Señaló Octavio Paz, escritor mucho más que admirable, “que, a medida que pasan los años, veo con más simpatía a la revuelta que a la revolución” (Tiempo nublado). Mutatis mutandis o cambiando de tercio, para expresarlo en clave taurina, cultura en la que estoy felizmente inmerso, yo diría lo mismo por cuanto atañe a los orígenes del español, tema por el que algunos se mueven como si se tratase de ir por el campo levantando piedras.
Seamos modestos, apostando por la investigación y dando al olvido algunos tópicos hoy por hoy sin fundamento, aunque arraigados y tal vez hasta sostenidos con interesado empeño. Los primeros testimonios escritos de las lenguas romances peninsulares, y conste que no me refiero a los anuncios ni a los anticipos de las pizarras visigodas de Ávila y Salamanca (siglos VI-VIII), no proceden de monasterios tan nobles e ilustres como los de San Millán de la Cogolla, en La Rioja, o Santo Domingo de Silos, en Burgos, ni tratan de asuntos grandes. Son muy humildes, simples anotaciones de andar por casa.
Aludo, verbigracia, a la Nodicia de Kesos del Monasterio de los Santos Justo y Pastor de Rozuela, asiento de un fraile puntilloso: el hermano Semeno, espejo y modelo de cilleros honrados, personaje que en razón del celo que guiaba su cometido ocupa un lugar de privilegio en la historia, todavía con capítulos por escribir de los orígenes de nuestra gran lengua, patrimonio de la humanidad, en la que cotidianamente viven, enriqueciéndola, más de cuatrocientos millones de personas.
En la actual casería (casería, casa de labor, no caserío, conjunto reducido de casas) de Rozuela (antes Rocola: de ruptiolum, pequeño campo rozado o roturado), en los dominios leoneses de Ardón, no existe ni rastro de un remoto pasado monacal que pronto entró en decadencia, afectada por litigios y disensiones, a pesar de los esfuerzos de Ramiro III, huésped ilustre de aquel cenobio el 21 de julio del 974. Allí y entonces fue cuando frater Semeno anotó en sus cuentas el gasto de cuatro quesos: “IIII que espiseron [sacaron] quando llo rege uenit ad Rocola”, circunstancia que fecha la Nodicia, escrita de un golpe y a dos columnas en el espacio libre de un pergamino de más altos vuelos.
Cualquier hablante culto del español sentirá familiar el texto: “Nodicia de kesos que espisit frater Semeno in labore de fratres in ilo bacelare de cirka Sancte Iuste.” Se trata, concluye el profesor Morala, de “un romance solo ligeramente velado en ocasiones por ciertas grafías seudolatinizantes [pero con] desinencias plenamente romances, sustantivos precedidos por artículos [ilo bacelare; más adelante, in ilo alio de apate, in ilo de Kastrelo, etc.], innovación de los romances frente al latín, o preposiciones que sustituyen a los antiguos casos latinos” (de kesos, no caseorum). Especial interés registra la palabra bacelare, viña nueva, “que solo se explica en el contexto lingüístico leonés” y “que en la actualidad sigue utilizándose solo en una franja que comprende áreas de Salamanca, de Zamora y del sur de León”. Todos estos rasgos se repiten en los ciento treinta volúmenes de la colección Fuentes y Estudios de la Historia Leonesa, colección ciertamente memorable, dirigida por José María Fernández Catón.
Curiosa y significativamente, una pizarra visigoda del siglo VII, procedente de Galinduste (Salamanca), nos depara otra noticia de quesos, en este caso una Notitia. El fragmento, incompletísimo, es muy breve, pero mantiene dos formas para denominar los quesos (froma y casios) y ya atestigua el proceso de pérdida de los casos latinos. Entre la Nodicia del Monasterio de los Santos Justo y Pastor de Rozuela y esta Notitia salmantina median tres siglos, pero ambas abonan una pista esencial: la misa se seguiría oficiando en latín, la lengua de ritos y ceremonias, pero los quesos se repartían en romance, el habla del amor, los trabajos y la muerte, de la vida y los afanes cotidianos.
Que nadie se deje engañar por la aparente torpeza de estos testimonios gráficos iniciales: “Esa lengua aparentemente balbuciente y torpe que nos ofrecen no es más que pálido reflejo de la realmente hablada”, señaló Emilio Alarcos Llorach en El español, lengua milenaria. Se hablaba romance, aunque se escribiera en latín, como abonan Los becerros gótico y galicano de Valpuesta, cuya edición depurada, a cargo del eximio equipo de paleógrafos que dirige José Manuel Ruiz Asencio, acabamos de publicar en el Instituto Castellano y Leonés de la Lengua.
Santa María de Valpuesta, en el norte de Burgos, en el valle de Valdegovía, a caballo con Álava, acogió la sede de un obispado señero en la Castilla condal, vigente desde el siglo IX hasta 1088, transformado entonces en arcedianato, dotado de rentas pingües pero paulatinamente alejado de los centros del poder y, en consecuencia, sin las ventajas de todo orden, económicas y fiscales, que tal situación comportaba.
Dispuestos a disfrutar esos privilegios, en Valpuesta falsificaron dos documentos, los cuales, certificando la creación del obispado y la repoblación de aquellas tierras a finales del IX, abonaban límites generosos, establecían mercedes suculentas y fijaban el alivio de notables exenciones tributarias.
De ahí el becerro gótico, porque aquella ficción únicamente saldría adelante, como en efecto salió, envuelta en verdades, para lo que se reúnen los “papeles” (documentos sueltos y cuadernos) que andaban por el archivo, posiblemente perdidos de no haberse planteado esta maniobra, salvadora por partida doble: para los intereses de la colegiata, porque los reyes sucesivos dieron por buena la falsificación, y para la historia del español, enriquecida por una colección formidable, con un total de 187 documentos, centón decisivo para desvelar el misterio de las edades. “La verdad de las mentiras”, que diría Vargas Llosa, feliz y glorioso último Premio Nobel del español milenario.
Bajo el barniz del latín, la escritura oficial, y con el disfraz de sus formas, por Los becerros gótico y galicano de Valpuesta asoman nuestras palabras (azadón, camisa, concejo, heredad, manteles, molino, pezes, sobrino, tío) y nuestras expresiones (cubam de vino, quartero de cebada, moio de sal, thocinos de carne porcina) y también se afirman las estructuras del romance (in illo nostro horto), ya desgramaticalizado el sistema de casos. Estamos ante un léxico básico y fundamental, más rico de lo que en principio pudiera suponerse. El escriba de turno traducía a la lengua de cultura palabras y expresiones que, sin embargo, pensaba en romance, que era como las decía su interlocutor cuando se trataba, pongo por caso, de un acto de donación, circunstancia frecuente en la documentación valpostana. Frente a la secuencia arcaizante de un latín a esas alturas casi inexistente en la calle, se impone la oralidad popular, entrañada de mezclas.
Hasta aquí todo normal. El milagro se obró después, con el desarrollo espectacular de aquel romance o, si se prefiere, de aquellos romances, porque tal vez convenga recordar esta advertencia de José Ramón Morala: “Erraríamos si analizáramos la lengua de estos textos bajo la perspectiva actual y pensáramos que hay en la lengua de los documentos una especie de oposición entre leonés y castellano.” El español cuajó en esa mezcla, asentado el modelo castellano por la corte alfonsí desde mediados del xiii. Ahora bien, el prodigio vendría luego. Porque, como canta el Poema de Fernán González:
Entonçe era Castyella un pequenno ryncón,
era de castellanos Montes d’Oca mojón,
e de la otra parte Fitero el fondón,
moros tenían Carazo en aquella sazón.
Ni la mitad, valgan verdades, del octavo del Jalisco actual, menos de la centésima parte de sus habitantes. Un puñado de gentes batalladoras, cuya lengua, el romance de los orígenes, se ha hecho grande por la voluntad libre de pueblos y de naciones, derramado primero por las riberas del Duero, pasando después el Tajo y extendiéndose por Al Andalus, más tarde cruzando el Atlántico y a caballo de los Andes, ahora más allá del Rio Grande y en auge por las orillas del Hudson. Casi siempre con la oficialidad en contra, porque ese movimiento excluyente y cazurro del English only carece de novedad.
El español, sí, de todos y para todos, con tantas capitales como lugares donde se habla, sin sometimiento de ninguno de sus modos, todos imprescindibles. Lo diré otra vez con palabras de Alarcos Llorach: “nuestro español, aunque de base castellana […], se ha ido elaborando con el concurso continuado de tantas y tantas otras modalidades peninsulares –y después, también, americanas–, de manera análoga a como fue naciendo y haciéndose el hombre español moderno, amasijo de sangre y tradiciones variadas”.
Volviendo a las palabras de Octavio Paz, santo y seña de estas reflexiones: en cuanto a los orígenes del idioma “no hay puertas” misteriosas ni magias; “hay espejos”, los documentos. A ellos, lector amigo, he querido remitirte. Los textos de la llamada época oscura reflejan el pálpito de nuestra intrahistoria y el hacerse en vilo de nuestra lengua con imágenes fascinantes. ~