Los estados del Sol

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Hay dos Cyrano de Bergerac. Uno, el más conocido —a lo cual contribuyó el teatro francés desde 1897, y después el cine con la película protagonizada por Gérard Depardieu—, es el ya legendario personaje de la comedia heroica de Edmond Rostand: un gascón de larga nariz y muy humanas hazañas, las cuales le valieron el ser definido por la crítica literaria francesa como "un hermano lejano de Don Quijote". El otro (1619-1655), nacido y muerto en París y de nombre Savinien —o sea el Cyrano histórico—, además de soldado, matemático y físico, fue el dramaturgo que inspiró a Molière y el autor de una obra extraordinaria para su época, que lo convirtió en uno de los grandes visionarios de la historia y uno de los precursores de la ciencia moderna. Savinien merece, en verdad, que su trayectoria en tantos campos sea recordada.
     Fue, en el campo literario, el autor de una comedia en cinco actos, con mucho de farsa, Le pédant joué (El pedante fingido), escrita en fecha imprecisa: tal vez hacia 1654. Inspirada en Lope de Vega, "la caricatura del pedante es viva y original, aunque sea sobre todo la caricatura del siglo xvii español —dice el Dictionnaire des Oeuvres de Laffont-Bompiani—, y es asimismo una sátira muy aguda del ideal clásico, de modo que Cyrano puede […] ser visto como un precursor de los Modernos [en la célebre querella de Antiguos y Modernos] y en particular de Molière" —quien también ataca a los pedantes en varias obras y llega a tomar y recrear escenas de Cyrano en Les fourberies de Scapin (Las picardías de Scapin).
      Este Cyrano escribió también las Cartas satíricas (la carta era para él todo un género literario) contra unos cuantos contemporáneos suyos (Scarron, Montfleury, etc.) y concibió una gran obra, El otro mundo, una especie de nueva utopía inspirada tal vez en Campanela, en la que exponía sus audaces concepciones en materias como la física, la astronomía, la filosofía, etc., etc. Y citemos, para acabar, su tragedia La muerte de Agripina, que suscitó todo un escándalo cuando fue presentada en el teatro, dadas sus ideas antirreligiosas, y conoció un fracaso total.
     El final de Cyrano el escritor fue bastante triste: mal curada la herida que recibió cuando le cayó encima una viga, fue recogido por su hermana Catherine, piadosa superiora del Convento de las Hijas de la Cruz, y murió en casa de su primo —no sin antes convertirse.
     Dos años más tarde, en 1657, su amigo Le Bret publicó parte de su manuscrito de El otro mundo: La Historia cómica de los Estados e Imperios de la Luna y la Historia cómica de los Estados e Imperios del Sol. Y aquí, para terminar estas notas de introducción a mi traducción de un cuento de Cyrano con lo que también parece un cuento, resumo lo leído en un largo artículo del Dictionnaire des Oeuvres (Laffont-Bompiani).
     Una noche de luna, de regreso a París tras un paseo campestre, Cyrano y sus amigos se divierten emitiendo hipótesis fantásticas sobre la naturaleza del astro que los ilumina. Cyrano afirma que la luna es un mundo y cita, al respecto, las opiniones de ciertos Antiguos y las de Copérnico y Kepler. Pues bien, ya en su casa, cuál no sería su asombro al encontrar sobre su mesa el libro de Girolamo Cardano… Pero antes de seguir abro aquí el paréntesis informativo que este personaje merece. (Nacido en Pavía en 1511 y muerto en Roma en 1575, Cardano comenzó por ser astrólogo y mago. Se reveló luego como genio de las matemáticas y de las ciencias naturales. Se recibió de doctor en medicina en Padua. Obtuvo en Milán la cátedra de matemáticas a la que sólo podían aspirar verdaderos y brillantes expertos en la materia. Y predijo la fecha, exacta, de su propia muerte… etc., etc.) Pues bien, el libro encontrado por Cyrano estaba abierto allí donde Cardano habla de unos ancianos que se le presentaron una noche diciéndose habitantes de la luna…
     Pero termino ya mi selección de los numerosos datos por mí leídos sobre Cyrano el escritor con una cita —consignada también en el Dictionnaire des Auteurs— de lo que dijo de él René Pintard: "Hostil a toda autoridad, y en particular a la de Aristóteles, este escritor afirma la existencia del llamado movimiento de la Tierra y cree en la eternidad y la infinitud del Mundo, la inteligencia de los animales, el poder de la imaginación y la constitución atómica de los cuerpos; critica las pruebas de la inmortalidad del alma y de la Providencia, combate la Creación y los milagros, llega a una suerte de panteísmo naturista y, por tal camino… da la fórmula del aeroestato, del paracaídas y del gramófono."
     Sigue a todo esto el cuento prometido. ~
     — Ulalume González de León

La esfera de nuestro mundo no me parecía más que un astro del tamaño aproximado que en apariencia tiene la Luna. A medida que yo ascendía se iba encogiendo hasta convertirse en estrella, luego en chispa, luego en nada; y aunque aquel punto luminoso se hizo tan intenso como la mirada con que yo pretendía abarcarlo, acabó por fundirse con el color de los cielos.
     No faltará quien se asombre de que el sueño no me haya vencido durante un viaje tan largo; pero como el sueño no es sino el efecto de las emanaciones llegadas al evaporarse los alimentos desde el estómago hasta el cerebro, o el de una necesidad que tiene la Naturaleza de devolver a nuestra alma su consistencia, reparando con el reposo la energía que consumió el trabajo, no necesitaba yo dormir, ya que no comía y el Sol me restituía mucho más calor radical que el por mí disipado.
     Seguí elevándome y, a medida que me acercaba a aquel mundo ardiente, fui sintiendo que corría por mi sangre cierta alegría que la purificaba y se transmitía al alma. De vez en cuando miraba hacia arriba para admirar la vivacidad de los matices que iluminaban mi pequeña cúpula de cristal, y tengo muy presente que fijaba yo los ojos en aquel globo cuando sentí, con un sobresalto, no sé que cosa pesada que abandonaba cada parte de mi cuerpo. Un torbellino de humo muy espeso, casi palpable, empañó el vidrio de tinieblas; y cuando quise ponerme de pie para examinar la negrura que me cegaba no quedaban de mi cabina ni espejos, ni vidriera, ni cúpula. Bajé entonces los ojos con la intención de descubrir qué era lo que había reducido mi obra maestra a ruinas, y en su lugar, así como en el de sus cuatro paredes y su piso, sólo encontré cielo a mi alrededor.
     Lo que me causó mayor espanto fue sentir, cual si lo vago del aire se hubiera petrificado, no sé qué obstáculo invisible que rechazaba mis brazos cuando intentaba extenderlos. Se me ocurrió entonces que a fuerza de subir había llegado al firmamento, ya que ciertos filósofos y algunos astrónomos aseguran que éste es sólido. Y temí haber quedado encajado en él. Pero el horror con que el extraño accidente me consternaba aumentó mucho más con los que le siguieron. Mi vista, que vagaba de un lado a otro, dio por casualidad con mi propio pecho y, en vez de detenerse en la superficie de mi cuerpo, la atravesó. Un momento después advertí que también veía por detrás, como si todo mi cuerpo no hubiera sido más que un órgano de la visión. Sentí que mi carne, desembarazada de su opacidad, transfería los objetos a mis ojos y mis ojos a los objetos a través de su propia sustancia. Por último, después de haber chocado mil veces contra la cúpula, el piso y los muros de mi cabina sin verlos, me di cuenta de que tanto esta última como yo, por alguna secreta necesidad de la luz en su fuente, nos habíamos vuelto transparentes.
     Aunque diáfana, debería haberla visto, ya que son perceptibles el vidrio, el cristal y los diamantes, diáfanos también. Supongo que el Sol, en una zona tan cercana a él, purga los cuerpos de su opacidad —mediante un mejor arreglo de los orificios imperceptibles de la materia— con mayor perfección que en nuestro mundo, donde su fuerza, casi agotada por un largo trayecto, es apenas capaz de transpirar su brillo en las piedras preciosas. De éstas, con todo, y debido a la uniformidad interna de sus superficies, hace que broten a través de sus facetas, como pequeños ojos, ora el verde de las esmeraldas, ora el escarlata de los rubíes o el violeta de las amatistas, conforme a la disposición de los diferentes poros de la piedra que, en línea recta o sinuosa, apagan o avivan según el número de sus reflexiones aquella luz debilitada.
     Una dificultad puede confundir al lector: a saber, cómo podía yo verme y no ver mi cabina, si me había vuelto tan diáfano como ella. Respondo que el Sol, sin duda alguna, actúa de diferente manera sobre los cuerpos vivos y sobre los inanimados, ya que ninguna parte de mi carne o de mis huesos o de mis entrañas, aunque transparente, había perdido su color natural. Al contrario, mis pulmones conservaban todavía, bajo un rojo encarnado, su blanda delicadeza; mi corazón, siempre bermejo, oscilaba fácilmente entre sístole y diástole; mi hígado parecía arder en un púrpura de fuego; y mi sangre, caldeando el aire que respiraba, seguía circulando. En suma, me veía, me tocaba, sentía que era el mismo. Y sin embargo… ya no lo era.
     Mientras reflexionaba en esta metamorfosis, el trayecto proyectado seguía acortándose, pero lo hacía con extrema lentitud debido a la serenidad del éter, el cual se rarificaba a medida que me acercaba yo a la fuente de la claridad. A estas alturas la materia está muy diluida por el gran vacío que la impregna; se muestra por lo tanto muy perezosa, ya que el vacío no ejerce ninguna acción; y en tales condiciones el aire, al parecer por la abertura superior de mi cabina, no podía provocar más que un débil vientecillo que era apenas capaz de sostenerla.
     Ni por un momento pensé en los maliciosos caprichos de la Fortuna, aunque poco faltó para que me trastornara los sesos aquella terquedad con que se oponía al éxito de mi empresa. Pero dejad que os hable de un milagro en el que los siglos venideros a duras penas creerán.
     Encerrado en una caja de luz que acababa de perder de vista, y muy entorpecido ya mi impulso, hacía lo posible por no caer; pero semejante situación, en que la maquinaria entera del mundo habría sido incapaz de socorrerme, acabó por reducirme a una extrema miseria. En tales circunstancias, así como al expirar nos asalta el deseo interior de estrechar entre los brazos a aquellos que nos dieron el ser, alcé la mirada hacia el Sol, nuestro padre común. Este encarnizamiento de la voluntad no sólo sostuvo mi cuerpo, sino que lo lanzó hacia la cosa que anhelaba yo abrazar. Y como toda mi persona impulsaba la caja, seguí en ella mi viaje.
     En cuanto lo advertí, agudicé con la mayor atención posible todas las facultades de mi alma para concentrarlas, con la imaginación, en aquello que me atraía. Pero el peso de la cabina sobre mi cabeza, que debido a los esfuerzos de mi voluntad arremetía contra la cúpula, me incomodó de tal manera que mi carga me obligó finalmente a buscar a tientas su puerta invisible. Y por fortuna pude hallarla. Entonces la empujé y me arrojé hacia afuera. En tales circunstancias el natural miedo a caer que posee a todos los animales cuando nada los sustenta me hizo estirar bruscamente los brazos en busca de un asidero. Me guiaba tan sólo la naturaleza, que no sabe razonar; y de allí que la fortuna, su enemiga, malignamente condujera mi mano hacia el cristal de la cúpula.
     ¡Ay, qué trueno el que retumbó en mis oídos cuando el icosaedro se hizo pedazos! Un trastorno, una desgracia, un terror semejantes están más allá de las palabras. Los espejos, al dejar de producirse el necesario vacío, ya no atraían al aire; y el aire no podía ya convertirse en viento presuroso para llenarlo. Dejó el viento de impulsar mi caja hacia lo alto y, un segundo después, sus despojos cayeron interminablemente por esos vastos campos del mundo.
     Volvió a producirse entonces, en aquella misma región, la opacidad tenebrosa que yo había exhalado. Y como allí cesaba la enérgica virtud de la luz, aquello retornaba ávidamente hacia el oscuro espesor que parecía serle esencial. De esta misma manera, se ha visto que algunas almas buscan a sus cuerpos mucho tiempo después de su separación y, para unirse a ellos, vagan cien años en torno a sus sepulturas. Fue así, supongo, como perdió mi cabina su diafanidad, porque volví a verla en Polonia en el mismo estado en que se encontraba cuando entré en ella por primera vez. Supe entonces que cayó primero sobre la línea equinoccial, en el reino de Borneo; que un mercader portugués la compró a su descubridor insular y que, pasando de mano en mano, llegó hasta el ingeniero polaco que ahora la utiliza para volar.
     *
     Suspendido entonces en la vaguedad de los cielos y ya apesadumbrado por la idea de la muerte que me esperaba al caer, volví, como ya dije, mis tristes ojos hacia el Sol. Mi vista llevó a él mi pensamiento y, a fuerza de firmes miradas dirigidas a su globo, se formó un camino cuyas huellas siguió mi voluntad arrastrando consigo a mi cuerpo.
     Ese vigoroso esfuerzo del alma no resultará incomprensible a quien piense en los más simples efectos de nuestra voluntad porque, como es sabido, cuando por ejemplo me propongo saltar, mi voluntad excitada por mi fantasía pone en movimiento todo el microcosmos y pugna por transportarlo hacia la meta fijada. Y si no siempre lo consigue es porque los principios de la naturaleza, que son universales, se imponen a los particulares. Así, ya que desear es un poder particular de las cosas sensibles, en tanto que caer hacia un centro es un poder general que se extiende a toda la materia, mi salto está destinado a interrumpirse en cuanto la masa, después de haber vencido la insolencia de la voluntad que supo sorprenderla, se aproxima al punto hacia el que tiende a hacerlo.
     Callaré todo lo sucedido en el curso de mi viaje porque temo que contarlo resultaría tan largo como el viaje mismo. Sólo diré que al cabo de veintidós meses llegué felizmente a las llanuras de la Luz.
     Esa tierra es tan luminosa que se diría hecha de copos de nieve ardiente. Lo que os parecerá bastante increíble es que nunca pude saber, una vez caída mi caja, si yo ascendía o descendía hacia el Sol. Sólo recuerdo que al llegar a aquel lugar mi paso se volvió muy ligero; no tocaba yo del suelo mayor superficie que la de un punto, y a veces rodaba como una esfera y caminaba sin molestia alguna, lo mismo con la cabeza que con los pies. Aunque ocasionalmente mis piernas apuntaran hacia arriba y mis hombros se apoyaran contra el suelo, me sentía tan natural y a gusto en esa postura como en la contraria. Cualquiera que fuese la parte del cuerpo en que me plantara —sobre el vientre, sobre la espalda, sobre un codo, sobre una oreja—, sentía que estaba de pie. De allí deduje que el Sol es un mundo sin centro y que, por encontrarme yo muy lejos de la esfera activa del nuestro y de todos los otros mundos hallados por el camino, era imposible que siguiera conservando mi peso, ya que la gravedad no es más que la atracción ejercida por un centro en la esfera de su dominio.
     El respeto con que yo imprimía mis pasos en la luminosa campiña suspendió temporalmente el vivo entusiasmo de ir más allá en mi viaje. Me daba vergüenza caminar sobre la luz. Hasta mi cuerpo se asombraba de que aquella tierra transparente, en la que penetraban mis ojos, no pudiera sostenerlo; y mi instinto, adueñándose a pesar mío de mi pensamiento, lo arrastraba a lo más impalpable de la luz sin fondo. Sin embargo, no tardó mi razón en desengañar a mi instinto. Ya no imprimí en llanura huellas temblorosas sino firmes; y empecé luego a marcar el paso con un aire tan altanero que, de haberme podido ver desde su mundo, los hombres me habrían tomado por ese gran Dios que anda sobre las nubes.
     Después de viajar así quince días, según calculo, llegué a una comarca del Sol menos resplandeciente que la anterior y, como me embargó una alegría conmovedora, imaginé que ese sentimiento provenía sin duda de que mi ser conservaba aún una secreta simpatía por la opacidad. Tener conocimiento de ello no me hizo, sin embargo, desistir de mi empresa; me comportaba como uno de esos ancianos que se quedan dormidos aunque saben muy bien que el sueño los perjudica, y que se enojan si los despiertan aunque encargaron a los criados que así lo hicieran. A medida que me acercaba a provincias más tenebrosas mi cuerpo se iba oscureciendo hasta que, finalmente, fue presa de las debilidades que acarrea esta enfermedad de la materia; me sentí muy fatigado y me quedé dormido.
     Aquello sucedió en un campo raso, tan árido que no pude descubrir en él ni siquiera un matorral al alcance de mi vista. Sin embargo, al despertar, me hallaba bajo un árbol junto al cual los más altos cedros hubieran parecido simples hierbas. Su tronco era de oro macizo, sus ramas de plata y sus hojas de esmeraldas. Reflejaban éstas en el verde brillante de su preciosa superficie, como en un espejo, las imágenes de los frutos que colgaban alrededor. Pero esos frutos no tenían nada que pedir a las hojas. El escarlata encendido de un carbunclo de gran tamaño componía la mitad de cada uno de ellos y, en cuanto a la otra mitad concierne, vacilaría yo en afirmar si era de la misma materia del crisólito o si se trataba de un trozo de ámbar dorado. Las flores que estaban abiertas eran enormes rosas de diamante; y las que no pasaban de capullos, gruesas perlas en forma de pera. Un ruiseñor, bello por excelencia gracias a su plumaje monocromo, lanzaba su melodía desde lo más alto de la copa de un árbol, como con la intención de que los ojos se vieran obligados a confesar a los oídos que él no era indigno del trono que ocupaba.
     El maravilloso espectáculo me inmovilizó por un momento, pues no me saciaba de contemplarlo. Pero mientras concentraba el pensamiento en uno de los frutos observados, una granada extraordinariamente bella cuya pulpa era un enjambre de rubíes apelmazados, descubrí que se movía la pequeña corona que le hacía las veces de cabeza, estirándose lo suficiente como para formar un cuello. Empezó después a espumear sobre su punta no sé qué cosa blanca y —a fuerza de espesarse, crecer, avanzar y retroceder— aquella materia acabó por formar el rostro de un pequeño cuerpo de carne.
     Éste era apenas un busto, pues terminaba en la cintura y conservaba más abajo su apariencia de granada. Sin embargo siguió asomando poco a poco, su extremidad inferior se abrió en dos piernas, y cada una acabó en cinco dedos. Pero apenas humanizada, la granada se desprendió de su tallo y, dando una ligera voltereta, cayó a mis pies.
     Confieso que ante los decididos movimientos con que me enfrentaba aquella granada dotada de razón, convertida en un enanito no más grande que el pulgar pero lo bastante fuerte como para crearse a sí mismo, me sentí lleno de veneración.
     —Animal humano —me dijo aquel ser en esa lengua matriz que fue en otros tiempos motivo de tantas reflexiones—, después de estudiarte desde la rama de la que estaba colgado, me pareció leer en tu rostro que no eras originario de este mundo; de allí que haya bajado para convencerme de que estaba en lo cierto.
     Una vez que hube satisfecho su curiosidad acerca de todos los asuntos sobre los que quiso interrogarme, añadí:
     —Ahora dime tú quién eres. Es tan asombroso lo que acabo de ver que inútilmente buscaría su causa si no me la explicas. ¿Cómo es posible?… ¡Un árbol enorme de oro puro, con hojas de esmeralda, flores de diamante, capullos de perla y, por añadidura, frutos que se hacen hombres en un abrir y cerrar de ojos: Confieso que la comprensión de un milagro semejante está por encima de mis capacidades.
     Como después de expresar mi admiración me quedé esperando una respuesta, mi interlocutor dijo:
     —Creo que no te parecerá mala idea, ya que soy el rey de todos los habitantes del árbol, ordenarles que sigan mi ejemplo.
     Dichas estas palabras, vi que se concentraba en sí mismo. Es posible que haya puesto en tensión todos los resortes de su voluntad para transmitir algunos movimientos que produjeron lo que ahora vais a oír: un instante después, todos los frutos, todas las flores, todas las hojas, todas las ramas —el árbol entero, en suma— cayeron convertidas en hombrecitos capaces de ver, de oír y de caminar, que en seguida se pusieron a bailar a mi alrededor como para festejar su nacimiento en el mismo instante de su nacimiento. ~

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