Entonces, Tomás Segovia… /y 2

Yo no soy más que un señor que escribe en los cafés y que para preparar las páginas que voy a leerles no ha pasado un minuto en ninguna biblioteca, ni casi en Wikipedia.
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En una conferencia acerca de su lealtad a la República Española, cuyo texto se ha publicado en la Revista de la Universidad de México en este mismo noviembre de su fallecimiento, Tomás Segovia declara que no es un historiador ni un erudito (aunque sabíamos que conocía mucho de Historia y de muchas otras “materias”, pero no de modo profesoral), ni un hombre cercano a los centros de poder o de la información (lo cual también sabíamos); y añade:

“Yo no soy más que un señor que escribe en los cafés y que para preparar las páginas que voy a leerles no ha pasado un minuto en ninguna biblioteca, ni casi en Wikipedia. Mi único título es ser de los pocos todavía vivos que nacimos antes de aquella fecha” (y se refería a la del surgimiento de la Segunda República Española el 14 de abril de 1931).

Ahora, al leer yo esas líneas a las dos semanas de haber muerto Tomás, y de no haberme asomado a la ventanilla de su ataúd porque siempre he preferido recordar vivos a los seres queridos, me conmueve esa autodefinición a la vez humilde y orgullosa: “un señor que escribe en los cafés”; y ésa será la imagen de él que intentaré conservar para lo que me quede de memoria y/o de vida. Desde su adolescencia cuando Tomás escribía en el mexicano Café Chufas, según dibujo de Gaya y algún garabato mío, hasta su ya avanzada vejez, cuando escribía en el madrileño Café Comercial, según fotos de Juan Cruz, o en el coyoacanense Moheli, según fotos de Javier Narváez, fue un casi habitante de los cafés que encontró en sus trayectos de nómada.

Entrevista con El fantasma

Tomás se me aparece en la alta noche, sonríe (como en la película En el balcón vacío, donde era un prisionero condenado a muerte que sonreía a la niña Nuri Pereña/María Luisa Elío) y me da una mano fantasma pero aún tibia.

—Tomás, ¿qué has sido tú al ir de un país en otro, de una república en otras, de una mujer en otras, de un café en otros? ¿Exiliado? ¿Nómada? ¿Un mero errabundo? ¿Un mero prefantasma?

Me responde con una voz menos apagada que la suya cuando vivía:

—Exiliado antes que nada. Y exiliado tres veces: exiliado del vientre materno, exiliado de España y ahora, como puedes ver, exiliado de la mera vida. Sufro o tal vez gozo la condición de exiliado, pero creo que el mío no ha sido un exilio de circunstancias, sino que fue, ¿o aún es?, un innato destino. Por lo demás, en cuanto al exilio histórico (que también lo viví), no echo la culpa a nadie. Si fue una incomodidad, fue también una buena aventura. Gentes, costumbres, lenguas he pasado y me han hecho quien soy: un poeta. No se me lea como a un exiliado sino como a un hombre. ¿Español/mexicano o mexicano/español? No sabría cómo etiquetarme. ¿Para qué las etiquetas, los adjetivos? Acaso la poesía debiera hacerse con sólo sustantivos y verbos, y alguna vez un gerundio, pues la vida no es algo fijo sino un estar viviendo. He vivido, pero sigo queriendo saber si vivía la vida a la que estaba destinado o me la cambiaron por otra. He escrito poesía para aclararme, para iluminarme la vida y el mundo. Lo dije en un poema y quisiera seguir diciéndolo:

“Mientras no quiera el tiempo / dejarme de su mano,/ saldré cada mañana/ a buscar con la misma reverencia/ mi diaria salvación por la palabra.”

Escribí poesía por afán de anagnórisis, por la necesidad de encontrar a los otros, de reencontrarme en la mujer, en el amigo, en el niño que fui, en el hombre que he querido ser y que acaso lo he sido pero no lo supe.

—Escribir, Tomás, es acto de solitarios y amantes del silencio. ¿Por qué escribías en el rumor y a veces el tumulto de esas plazas públicas dentro de plazas públicas: los cafés?

—Porque, como diría Albert Camus, soy solitario/solidario, y necesito ser acompañado y acompañante de la vida que bulle y habla alrededor de uno.

—Pero, ¿y el silencio, Tomás? Tu amado silencio “del que deben nacer las palabras y el poema”… El poema, que como una vez inolvidablemente me dijiste, no está en lo escrito, sino entre lo escrito y el lector.

—El silencio, Colina, puede estar sólo por dentro, como una música callada en la soledad sonora, que diría Juan de Yepes. Pero el silencio exterior, la ausencia de las otras voces, aun de las estridentes, me inmovilizaba la mano escritora, ésa que nos avergüenza un poco, pues sólo construye con palabras y no funda nada concreto. Por eso, como le dijiste a Nicolás Alvarado en aquel programa de televisión (¡la televisión, vaya cosa fantasmal!), he sido un bricoleur, o, mejor dicho, un constructor: hice con mis manos una casa en Tepoztlán. La dejé hecha y me fui. El nómada a veces funda, pero vuelve a irse; ésa es su condición, su destino.

—Eras, tú lo decías, un nómada, o sea un tránsfuga y un solitario.

—Todos somos transitorios y nadie escribe solo. Se escribe acompañado de tus amigos, de las mujeres que amas, del desconocido que te ha lanzado una mirada de simpatía, o quizá de odio… pues los enemigos acompañan a su modo. Y, desde luego, también acompañan los fantasmas. A mí me acompañaron —y me acompañarán mientras yo perdure en quienes me lean— los fantasmas de Jorge Manrique, de Garcilaso, de Li Po, de Shakespeare, de Shelley, de Nerval, de Baudelaire, de Bécquer, de Rilke, de Juan Ramón Jiménez, de Emilio Prados y Luis Cernuda y Octavio Paz, y… en fin, ¡son tantos! Pero, disculpa, navegar es necesario y debo despedirme. Ya oigo al incógnito marinero del romance cantar desde la nave que va a partir: “Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va”… Adieu!

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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