Salรญ de Caracas el martes 13 de diciembre; el dรญa y la fecha no podรญan ser mรกs lรบgubres. Pero como en cada dรญa de la semana y en cada uno de los del mes he tenido momentos amargos, he perdido por completo la preocupaciรณn que aconseja no ponerse en viaje el martes ni iniciar nada en 13. En esta ocasiรณn, sin embargo, he estado a punto de volver a creer en brujas, tantas y tan repetidas fueron las contrariedades que encontrรฉ en el camino.
Una vez mรกs volvรญ a cruzar el รvila, buscando el mar por las laderas de las montaรฑas, accidentadas, abruptas, caprichosas en sus direcciones, con sus valles estrechos y profundos. Los trabajos del ferrocarril se proseguรญan, pero sin actividad; es una obra gigante que me trajo a la memoria los esfuerzos de Weelright para unir a Santiago de Chile con Valparaรญso, los de Meiggs para trepar hasta la Oroya, y los que esperan en un futuro prรณximo a los ingenieros que se encarguen de cruzar los Andes con el riel y unir Mendoza con Santa Rosa. El ferrocarril de la Guaira a Caracas es, a mi juicio, obra de trascendencia vital para el porvenir de Venezuela, asรญ como el de la magnรญfica bahรญa de Puerto Cabello a Valencia. La naciรณn entera debรญa adeudarse para dar fin a esas dos vรญas que se pagarรญan por sรญ mismas en poco tiempo.
Al fin llegamos a la Guaira, despuรฉs de seis horas de coche, realmente agobiadoras, por las continuas ascensiones y descensos, como por el deplorable estado del camino. Apenas divisamos la rada, tendimos รกvidos la mirada, buscando en ella el vapor francรฉs que debรญa conducirnos a Sabanilla y que era esperado el referido dรญa 13. Me entrรณ frรญo mortal, porque al notar la ausencia del ansiado Saint-Simon, pensรฉ en el hotel Neptuno, en el que tenรญa forzosamente que descender, por la sencilla razรณn de que no hay otro en la Guaira. Allรญ nos empujรณ nuestro negro destino y allรญ quedamos varados durante cinco dรญas, cuyo recuerdo opera aรบn sobre mi diafragma como en el momento en que respiraba su atmรณsfera.
Los venezolanos dicen, y con razรณn, que Venezuela tiene la cara muy fea, refiriรฉndose a la impresiรณn que recibe el extranjero al desembarcar en la Guaira. En efecto, la pobreza, la suciedad de aquel pequeรฑo pueblo, su insoportable calor, pues el sol, reflejรกndose sobre la montaรฑa, reverberando en las aguas y cayendo de plomo, levanta la temperatura hasta 36 y 38 grados; el abandono completo en que se encuentra, hacen de la permanencia en รฉl un martirio verdadero. Pero todo, todo le perdono a la Guaira, menos el hotel Neptuno. Ese nombre me acompaรฑarรก como una maldiciรณn durante toda mi vida; me irrita, me exacerba…
Creo tener una vigorosa experiencia de hoteles y posadas; conozco en la materia desde los palacios que bajo este nombre se encuentran en Nueva York, hasta las chozas miserables que en los desiertos argentinos se disfrazan con esa denominaciรณn. Me he alojado en los hoteles de nuestros campos, en cuyos cuartos los himnos de la noche son entonados por animales microscรณpicos y carnรญvoros; he llegado, en medio de la cordillera, camino de Chile, a posadas en cuya puerta el dueรฑo, compadecido sin duda de mi juventud, me ha dado el consejo de dormir a cielo abierto, en vez de ocupar una pieza en su morada; he dormido algunas noches en las postas esparcidas en la larga travesรญa entre Villa Mercedes y Mendoza; he pernoctado en El Consuelo, comido en Villeta y almorzado en Chimbe, camino de Bogotรก… pero nada, nada puede compararse con aquel hotel Neptuno que, como una venganza, enclavaron las potencias infernales en la tรฉtrica Guaira. ยฟDescribirlo? Imposible; necesitarรญa, mรกs que la pluma, el estรณmago de Zola y al lado de mi narraciรณn, la รบltima pรกgina de Nana tendrรญa perfumes de azahar. Baste decir que el mueblaje de cada cuarto consiste en un aparato sobre el que jinetea, como dirรญa Laรญnez, una palangana (que en Venezuela se llama ponchera), como una media naranja, revestida de mugre en el fondo. Luego una silla y por fin un catre. Pero un catre pelado, sin colchรณn, sin sรกbanas, sin cobertores y con una almohada que, en un apuro, podrรญa servir para cerrar una carta en vez de oblea. El piso estรก alfombrado… ยกde arena! No pensรฉis en aquella arenilla blanca y dulce a la mirada, que tapiza los cuartos en las aldeas alemanas y flamencas, perfectamente cuidada, el piso en que se marcaba el paso furtivo de Fausto al penetrar a la habitaciรณn de Margarita, el piso hollado por los pies de Hermann y Dorotea. No; una arena negra, impalpable y abundante, que se anida presurosa en los pliegues de nuestras ropas, en el cabello y que espรญa el instante en que el pรกrpado se levanta para entrar en son de guerra a irritar la pupila. Allรญ se duerme. El comedor es un largo salรณn, inmenso, con una sola mesa, cubierta de un mantel indescriptible. Si el perdรณn penetrara en mi alma, compararรญa ese mantel con un mapa mal pintado, en el que los colores se hubieran confundido en tintas opacas y confusas; pero como no puedo, no quiero perdonar, dirรฉ la verdad: las manchas de vino, de un rojo pรกlido, alternan con los rastros de las salsas; las placas de aceite suceden a los vestigios grasosos… Basta. Sobre esa mesa se coloca un gran nรบmero de platos: carne salada en diversas formas, carne a la llanera, cocida, y plรกtanos: plรกtanos fritos, plรกtanos asados, cocidos, en rebanadas, rellenos, en sopa, en guiso y en dulce. Luego que todos esos elementos estรกn sobre la mesa, se espera religiosamente a que se enfrรญen y cuando todo se ha puesto al diapasรณn termomรฉtrico de la atmรณsfera, se toca una campana y todo el mundo toma asiento. ยฟSe come? Mentira, allรญ se enferman los estรณmagos mรกs fuertes, allรญ se pone lรญvido de cรณlera el caraqueรฑo distinguido, a la par del extranjero. Aquellos mozos, transpirantes como en un eterno baรฑo ruso, usando el paรฑo que llevan bajo el brazo, ya como paรฑuelo de manos, ya como servilleta, gritando, atropellรกndose, repelentes, sucios… ยกAire, aire libre!
Asรญ pasamos cinco dรญas, fijos los ojos en el vigรญa que desde la altura anuncia por medio de seรฑales la aproximaciรณn de los vapores. De pronto, al tercer dรญa, suena la campana de alarma. ยกUn vapor a la vista!… ยกViene de Oriente!… ยกFrancรฉs! ยกQuรฉ sonrisas! ยกQuรฉ apretones de mano! ยกQuรฉ meter aprisa y con fรณrceps todos los efectos en la valija repleta, que se resiste bajo pretexto de que no caben! Un paredรณn maldito frente al hotel quita la vista del mar; esperamos pacientemente y sรณlo vemos el buque cuando estรก a punto de fondear… ยกNo es el nuestro!
Pasรกbamos el dรญa entero en el muelle, presenciando un espectรกculo que no cansa, produciendo la punzante impresiรณn de los combates de toros. El puerto de la Guaira no es un puerto, ni cosa que se le parezca; es una rada abierta, batida furiosamente por las olas, que al llegar a los bajos fondos de la costa, adquieren una impetuosidad y violencia increรญbles. Hay dรญas, muy frecuentes, en que todo el trรกfico marรญtimo se interrumpe, porque no es materialmente posible embarcarse. Por lo regular, el embarque no se hace nunca sin peligro. En vano se han construido extensos tajamares: la ola toma la direcciรณn que se le deja libre y avanza irresistible. ยกAy de aquel bote o canoa que al entrar o salir al espacio comprendido entre el muelle y la muralla de piedra, es alcanzado por una ola que revienta bajo รฉl! Nunca me ha sido dado observar mejor esos curiosos movimientos del agua, que parecen dirigidos por un ser consciente y libre. Quรฉ fuerzas forman, impulsan, guรญan la onda, es una cuestiรณn ardua; pero aquel avance mecรกnico de esa faja lรญquida que viene rodando en la llanura y que, al sentir la proximidad de la arena, gira sobre sรญ misma como un cilindro alrededor de su eje, es un fenรณmeno admirable. Al reventar, un mar de espuma se desprende de su cรบspide y cae bullicioso y revuelto como el caudal de una catarata. Si en ese momento una embarcaciรณn flota sobre la ola, es irremisiblemente sumergida. Asรญ, durante dรญas enteros, hemos presenciado el cuadro conmovedor de aquellos robustos pescadores, volviendo de su tarea ennoblecida por el peligro y zozobrando al tocar la orilla. Saltan al mar asรญ que comprenden la inminencia de la catรกstrofe y nadan con vigor a tierra, huyendo de los tiburones y tintoreras que abundan en esas costas. El embarque de pasajeros es mรกs terrible aรบn; hay que esperar el momento preciso, cuando, despuรฉs de una serie de olas formidables, aquellos que desde la altura del muelle dominan el mar, anuncian el instante de reposo y con gritos de aliento impulsan al que trata de zarpar. ยกQuรฉ emociรณn cuando los vigorosos marineros, tendidos como un arco sobre el remo, huyen delante de la ola que los persigue bramando! Es inรบtil; llega, los envuelve, levanta el bote en lo alto, lo sacude frenรฉtica, lo tumba y pasa rugiente a estrellarse impotente contra las peรฑas.
Consigno un recuerdo al lindo pueblo de Macuto, situado a un cuarto de hora de la Guaira, perdido entre รกrboles colosales, adormecido al rumor de un arroyo cristalino que baja de la montaรฑa inmediata. Es un sitio de recreo, donde las familias de Caracas van a tomar baรฑos, pero no tiene mรกs atractivo que su belleza natural. El lujo de las moradas de campo, tan comรบn en Buenos Aires, Lima y Santiago, no ha entrado aรบn en Venezuela ni en Colombia. Siempre que nos encontramos con estas deficiencias del progreso material, es un deber traer a la memoria, no sรณlo las dificultades que ofrece la naturaleza, sino tambiรฉn la terrible historia de esos pueblos desgraciados, presas hasta hace poco de sangrientas e interminables guerras civiles.
Al fin del quinto dรญa, el vigรญa anunciรณ nuevamente un vapor que asomaba en el horizonte oriental; esta vez no fuimos chasqueados. Pero como el Saint-Simon no debรญa partir hasta el dรญa siguiente, empleamos la tarde, en uniรณn con la casi totalidad de la poblaciรณn de la Guaira, en presenciar el desembarque de la compaรฑรญa lรญrica que debรญa funcionar en el lindo teatro de Caracas. El mar estaba agitado, โvenรญa mucha aguaโ, segรบn la expresiรณn de los viejos marinos de la playa y de los conductores de las lanchas ocupadas por los ruiseรฑores exรณticos que iban a poner a prueba su habilidad. Al menor descuido, la ola estrellaba la embarcaciรณn contra las rocas o el muelle y el mundo perdรญa algunos millares de sรญ bemoles. En el fondo de la primer lancha, vi un hombre de elevada estatura, con calaรฑรฉs, en posiciรณn de Conde de Luna, cuando pregunta desde cuรกndo acรก vuelven los muertos a la tierra; era el barรญtono, seguramente. A su lado, una mujer rubia y buena moza apretaba un perrito contra el seno y tenรญa los ojos agitados por el terror. ยฟPerrito? Contralto. En el segundo bote, la prima donna, gruesa, ancha, robusta, nariz trรกgica, talle de campesina suiza; junto a ella, el primo donno, su esposo o algo asรญ, ese utilisรญmo mueble de las divas, que firma los contratos, regatea, busca alojamiento y presenta a la signora los habituรฉs distinguidos. Por รบltimo, tras el formidable bajo, que tenรญa todo el aire de Leporello en el รบltimo acto de Don Juan, el tenor, el sublime tenor, que el empresario, segรบn anunciรณ en los diarios de Caracas, habรญa arrebatado a fuerza de oro al Real de Madrid. El referido empresario venรญa a su lado, sosteniรฉndole a cada vaivรฉn, interponiรฉndose entre su armonioso cuerpo y el agua imprudente que penetraba sin reparo, mensajera del resfrรญo. Cuรกl no serรญa mi sorpresa al reconocer en el melodioso artista, que se dejaba cuidar con un aplomo regio, ยกa nuestro antiguo conocido el tenor Abrugnedo! Mirรฉ con jรบbilo al Saint-Simon que se mecรญa sobre las aguas y que debรญa partir al dรญa siguiente. Mรกs tarde, vi toda la compaรฑรญa reunida, comiendo, los desgraciados, en la mesa del hotel Neptuno. El plรกtano proteiforme, la yuca, el รฑame y demรกs manjares indรญgenas les llamaban la atenciรณn, y el viejo italiano que se habla entre bastidores sonaba en agudezas de carbonero, mientras algunos jรณvenes de Caracas, casualmente allรญ, analizaban los contornos de la contralto con una atenciรณn que revelaba o aficiรณn a la anatomรญa o designios menos cientรญficos. Yo, entretanto, dejaba a mi espรญritu flotar en el recuerdo de un delicioso romance de George Sand, aquel Pierre qui roule, en el que el artista sin igual pinta la vida vagabunda y caprichosa de una compaรฑรญa de cรณmicos de la legua, para detenerme ante esta ligera insinuaciรณn, de mi conciencia: En cuanto a vagabundo…
Al dรญa siguiente, por fin, procedimos al embarque. Cuestiรณn seria; una de las lanchas que nos precedรญan y que, como la nuestra, espiaba el instante preciso para echarse afuera, no quiso oรญr los gritos del muelle: โยกviene agua!โ e intentando salir, fue tomada por una ola que la arrojรณ con violencia contra los pilotes. La lancha resistiรณ felizmente; pero iban seรฑoras y niรฑos dentro, cuyos gritos de terror me llegaron al alma. โNo se asuste, blancoโ โme dijo uno de mis marineros, negro viejo que no hacรญa nada, mientras sus compaรฑeros se encorvaban sobre el remo. Sonrรญo hoy al recordar la cรณlera pueril que me causรณ esa observaciรณn y creo que me propasรฉ en la manera de manifestรกrsela al pobre negro. Fuimos mรกs felices que nuestros precursores y llegamos con felicidad a bordo del vapor en que debรญamos continuar la peregrinaciรณn a los lejanos pueblos cuyas costas baรฑa el mar Caribe.
He hecho esta observaciรณn: nunca se siente uno mรกs extranjero, mรกs solo, que cuando se embarca en un vapor que estรก al concluir la carrera de su itinerario. Todos los pasajeros de a bordo han vivido un mes en comunidad, lo que equivale a cinco aรฑos en tierra. Han tenido tiempo, por consiguiente, de establecer sus cรญrculos, sus amistades, sus modos de vida a bordo. El que llega es un intruso y en el fondo de las miradas que se le dirigen, hay cierto desprecio por el individuo que sรณlo tiene tres dรญas de travesรญa. Sin embargo, cuando pasaban delante de mรญ, sentado en mi cรณmoda silla de viaje, leyendo gravemente una historia de Colombia, habrรญa podido decirles que hacรญa siete meses me encontraba en el viaje.
En medio del mundo de a bordo, un tanto silencioso y mustio desde la partida de la compaรฑรญa lรญrica, cuyos miembros se habรญan ejercitado en muchas cosas, excepto en el canto, cuyas primicias reservaban para los caraqueรฑos, tuve un encuentro, que me probรณ una vez mรกs la verdad del refrรกn รกrabe, que limita a las montaรฑas la triste condiciรณn de la inmovilidad. Fue un joven peruano, que habรญa conocido en Arica, ennoblecido por su traje desgarrado, su tez quemada y las huellas de las privaciones sufridas peleando por su patria. Hoy estaba elegantemente vestido: venรญa de Parรญs. Despuรฉs del desastre de Tacna, ganรณ a Lima por el interior, pero, como la vida era dura bajo la dominaciรณn de las armas de Chile, fue a respirar a Europa por unos meses. Era muy buen mozo, observaciรณn que me aseguraron habรญa hecho ya la contralto.
ยฟEncontrarรฉ piedad en las almas ideales que viven de ilusiones, si hago la confesiรณn sincera de haber sentido un placer inefable, en uniรณn con mi joven secretario, cuando nos sentamos a la mesa del Saint-Simon, y se nos dio una servilleta blanca como la nieve y recorrรญ con complacidos ojos un menรบ delicado, cuya perfecciรณn radicaba en el exiguo nรบmero de pasajeros? Creo que es la primera vez, en mis largas travesรญas, que he deseado una ligera prolongaciรณn en el viaje. La oficialidad de a bordo, distinguida, el joven mรฉdico que no creรญa en la eficacia de la quinina contra la fiebre y que me indicaba preservativos para la malaria del Magdalena que me hacรญan preferir el mal al remedio; un distinguido caballero de la Martinica que me daba los datos que he consignado anteriormente, sobre la situaciรณn social de la isla; su linda y amable mujer, y por fin, un joven suizo de veintidรณs aรฑos, que se dirigรญa a Bogotรก, contratado por el gobierno de Colombia para dictar una cรกtedra de historia general y que, no hablando el espaรฑol, se sonrojรณ de alegrรญa cuando supo que debรญamos ser compaรฑeros de viaje. Inspectores de la Compaรฑรญa Trasatlรกntica que iban a Mรฉxico y Centroamรฉrica, guatemaltecos, costarriqueรฑos, peruanos, todo ese mundo del Norte, tan diferente del nuestro, que no nos hace el honor de conocernos y a quien pagamos con religiosa reciprocidad.
A la maรฑana siguiente de la salida de la Guaira, llegamos a Puerto Cabello, cuya rada me hizo suspirar de envidia. El mar forma allรญ una profunda ensenada, que se prolonga muy adentro en la tierra y los buques de mayor calado atracan a sus orillas. Hay una comodidad inmensa para el comercio y ese puerto estรก destinado, no sรณlo a engrandecer a Valencia, la ciudad interior a que corresponde, como la Guaira a Caracas y el Callao a Lima, sino que por la fuerza de las cosas se convertirรก en breve en el principal emporio de la riqueza venezolana. Las cantidades de cafรฉ y cacao que se exportan por Puerto Cabello son ya inmensas, y una vez que ese cultivo se difunda en el Estado de Carabobo y limรญtrofes, su importancia crecerรก notablemente.
Frente al puerto se levanta la maciza fortaleza, el cuadrilรกtero de piedra que ha desempeรฑado un papel tan importante en la historia de la Colonia, en la lucha de la Independencia y en todas las guerras civiles que se han sucedido desde entonces. En sus bรณvedas, como en las de la Guaira, han pasado largos aรฑos muchos hombres generosos, actores principales en el drama de la Revoluciรณn. De allรญ saliรณ viejo, enfermo, quebrado, el famoso general Miranda, aquel curioso tipo histรณrico que vemos brillar en la corte de Catalina ii, sensible a su gallarda apostura y que lo recomienda a su partida a todas las cortes de Europa; que encontramos ligado con los principales hombres de Estado del Continente, que acepta con jรบbilo los principios de 1789, ofrece su espada a la Francia, manda la derecha del ejรฉrcito de Dumouriez en la funesta jornada de Neerwinden, cuyo resultado es la pรฉrdida de la Bรฉlgica y el desamparo de las fronteras del Norte; que volvemos a encontrar en el banco de los acusados, frente a aquel terrible tribunal donde acusa Fouquier-Tinville y que acaba de voltear las cabezas de Custine y de Houdard, el vencedor de Hoschoote. Con una maravillosa presencia de espรญritu, Miranda logra ser absuelto (el รบnico, tal vez de los generales de esa รฉpoca, porque Hoche debiรณ la vida al Trece Vendimiario) por medio de un sistema de defensa curioso y original, consistente en formar de cada cargo un proceso separado y no pasar a uno nuevo antes de destruir por completo la importancia del anterior en el รกnimo de los jueces. Salvado, Miranda se alejรณ de Francia, pero lleno ya de la idea de la independencia americana. Hasta 1810, se acerca a todos los gobiernos que las oscilaciones de la polรญtica europea ponen en pugna con la Espaรฑa. Los Estados Unidos lo alientan, pero su concurso se limita a promesas. La Inglaterra lo acoge un dรญa con calor, despuรฉs de la paz de Bรกle, lo trata con indiferencia despuรฉs de la de Amiens, lo escucha a su ruptura y el incansable Miranda persigue con admirable perseverancia su obra. Arma dos o tres expediciones en las Antillas, contra Venezuela, sin resultados y por fin, cuando Caracas lanza el grito de independencia, vuela a su patria, es recibido en triunfo y se pone al frente del ejรฉrcito patriota. Nunca fue Miranda un militar afortunado; debilitadas sus facultades por los aรฑos, amargado por rencillas internas, su papel como general en esta lucha es deplorable, y vencido, abandonado, cae prisionero de los espaรฑoles, que lo encierran en Puerto Cabello, de donde se le saca para ser trasladado a Espaรฑa, entregado por Bolรญvar. Es esta una de las negras pรกginas del Libertador, a mi juicio, que nunca debiรณ olvidar los servicios y las desgracias de ese hombre abnegado. Miranda muriรณ prisionero en la Carraca, frente a Cรกdiz, y todos los esfuerzos que ha hecho el gobierno de Venezuela para encontrar sus restos y darles un hogar eterno en el panteรณn patrio, han sido inรบtiles…
Pero mientras se me ha ido la pluma hablando de Miranda, el buque avanza y al fin, dos dรญas despuรฉs de haber dejado a Puerto Cabello, notamos que las aguas del mar, verdes y cristalinas en el Caribe, han tomado un tinte opaco, mรกs terroso aรบn que el de las del Plata. Es que cruzamos frente a la desembocadura del Magdalena, que viene arrastrando arenas, troncos, hojas, detritus de toda especie, durante centenares de leguas y que se precipita al ocรฉano con vehemencia. Henos al fin en el pequeรฑo desembarcadero de Salgar, donde debemos tomar tierra. No hay mรกs que cuatro o seis casas, entre ellas la estaciรณn del ferrocarril que debe conducirnos a Barranquilla. Se me anuncia que el vapor Victoria debe salir para Honda, en el alto Magdalena, dentro de una hora, y sรณlo entonces comprendo las graves consecuencias que va a tener para mรญ el retardo del Saint-Simon, al que yo debo los atroces dรญas de la Guaira. Todo el mundo nos recibe bien en Salgar y el himno de gratitud a la tierra colombiana empieza en mi alma. ~
Miguel Cane (Mรฉxico DF, 1974) Es novelista y periodista cinematogrรกfico. Su mรกs reciente publicaciรณn es el inclasificable "Pequeรฑo Diccionario de Cinema para Mitรณmanos Amateurs".