En defensa de los cuñados

Un intelectual es, para muchos críticos del sector cultural, un “cuñado”, alguien que opina de lo que no sabe. 
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Los manifiestos de intelectuales son como las encíclicas del Papa. Su contenido puede tener algo de interés, pero uno se pregunta por qué se le hace caso a un líder católico sobre el cambio climático o a Serrat sobre una coalición de gobierno. Un reciente manifiesto de intelectuales pide un gobierno tripartito Podemos-PSOE-Ciudadanos. Lo firman catedráticos, politólogos, periodistas y algún artista. Aunque hay más catedráticos que cineastas o escritores, muchos críticos han centrado su interés en estos últimos, y han hecho un reproche clásico contra los intelectuales y los manifiestos de artistas: ¿por qué se da más importancia a las opiniones políticas de un grupo de artistas que a las de un grupo de fontaneros o electricistas? (La comparación con esas profesiones busca rebajar la importancia de los intelectuales, pero realmente rebaja la de los fontaneros o electricistas). Los críticos alegan que es posible que los fontaneros tengan una idea similar o mejor que la de Almodóvar de lo que necesita el país. Pero es obvio que tienen menos proyección que un cineasta o un escritor con una columna en el periódico.

El lobby de la cultura sabe movilizarse muy bien. Cuando la Asociación Nacional de Empresas Náuticas se queja de una broma de Dani Rovira sobre yates en la ceremonia de los Goya hace el ridículo y no atrae la atención de los medios, pero muestra un interés económico: “El sector náutico tiene la obligación de defender los intereses de sus trabajadores.” El sector cultural tiene la suerte de que cuando defiende sus intereses económicos defiende también la Cultura con mayúsculas.

Un intelectual es, para muchos críticos del sector cultural, un “cuñado”. Como todo meme, es un término que ha acabado pervertido. El cuñado era el estereotipo de ignorante orgulloso, que habla con contundencia y arrogancia sobre todo. El ignorante que le explica a un experto lo que hace mal. Ahora es incluso extensible a aquella persona que expresa una opinión sin mucha evidencia empírica. Ha pasado de ser una crítica legítima a las opiniones sin fundamento, al columnismo de brocha gorda y al tertulianismo superficial a ser una crítica a las opiniones contrarias a la mía. En ciertos entornos de las redes sociales, uno “cuñadea” cuando expresa algo mínimamente intuitivo o moral, o cuando no enseña sus credenciales antes de realizar un juicio de valor.

En esa postura se esconde cierta aversión al debate, y miedo a defender las ideas propias. Uno da su opinión pero luego no se atreve a defenderla. Para protegerse, afirma que está siendo un poco cuñado. Es muy positivo que el debate público se enriquezca con expertos que traigan datos y utilicen argumentos basados en la evidencia. Que politólogos y economistas ahora aparezcan en la televisión ha contribuido a lo que Nate Silver, el fundador de la web FiveThirtyEight, llama, en alusión al periodismo de datos, reducir el porcentaje de bullshit del debate público. Aunque han florecido en una época de mediatización excesiva de la política y de su conversión en algo pop, han contribuido a limpiar el debate. Pero también es positivo que existan otras posturas, más morales, más contundentes, que comentan la realidad con honestidad. Hay temas, como el populismo o el nacionalismo, que requieren también de intelectuales que refuten con lógica: frente a un dogmático, los datos no siempre funcionan.

Esto no implica que la evidencia o los hechos sean opcionales, sino que hay debates que tienen más que ver con la lógica o la moral que con la evidencia empírica. Muchas veces, los intelectuales son repetitivos. Quizá por falta de calidad, pero también quizá porque hay causas que requieren de pesados que insistan. Como escribe Leon Wieseltier, exeditor literario de The New Republic, “la repetición es uno de los instrumentos esenciales de la persuasión, y la persuasión una de las actividades esenciales de la democracia.”

En un célebre artículo contra el periodismo de datos y Nate Silver, Wieseltier critica a los politólogos y otros mullahs de los datos (como denomina a Silver). Piensa que las críticas de Nate Silver a los columnistas de opinión cuestionan el debate y la deliberación democrática. La crítica contra los cuñados nace de una preocupación legítima por la verdad y el debate serio, y no pone en peligro la democracia, como piensa exageradamente Wieseltier. Pero puede apagar las opiniones sensatas, las reflexiones lógicas y morales que nacen de la curiosidad o de posturas honestas. En internet, y especialmente en Twitter, hay miles de buenos analistas que, escondidos tras un avatar y un nombre anónimo, enriquecen el debate. Su anonimato es a veces positivo: no se discute quiénes son, sino la validez de sus opiniones. Sus aportaciones son muchas veces mejores que las de un intelectual, un politólogo, un fontanero o un electricista.

[Imagen: Pedro Vera]

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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