Los manuales empresariales, si es que hay otros, determinan que en una reuniĆ³n o entrevista se pierde el 60% del mensaje. Y eso que habla el jefe. Ese porcentaje, como todo lo demĆ”s, es un cĆ”lculo ilusorio. Si recibiĆ©ramos el 40% de contenido no podrĆamos asimilarlo, harĆamos implosiĆ³n. La evoluciĆ³n ha restringido lo que puede captar el ojo porque si no ese ojo tendrĆa que ser tan grande como la cabeza. El cerebro consume el 20% de la energĆa del cuerpo porque nunca deja de procesar. Escucha lo justo para sobrevivir, o sea, para ser eterno. Pero ahora todo parece ser poco: hay mĆ”s presiĆ³n que nunca para escuchar. Al cliente, al cĆ³nyuge, al planeta.
Los manuales para aprender a escuchar enumeran consejos que, si se llevaran a la prĆ”ctica, impedirĆan escuchar: concĆ©ntrate, ten paciencia, cuida tu lenguaje corporal, pon atenciĆ³n, no interrumpas, muestra simpatĆa, atiende a los sentimientos, repite lo que te dicen, resume…
Un consejo habitual insiste en que antes de escuchar a los demĆ”s hay que escucharse a uno mismo, lo cual es mĆ”s difĆcil o imposible todavĆa. Al menos escuchar a otros (si es que existen) podrĆa llegar a ser entretenido. Pero escucharse a uno mismo es el colmo de la redundancia. Escucharse a uno mismo es entrar en un agujero negro: el horror de Conrad, el volcĆ”n de Lowry. En la entrada hay un misil rebotando loco, enjambres de drones con bombas H, la notificaciĆ³n de un embargo, hacienda… Pero son efectos especiales del terror cotidiano, miedos, barullos, angustia. Pasado ese umbral –hay que practicar un poco porque a veces te enredas en los miedos– llegas al fondo del ego, que se ha quedado en nada. Por suerte, el abismo interior es cada vez mĆ”s breve: como todo lo demĆ”s, se ha comprimido. El ego es una patatica.
Lo que encuentras si te asomas al interior a escucharte a ti mismo… es que has desaparecido. No hay nada, polvo de estrellas, bacterias inmortales. La frase de Ortega se actualiza cada maƱana y se queda en “yo soy mi circunstancia”. ¿QuĆ© hay ahĆ dentro? Una puerta que sale al exterior. Un tĆŗnel como el que usĆ³ el Chapo y una moto vieja. Cuatro recuerdos alterados o falsos, cien mil horas de radio, algĆŗn remordimiento quizĆ” inventado o copiado de una pelĆcula.
La identidad es un contenedor mutante en torno al cual orbita el cinturĆ³n de miedos. La identidad, hasta hace poco, eran los secretos. Pero ya los has ido soltando por las redes. Los has liberado a trozos, un adjetivo por aquĆ, un clic furtivo por allĆ”… Los robots de Google et alii reconstruyen tus secretos rutinariamente. Hay datos dispersos, varias identidades segĆŗn Ć”reas o sectores de actividad, pero acabarĆ”n por converger en un punto que ya no serĆ” tuyo sino de alguna corporaciĆ³n. QuizĆ” reservas algĆŗn secreto como inversiĆ³n o lo guardas para venderlo al banco de argumentos mundial de segunda mano.
Pero no puedes asomarte ahĆ esperando que haya algo. No puedes estar impasible viendo pasar tus errores, el timeline de Ć©xitos, tal como aconsejan por doquier. Una sarta de clics.
Otro truco que recomiendan para escuchar es la empatĆa: pero si pudieras empatizar, ponerte en el lugar del otro (en su vida, vivir su vida) ya no harĆa falta escucharle. Si consigues ser Ć©l, ya no necesitas escucharle.
La adicciĆ³n a los mĆ³viles parece ser la Ćŗltima culpable de la imposibilidad de escuchar, pero tambiĆ©n podrĆa ser al revĆ©s: los mĆ³viles se han inventado para, por fin, poder no escuchar. Estar juntos sin estar. La historia de la humanidad se podrĆa escribir como la bĆŗsqueda de argucias e ingenios para no escuchar mĆ”s que lo justo.
La razĆ³n definitiva de por quĆ© es imposible escuchar puede ser que cada persona viene con todo, lleva toda su vida encima, activada, y emite todo a la vez. (Nota: Pensar esto de alguien que viaja conmigo en el ascensor). No podrĆamos atender a tanta informaciĆ³n porque cada persona lleva el universo (o es el universo). Asumir que el interlocutor estĆ” con toda su vida completa, incluyendo el futuro (que tal vez nos incluye), podrĆa ser un primer paso para vencer esa imposibilidad de escuchar.
Y la razĆ³n bĆ”sica por la que escuchar es imposible serĆa la propia angustia contable: el flujo de contenido propio es inmanejable y no se le puede ordenar que se detenga o que desaparezca. Ese flujo, la ruedeta que no cesa, es el mismo mundo. Y el siseo, los neutrinos.
Escuchar es imposible porque no es necesario. Ya sabemos lo que vamos a oĆr. No nos interesa: no nos ayuda a sobrevivir (alcanzar la eternidad expandida). Y, en Ćŗltima instancia, porque sabemos que el que habla no sabe lo que dice. El mensaje estĆ” ya en el aire, nos precede. El mensaje, si lo hay, es mĆ”s rĆ”pido que la velocidad de la luz y no requiere traducciĆ³n. De puro simple se nos escapa.
Precisamente porque es imposible escuchar, hay que intentarlo. Es lo Ćŗnico que se nos resiste, lo que nos darĆ” el sentido del universo. Por eso estamos siempre hablando, a ver si lo conseguimos. A ver si captamos algo del otro. Escuchar equivale a buscar vida extraterrestre, pero en la cocina; escuchar con los antiguos sentidos que nos han traĆdo hasta aquĆ, hasta este estancamiento.
Hay que intentar escuchar, aplicar esas tĆ©cnicas rudimentarias, ir a nuestro interior hueco, por donde pasa el universo a toda velocidad, ver el flujo de datos, sentarnos delante de alguien, y esperar –o forzar– el milagro. ~
(Barbastro, 1958) es escritor y columnista. Lleva la pƔgina gistain.net. En 2024 ha publicado 'Familias raras' (Instituto de Estudios Altoaragoneses).