrá. ¿Juega al dominó? Estamos por empezar una partidita… La noche es larga, mi hermano.
     Pasé las dos horas siguientes lidiando con un número inusitado de fichas ante la recelosa mirada de mis compañeros celadores. Mi pareja, un mulato somnoliento y rencoroso, parecía a punto de sacar la metralla cada vez que yo me equivocaba con las cuentas. Al terminar, colocaron unas mantas encima de los muebles y se acomodaron como pudieron. No me quedó más remedio que imitarlos.
     —Buenas noches, compañero analista.
     No volvieron a molestarme. De seguro el comandante se debatía con asuntos de Estado más trascendentes que confiarme sus opiniones sobre Freud, así que imaginé que tarde o temprano me liberaría de aquel secuestro. A la mañana siguiente me dieron de desayunar, me dejaron pasear por los alrededores —el comandante regresaría al anochecer, cuando hiciera fresco—, y me obligaron a estar listo desde las ocho de la noche. A las dos de la mañana, el cabo (o lo que fuera) me despertó violentamente: el comandante me esperaba en el salón. Había empezado a familiarizarme con aquella casa de campo incautada con el triunfo de la Revolución y no remodelada desde entonces.
     —Buenas noches, Quevedo.
     —Buenas noches, comandante.
     Pese a que entre mis amigos resultaba de buen gusto referirse a él por su nombre de pila —sólo sus detractores le endilgaban su apellido—, yo no osé demostrarle tanta familiaridad. Resignado, me acosté sobre las sillas como la vez pasada, esperando que perdonase mi arrogancia y me permitiese sentarme, pero desde luego a él mi comodidad le tenía sin cuidado.
     —¿No le importa que grabe nuestras charlas, verdad? No es que desconfíe de usted, Quevedo, pero si más adelante tiene el mal tino de contar lo que conversamos aquí, yo tendré manera de desmentirlo…
     Por lo regular son algunos malos analistas quienes toman notas o graban las sesiones, pero en ese mundo al revés ya nada me extrañaba. El comandante era, a un tiempo, el mejor y el peor paciente para un lacaniano: si por una parte respetaba mi función de simple provocador de su discurso y evitaba pedirme opiniones de ningún tipo, por la otra resultaba imposible fijar una sesión corta con él. Aunque intenté si no callarlo al menos limitar su prolijidad, siempre me resultó imposible puntuar las sesiones: él sólo me dejaba intercalar algunas onomatopeyas en su verborrea.
     ¿Cuántas noches estuve sometido a esa rutina, a esa extraña muestra de confianza, a ese incalculable privilegio revolucionario, a esa tortura? Estaba claro que no había otros pacientes aguardándome en una hipotética sala de espera y yo tampoco aspiraba a cobrarle una tarifa por hora pero, si tomamos en cuenta que las sesiones se iniciaban a las dos de la mañana, que yo debía permanecer en posición decúbito dorsal, que la luz apenas era suficiente y que él no paraba de hablar en tres o cuatro horas, el esfuerzo para mantener mi lucidez era inhumano.

Si a ello le sumamos que los miembros de la seguridad del Estado me despertaban al alba y me obligaban a participar en sus juegos de futbol por la mañana y dominó por la tarde, no era de extrañar que mi propia falta de sueño me deslizase en un estado alucinatorio. Era un personaje de las Mil y una noches a la inversa, una Sherezada que debía escuchar las penosas historias del sultán a riesgo de perder la cabeza en caso de dormirse.
     —¿Ya le he contado sobre aquel episodio a bordo del Granma? —ni siquiera me permitió asentir—. Escúcheme, entonces…
     Convertido en su público ideal, alguien a quien no necesitaba mirar y que sin embargo tenía que escucharlo, lo oía discurrir a sus anchas, como si estuviese frente a un micrófono en la Plaza de la Revolución. Con cualquier otro ser humano aquel tiempo hubiese bastado para avanzar en el análisis, pero en cambio con él la tarea resultaba imposible. Durante las primeras sesiones yo me había esforzado por dirimir las causas de este ocultamiento, pero al final concluí que su goce radicaba en producir aquella estéril catarata de palabras: si hablaba y hablaba era para no hablar.
     Hubiese sospechado que sólo me utilizaba como pretexto de no ser porque insistía en que yo lo liberase de su falta de sueño. Desde joven, había ido acumulando un insomnio pertinaz que al principio no sólo no le incomodaba, sino le otorgaba una ventaja sobre sus adversarios. Durante su encierro en la isla de los Pinos, luego durante su exilio en México mientras preparaba la insurrección contra Batista y por fin durante sus combates en la Sierra Maestra, la capacidad para permanecer despierto diecinueve o veinte horas al día le había resultado muy provechosa. Sin embargo, una vez lograda la victoria no se había desprendido de esta habilidad. Si durante sus primeros meses en el gobierno le resultó sencillo ocupar el tiempo extra leyendo informes —más de cincuenta diarios—, acumulando reuniones con sus colaboradores a las horas más insólitas, o simplemente leyendo novelas románticas, a la larga el peso de tantas horas había comenzado a estrangularlo. Como Macbeth, él también había asesinado al sueño.
     —Perdone que lo interrumpa, comandante —me arriesgué una tarde—. ¿Alguna vez escribió usted poesía?
     Mi pregunta le resultó inesperada. A lo largo de las sesiones anteriores había mostrado tanta vehemencia al denostar a los poetas que se me ocurrió buscar en aquel rechazo una clave de su deseo.
     —¿Poemas yo?
     —¿Al menos unos versos?
     —Yo no tengo tiempo para eso.
     —Pero usted tiene muchos amigos escritores.
     —¿Amigos?
     —García Márquez, Cortázar, Benedetti…
     —Bueno, el Che me escribió un poema una vez.
     —¿El Che?
     —La verdad no era muy bueno.
     —¿Y a usted nunca le pasó por la cabeza?
     Me arriesgué a incorporarme para distinguir su rostro. El comandante dio un rodeo por la sala, con las manos en la espalda, recorriendo el camino de vuelta a su juventud.
     —Bueno, sí, como todos.
     —Como todos.
     —Yo qué sé, hombre… Una vez. Para una mujer…
     Así que, como cualquier buen revolucionario latinoamericano, en el fondo el comandante también era un romántico.
     —¿Lo recuerda?
     —¡Desde luego que no!
     Por inverosímil que parezca, al cabo de unos instantes comenzó a rumiarlo en silencio. ¿Cómo sería entonces, cuando aún era capaz de bosquejar un poema? Su voz se tornó más aguda, como si imitase la que tenía cuando estudiaba derecho. Según sus cálculos, su lamentable encuentro con la poesía debió producirse a fines de los años cuarenta, cuando compartía apartamento con dos de sus hermanas y manejaba el rimbombante Ford V-8 que su padre al fin le había comprado unos meses atrás.
     —¿Sabe cómo me llamaban en esa época? —bramó con desenvoltura, casi orgulloso—. El loco.
     Loco por su voluntad de destacar sobre los demás en todas las áreas, aunque sólo lo lograse en los deportes. Loco porque, como demostraba cada vez que servía de pitcher en un juego de beisbol, no toleraba perder y se dejaba llevar por arrebatos de despecho. Loco debido a su precoz admiración por la fuerza física. Loco porque se aburría en clase, despreciaba a sus maestros y se mostraba indiferente hacia la vida académica. Loco porque, pese a su fama de revoltoso, estaba seguro de que algún día escribiría una línea en la historia de la isla. Y loco, en fin, porque estaba dispuesto a conseguir lo que buscaba a cualquier precio.
     Al escucharlo referirse a sus años universitarios, distinguí un atisbo de satisfacción en su mirada. A partir de 1947, su vida dio un vuelco radical: dejó de obedecer las órdenes de su padre y eludió la obligación de regresar a Las Manacas los fines de semana; perdió su condición de estudiante “políticamente analfabeto” gracias a la influencia de su amigo Pepe Pardo, quien lo puso en contacto con los dirigentes del Movimiento Socialista Revolucionario; comenzó un curso de guerra de guerrillas en el islote de Confite; y, por último, en octubre de 1948 contrajo matrimonio con su primera novia, Mirta Díaz Balart, cuya familia era una de las más acaudaladas de la isla.
     —¿Le escribió un poema y por eso ella se casó con usted?
     El comandante apenas resistía la tentación de compartir su secreto.
     —No, no se lo escribí a ella… Para entonces yo ya no perdía el tiempo en esas cosas, ya se lo he dicho. Estaba ocupado con asuntos más serios. Mirta estudiaba filosofía, no era el tipo de chica que exigiese flores o versos.
     —¿Y entonces?
     —Fue un poco antes. En abril.
     —La primavera, buena época para el amor.
     Su ánimo se hallaba más distendido que de costumbre, pero mi ironía estuvo a punto de echarlo todo a perder.
     —¿Me va a permitir continuar?
     —Desde luego, comandante. Perdóneme.
     —Mi amigo Rafael del Pino y yo hicimos un viaje a Bogotá para participar en un encuentro estudiantil —las palabras no le llegaban con rapidez, una tras otra, sino como ráfagas u olas sucesivas—. Muy bonito hotel, por cierto…
     Luego de dar un paseo por la capital colombiana —sin adivinar que Bogotá no tenía clima tropical él sólo llevaba guayaberas—, Del Pino lo convenció de visitar los barrios menos recomendables de la ciudad; su amigo no sólo tenía en mente comprobar la miseria que padecía la zona, sino establecer un contacto más estrecho con las jóvenes locales que, a decir de todo el mundo, eran las más lindas del continente.
     —Desde luego, a mí no me interesaban esas mujeres —me aclaró—, yo estaba demasiado concentrado por la agitación política que vivía el país en esos días, pero al final no pude resistirme a los ruegos de mi amigo.
     —Imagino que usted ya había tenido otras experiencias sexuales, comandante.
     —Eso es algo que, con todo respeto, a usted no le interesa.
     Aunque no se atrevió a relatar su encuentro con demasiadas florituras, la joven que le tocó en turno despertó en él una emoción más sólida que el simple deseo carnal. Luego de unas horas con ella se convenció de que aquella muchacha no podía continuar con esa vida. O, en otras palabras, no toleró la idea de que recibiese a otros hombres después de él. Como le confesó a Del Pino por la mañana, estaba decidido a rescatarla de la ignominia. Fue a lo largo de esa madrugada, mientras se devanaba los sesos urdiendo un plan para llevarla consigo a la isla sin comprometer su noviazgo con Mirta —y de paso su futuro político—, cuando dejó que su lápiz recorriese las hojas de un cuaderno hasta que, al cabo de unas horas, descubrió el bosquejo de un poema. Un largo poema de amor.
     —Ahí lo tiene. Tan cursi y fatuo como todos.
     Por malos que fuesen los versos, no resistió la tentación de entregárselos a la mujer que los había inspirado y, escabulléndose de las incipientes burlas de su amigo, no descansó hasta dar con ella.
     —En esa época yo era ingenuo, pero no imbécil. Yo no estaba enamorado ni nada por el estilo, simplemente no podía tolerar la situación de injusticia que padecía esa chica… Claro que le di el poema, a fin de cuentas ya lo había escrito, pero no esperaba que ella se enamorase de mí.
     No, claro que no; sin embargo, eso fue exactamente lo que ocurrió. Uno tendría la tentación de insinuar que quizás la joven se limitó a entrever una salida a su miseria en los versos de aquel isleño tosco y arrojado, pero a fin de cuentas lo significativo era que, veinte años después, el comandante seguía confiando en su romanticismo juvenil.
     —Permítame felicitarlo, comandante. No entiendo por qué desconfía usted de la poesía si entonces le fue tan útil…
     Si creí que ya lo había visto moderar su furia, no conocía hasta dónde podía controlar sus emociones. No debía olvidar que era un superviviente natural y un polemista terco y caprichoso.
     –Levántese ya, hombre.
     Por un momento pensé que querría practicar conmigo su antigua pasión por el boxeo.
     —¿De verdad no se acuerda de ninguna línea?
     —Eso qué importa, Quevedo. ¿No se supone que los lacanianos dejan que el paciente sea quien hable? ¿Y no me dijo usted que su papel se reducía a provocar el “discurso del Otro”, es decir, el mío? ¡Pues entonces cállese! Así era ella, tan parlanchina como usted. Y, para colmo, enamorada de mí. Los versos la hicieron enamorarse. Podrá usted dudarlo, pero así fue.
     A lo largo de la siguiente hora y media el comandante me narró su historia de amor con la obcecada colombiana: no era una aventura especialmente prolongada, pues a fin de cuentas sólo duró los pocos días que él permaneció en Bogotá, ni que se concentrase demasiado en los detalles —si yo hubiese insistido en preguntarle los pormenores de su vida sexual me hubiese cubierto con insultos—, sino que le daba vueltas una y otra vez a los mismos argumentos, avanzando en espiral, empeñado en proporcionarme una imagen completa de la joven. Al final, sólo enmarañó aún más su relato. En pocas palabras, el entuerto ocurrió como sigue: idealista malgré tout, él se encaprichó con la idea de redimirla, un tema que por otra parte aparecía en todas las novelas y programas de radio de la época: la pecadora que se salva gracias a la fe del revolucionario. Obviamente, esta imagen sólo escondía su fantasma: no el de acostarse con ella de nuevo y sin pagar, como él creía, sino el de seguirla utilizando pagándole, como cualquier burgués, con burdos poemas de amor… No sin algo de temor, le ofrecí esta explicación.
     —Bueno, ¿y es eso un pecado?
     —Aquí los pecados no importan, comandante. ¿Se siente usted culpable?
     Vaya pregunta. ¿Culpable él? Por supuesto que no. Pero, como su ética revolucionaria era una extraña mezcla de moral judeocristiana y ascetismo comunista, tenía que fingir cierto remordimiento aun pasado tanto tiempo.
     —¿Y qué ocurrió a continuación?
     —Al día siguiente asesinaron a un destacado político colombiano en lo que se conoció popularmente como el “Bogotazo”, y la ciudad se convirtió en un polvorín. Del Pino y yo participamos en las manifestaciones de protesta, convencidos de la culpabilidad del gobierno. Ella me acompañó en esos días, hasta que la policía nos detuvo. Sólo los buenos oficios de nuestro embajador permitieron que regresásemos a la isla en un avión de carga.
     —¿Y la chica?
     —Me fue a buscar al aeropuerto. ¡Quién sabe cómo logró burlar los controles! Era una hembra de armas tomar. Ahí, al pie del avión, me exigió que cumpliese con las promesas que yo le había hecho en mi poema. Yo traté de hacerle comprender que mi posición no era la de antes y que no podía llevarla conmigo en esas circunstancias. ¡Nos expulsaban del país! ¿Y sabe que hizo ella? Me exigió una disculpa pública. Me dijo que, o aceptaba reconocer que mis promesas eran falsas, o ella se encargaría de entregarle una copia del poema a los periodistas que nos rodeaban.
     El relato sonaba bufonesco: bastaba con imaginar cómo sus enemigos hubiesen podido utilizar ese poema de amor para que yo casi pudiese compadecerlo.
     —Y tuvo que disculparse.
     —Así concluyó mi carrera de poeta. La prensa colombiana se encargó de transcribir la historia, pero por fortuna alguien se equivocó a la hora de transcribir mi nombre y no lo asociaron conmigo —el comandante hizo una pausa—. Pero ahora, respóndame usted una cosa: ¿qué hubiera hecho en mi lugar?
     Confrontado de repente, reconocí que yo hubiese tomado la misma decisión.
     —¿De verdad?
     —Creo que usted hizo lo que cualquier otro en su caso —confirmé.
     —¿No le parece indigno?
     —Sinceramente, no. Creo que fue una decisión perfectamente racional.
     Por primera vez desde que comenzaron nuestros encuentros, el comandante soltó una carcajada.
     —¿Ve cómo tenía yo razón? La poesía no sirve para nada. Sólo nos hace decir mentiras, ¿se da cuenta? Es mejor olvidarse de ella.
     —De eso no estoy tan seguro, comandante…
     Pero para entonces él ya había decidido concluir la sesión. Me dio una palmada y se marchó con la satisfacción de haber ganado la partida. Una vez solo, extraje numerosas conclusiones de lo ocurrido aquella noche: por más que él creyese haber protagonizado una victoria, el episodio resultaba muy significativo desde el punto de vista analítico. En principio, mostraba el fantasma del comandante: acostarse con la joven colombiana era un modo de aniquilar la Revolución y convertirse en un romántico burgués. Aunque él se empeñaba en señalar su desprecio por la literatura, el acto de escribirle un poema implicaba el goce de humillar ese gran Otro. En este sentido, resultaba evidente que su insomnio era el síntoma que lo devolvía a su vocación original: si permanecía despierto era porque todas sus horas debían consagrarse a su compromiso político, no al amor ni a la poesía. Al obligarlo a abjurar públicamente, aquella mujer había exhibido su debilidad y su carencia de ideales: por eso ahora, al detestar a los poetas, el comandante en realidad se agredía a sí mismo…
     Por desgracia, él ya no me concedió la oportunidad de continuar con el análisis. Después de aquella sesión todavía proseguimos nuestras charlas durante unos quince días, pero sin avanzar un ápice en la cura. Él continuó parloteando, deteniéndose en todos los tópicos posibles. ¿Qué clase de análisis era aquél? Me esforcé por impulsar su desasosiego, pero ya nunca conseguí desprenderlo de sus certezas. Incluso su irritabilidad se moderó. Era como si esa sola conversación en torno a la poesía hubiese bastado para anular su endeble interés por el análisis. Doblemente frustrado, yo sentía una profunda necesidad de dormir. Debía poner fin a aquel engaño: las sesiones no sólo resultaban estériles para él, sino perjudiciales para mi salud. Siempre es difícil para un analista reconocer su fracaso con un paciente, y más con uno de su talla, pero no tenía alternativa.
     Cuando el coronel o general de la seguridad del Estado (su cargo ya me daba lo mismo) me despertó ese día a las dos de la madrugada, atravesé el patio de la finca como un reo rumbo al paredón. El comandante me esperaba paladeando un habano con la indiferencia de quien ha resuelto un rompecabezas. Desde el principio procuré mostrarle mi determinación y, sin dejarme amilanar, le dije con aplomo que nuestra relación analítica debía concluir.
     –¡Es exactamente lo mismo que quería yo decirle!
     Su respuesta me dejó tan sorprendido que apenas me di cuenta del momento en que sus brazos me rodearon. Asfixiado entre las mechas de su barba, no atinaba a comprender su euforia.
     —¡Por quinto día consecutivo, ayer dormí seis horas! —exclamó, radiante—. ¡Seis horas, Quevedo! Tenían razón quienes decían que usted era el mejor. ¡Nada me había servido hasta ahora! ¡Ni las pastillas, ni la hipnosis, nada! Sólo mis charlas con usted han funcionado. No sé cómo agradecérselo…
     Quizás debí confrontarlo con la verdad, diciéndole que yo no creía tener injerencia alguna en la remisión de su insomnio, pero me sentía tan fatigado que preferí callar.
     —¿Entonces ya puedo irme?
     —¡Por supuesto, faltaba más! ¿Ahora mismo?
     —Si a usted no le importa, en este momento preferiría irme a dormir. Quizás a los dos nos convenga hacerlo… Me gustaría partir por la mañana, si es posible…
     El comandante llamó a su secretario (el que no llevaba uniforme militar) y lo instruyó para que me llevase a la ciudad a primera hora. Luego me dio otra palmada y, antes de marcharse, me distinguió con un último saludo marcial. Mientras el coche militar me transportaba hacia La Habana, intenté calibrar aquel supuesto éxito analítico. ¿En realidad habríamos rozado una parte de él capaz de estremecerlo? ¿O el fin de su insomnio era producto de una coincidencia?
     Unos días más tarde, poco después de alcanzar a Claire en la provincia de Oriente, al fin comprendí la naturaleza de mi participación en la política interna de la isla. Estacionados en un pequeño pueblo no lejos de la Sierra Maestra, escuché la noticia por la radio: luego de un intenso proceso de autocrítica —y de veintiocho días de encierro—, el poeta Heberto Padilla confesaba públicamente haber dañado la imagen de la Revolución con su conducta y sus escritos. Ni siquiera necesité terminar de oír sus palabras para saber que antes de eso el comandante había pasado a visitarlo. Con razón ahora volvía a dormir. ~

     — París, 17 de febrero de 2002

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