Iba por Champs Elysées hace unos días y la felicidad, más que salir a mi encuentro, iba conmigo. Tanta euforia se debía a que llevaba en mi bolsillo una nueva traducción al francés del Tristram Shandy de Laurence Sterne. Y ese libro tiene para mí duende. Independientemente de que sea una novela genial, ese libro me ha dado siempre una fuerza espiritual extraña. Era por eso que, a pesar de que era un día de tormenta, iba yo por Champs Elysées con un sentimiento de alarmante felicidad. Me volví de pronto cauto cuando recordé que con la felicidad es mejor no confiarse y que lo más sabio es dejar que sea efímera, no querer abrazarla tanto.
De modo que reduje yo mismo la intensidad de mi alegría y recordé muy oportunamente que en otro día de tormenta y de invierno, en pleno Champs Elysées y justo por donde en aquel momento yo pasaba, en el umbral del Teatro Marigny, el escritor Ödön von Hormath había muerto instantáneamente al ser golpeado por la rama pesada de un árbol. Sin duda era un bello destino shandy morir en pleno Champs Elysées fulminado por un árbol. Pero tal vez aún no había llegado mi hora. Pasé a evocar aquellos paseos que hacía el joven Ernst Jünger cuando, entre combate y combate en Bapaum, se dedicaba en pleno frente, con alegría shandy, a leer el Tristram, que para él era una fuente de diversión y de energía en medio del desastre bélico.
No fue la rama de un árbol, pero sí un disparo el que fulminó al joven Jünger, aunque en su caso no hubo gravedad ni muerte y despertó en un hospital militar donde pudo retomar la lectura del Tristram, porque el libro se había quedado en el bolsillo de su abrigo. Fue para él, y así lo ha contado, como si todo lo acaecido en el intermedio (el combate, la bala, la herida, el hospital, el despertar a la realidad) “sólo fuera un sueño o perteneciera al contenido mismo del libro, como si se hubiese insertado un tipo particular de fuerza espiritual”.
El duende del shandysmo. En lengua castellana sigue estando perfectamente disponible la poderosa traducción de Javier Marías. En Cataluña se acaba de reeditar la versión de Joaquín Mallafré, nada pasada de moda, a pesar de que ya tiene unos años, pues precisamente los arcaísmos del traductor, lejos de pervertir el original, subrayan la densidad del texto. Y ahora en Francia, la reaparición del Tristram Shandy está siendo un acontecimiento, que yo celebré en esa tarde de invierno, convencido de que, con el libro en el bolsillo y tomando las precauciones debidas ante la felicidad, yo era un lector invencible, por mucho que hubiera tormenta y me encontrara, además, junto al Marigny y el árbol asesino.
Entre lo mejor del Tristram Shandy se encuentra algo en lo que algunos críticos franceses reparan en estos días como si se tratara de un descubrimiento. En un momento en que tanto se habla de narraciones ensambladas con el ensayo y esas combinaciones y novelas híbridas se presentan a veces como novedad absoluta, se ve ahora que el libro de Sterne fue seguramente la primera novela-ensayo de la historia. Así que la cosa viene de lejos. Como también de lejos viene mi shandysmo. En Barcelona, pertenezco a la Sociedad de Amigos de Laurence Sterne. Nos reunimos una vez al año, el 24 de noviembre, y celebramos el aniversario del nacimiento de ese gran escritor, oriundo de Clonmel (Irlanda). Si los seguidores de James Joyce son unos fanáticos que desayunan cada 16 de junio té, tostadas y riñón de cerdo, los amigos de Sterne no les vamos a la zaga y nos reunimos a cenar cada 24 de noviembre en un restaurante de las afueras de Barcelona, que se llama precisamente Clonmel y que regenta un oriundo de esa población irlandesa, un tipo que curiosamente nunca ha sido admirador de Sterne.
Me río a solas todos los años en el Clonmel cuando recuerdo las furibundas envestidas del Tristram a las novelas solemnes de sus contemporáneos, su asombrosamente levísimo contenido narrativo (el narrador-protagonista no nace hasta muy avanzada la novela; antes está siendo concebido, lo que hace que podamos leer Tristram Shandy como la gestación de una novela), sus constantes y gloriosas digresiones y los comentarios eruditos que puntúan todo el texto. Y, por encima de todo, su gran exhibición de ironía cervantina, sus asombrosas complicidades con el lector, la utilización del flujo de conciencia que otros luego dirían que habían ellos inventado. Y por inventar que no quede: En Sterne encontramos una fabulosa capacidad freudiana para la asociación de ideas.
Es un libro extraordinario en el que su protagonista no quiere nacer porque no quiere morir, al igual que no quería morir yo aquel día en Champs Elysées, aunque llevara mi Tristram en el bolsillo, el mejor pasaporte para la eternidad. Paso revista a mi vida y veo que el cometa Shandy, desde que apareció en ella, me la ha alegrado siempre, porque tiene duende. Me fascina esta novela tramada con un tenue hilo de narración y unos monólogos donde los recuerdos reales como en la mejor de las hoy tan en boga autoficciones ocupan muchas veces el lugar de los sucesos imaginados. Donde, como decía Alfonso Reyes, la risa está siempre a punto de estallar y de pronto se resuelve en lágrimas. Donde uno descubre de golpe, al borde del llanto alegre, que la vida puede ser triste. Claro que sí. La vida es shandy. ~
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