A ocenta aƱos del estreno de Wozzeck

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Este 24 de diciembre se cumplen setenta años de la muerte del compositor Alban Berg (Viena, 1885-1935), a quien bien puede considerarse un conciliador entre la tradición y las nuevas gramáticas armónicas instauradas por su mentor Arnold Schönberg a principios del siglo XX. Coincidentemente, este mismo año se completan ocho décadas de la primera puesta en escena de su ópera Wozzeck, una de las obras cumbre dentro de la tradición operística de todos los tiempos.
     Por uno de esos caprichos de la geometría del azar, el escritor Georg Büchner (Goddelau, Alemania, 1813) vio segada su vida en 1837, a la edad de veintitrés años, dejando inconclusa su última obra: el drama Woyzeck, que no fue trasladado a escena sino ochenta años más tarde, en Múnich, y seis meses después en Viena. Allí, tras presenciar la interpretación protagónica a manos del explosivo actor alemán Albert Steinrük, el compositor Alban Berg —alumno de Schönberg, con quien formaría parte de la Segunda Escuela de Viena— supo que alguien debía poner la música a las palabras de Büchner. Y Berg, en efecto, comenzó a traducirla en una de las más poderosas óperas del siglo XX apenas estuvo de vuelta en casa, luego de la función.
     A pesar de su entusiasmo inicial, Berg debió relegar el proyecto Woyzeck para centrar la atención en sus Tres Piezas Orquestales, op. 6, y algunos otros trabajos de menor envergadura. Al año siguiente dejaría truncado el pleno de su obra para alinearse en las huestes del desahuciado ejército austrohúngaro, y fue hasta después del final de la Gran Guerra cuando centró su atención en el arreglo del libreto del drama que le carcomía los sesos día y noche. Sólo hasta 1921 pudo concluir la partitura, cuya orquestación final estuvo lista un año después. Fue así como, de las veintiséis escenas originales —incluyendo las tres que Büchner dejó inconclusas, entre ellas la escena final— apostó por un formato de sólo quince, agrupadas en tres actos.
     Ningún editor de la época, sin embargo, se atrevió a correr el riesgo de imprimir Woyzeck; el propio Alban Berg habría optado sin reparos por la autopublicación, pero su estado económico no le daba para semejantes lujos, como sí lo había hecho antes con otras obras. La inefable Alma Mahler, en cambio, a sabiendas de que el trabajo de Berg había alcanzado niveles artísticos estupendos, no dudó en ofrecerle su entero apoyo monetario, desinteresado y fraterno (de allí la famosa dedicatoria en el score). Por último, la transposición del nombre original, Woyzeck, por el de Wozzeck, contra las elaboradas conjeturas que podrían derivar algunos, no se debió, una vez publicada la obra, sino a un llano error de imprenta.
     Tanto Büchner como Berg exploraron en su obra los grados de ignominia a que puede ser rebajado un ser humano común y corriente para hacerlo lamer el suelo de un cadalso que jamás será usado por él, y signarlo al fin con el hierro de la derrota en la frente, con la capitular de esa vergüenza sin nombre de estar muerto y seguir caminando. De esta suerte, la trágica historia del soldado Franz Wozzeck y el impacto dramático logrado por la eficaz proyección de su estado de perturbación a través de la música, van fluctuando entre la rabiosa dodecafonía y la domesticada tonalidad, plagando todo con su incisivo sprechgesang (especie de pasajes hablados por los cantantes, recurso habitual en la música académica contemporánea desarrollado por Schönberg).
     En Wozzeck sobresale de entrada el escrupuloso sistema de estructuración por medio de leitmotive y secciones recurrentes que operan con rigor formal al parejo del desarrollo dramático. Este meticuloso sistema queda claro desde el primer acto, donde recurre Berg, en sendas escenas, a cinco diferentes piezas (una suite, una rapsodia, una marcha militar y canción de cuna, una passacaglia y un rondó) para presentar a cada uno de los personajes de la obra. El segundo acto, en cambio, está delineado como una sinfonía en cinco movimientos (un movimiento en forma de sonata, una fantasía y fuga, un largo, un scherzo y un rondó). El poderoso tercer acto, donde Wozzeck signa la catástrofe y que es, quizá, el summum de toda la historia operística hasta esa fecha, se escinde en cinco diferentes invenciones, cada una basada en un elemento musical independiente desarrollado con maestría, todas de particular ingenio (un tema, una sola nota, un patrón rítmico, un acorde a seis voces y el valor de una sola nota).

Esto es apenas el estrato más superficial dentro de la intrincadísima maquinaria milimétrica que es Wozzeck, donde cada palabra, cada evento de quinética o gesticulación de los actores, conlleva la paralela correspondencia con los vehículos expresivos musicales en apariencia menos trascendentes. Vaya por ejemplo el caso más simple —también el más original y de mayores intenciones lúdicas: el personaje del Hauptmann muestra una peculiar obsesión por el tiempo, y la seguirá mostrando durante la ópera entera, en sus pláticas con el Doktor; sus movimientos lo revelan, camina en círculos sobre una banda de Moebius, infinita, mientras le comenta a Wozzeck lo soporífero que es para él pensar siquiera en la eternidad. Esto sucede en tanto algunos elementos de la orquesta van haciendo modulaciones armónicas en el básico “ciclo de quintas” que, apenas agotadas las doce notas de la escala cromática como eventuales centros tonales y esto cualquier melómano lo sabe, está condenado a volver al mismo punto de partida hasta el infinito.
     La intención que toda ópera lleva de por sí cobra especial relieve en Wozzeck: no es una obra, como muchas otras, que pueda sólo ser escuchada (su carencia de las hasta entonces tradicionales arias, dúos o recitativos, y su abundancia de sprechgesang o pasajes hablados, mucho tienen que ver en ello); en cambio, demanda y por supuesto merece la experiencia completa de ser presenciada en vivo. Quiero pensar que, por la complejidad que implica su montaje (y no por desinterés ni abulia), en nuestro país hemos tenido ocasión de ver escenificada ésta ópera apenas un par de veces. La primera de ellas fue el 30 de agosto de 1966, a un escalofriante margen de cuarenta años de su estreno mundial: la Ópera de Bellas Artes dio una función única, con la Orquesta Sinfónica Nacional bajo la dirección de Hans Georg Schaffer, con Anton Metternich en el protagónico e Isabel Strauss como Marie. Las reseñas en los diarios de la época, no obstante, dan testimonio de la desaprobación que un conservador, esnob y escandalizado público mexicano mostró ante la obra, abandonando algunos la sala durante la función. La segunda puesta de Wozzeck en los escenarios de estas tierras tuvo lugar hasta treinta y cuatro años más tarde, en el 2000, en tres funciones, durante la temporada de ópera de Bellas Artes: la dirección musical fue de Guido Maria Guida y la dirección escénica de Bejamín Cann. Vale celebrar al menos que, a diferencia de la primera, en esa ocasión nadie abandonara su asiento.
     Dada la raquítica accesibilidad en nuestro país a este tipo de eventos, y para quienes no hayan tenido aún la fortuna de atestiguar todo el poder escénico de Wozzeck, un buen sucedáneo resulta ser la clásica versión de Claudio Abbado y la Ópera Estatal de Viena del año 1987 (editada para dvd por Image Entertainment, 2001), con Hildegard Behrens en el papel de Marie y Franz Grundheber en el protagónico. Pero sería altamente recomendable de igual forma para la audiencia de nuestros días apreciar la más nueva versión llevada a escena por la Ópera de Fráncfort, hecha ex profeso para el formato de video: toda la acción discurre dentro de un cubo tridimensional logrado por computadora que gira sobre sus ejes como una enorme caja en cada cambio de escena. El diseño de vestuario de esta exégesis contemporánea obliga a un aventurado comparativo con el de un grupo de rock industrial, con especial mención del personaje del Doktor, un pintoresco epígono del vocalista del grupo alemán Rammstein. Aunque fue montada y filmada en 1996, esta versión ha sido lanzada al mercado en formato dvd apenas el año pasado (Kultur, 2004). La producción es de Peter Mussbach, y los dos personajes principales (que ya habían hecho dupla en El caso Makropolus de Leos Janacek), corren a cargo de los estadounidenses Dale Duesing y Kristine Ciesinski, entrañable como Marie y familiarizada de tiempo atrás con la obra de Berg. –

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