Entrevista con Juan José Campanella

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Juan José Campanella pasa la mitad del año en los Estados Unidos, donde estudió, se forjó en la industria y desde hace tiempo trabaja para la televisión de ese país, en el canal usa Network. Después de alcanzar una candidatura al Oscar a la mejor película extranjera con El hijo de la novia, sus excursiones se multiplicaron, pero hacia Europa, y particularmente España, país que adora y donde es adorado y adulado por el público y la crítica. Acaso sean sus historias, nada pretenciosas, pero exactas a la hora de administrar nostalgia y optimismo; o acaso sea esa capacidad para recrear atmósferas íntimas, que parecían haberse perdido entre los efectos especiales y la voluntad de escandalizar. Ese tono, medido, apocado, casi familiar, muy de los años cincuenta y principios de los sesenta, percutió con fuerza, tanto en el español como en el argentino medio, pero decir eso es decir una verdad a medias, porque si bien en los Estados Unidos Campanella nunca dirigió cine, aquella candidatura abrió las puertas para la adaptación de El hijo al mercado norteamericano. Ya lanzado a las grandes ligas, el director, después de sopesar proyectos y ofertas, decidió concentrarse en una historia, pequeña y encantadora, y otra vez dio en el clavo: su Luna de Avellaneda, una coproducción argentino-española, sorprendió a propios y ajenos. En el centro de la escena, su popularidad en la península es tan grande o más que en la Argentina, así como la de alguno de sus actores favoritos, muy especialmente la de Ricardo Darín, con quien trabaja desde hace años, y que desde hace años también va y viene de España, saludado en cada ocasión por la crítica de ambas orillas.

Trabajar en los Estados Unidos, triunfar en España, en la Argentina, ¿es un lujo o es la consecuencia de años de trabajo?
     La fortuna más grande que hay sobre la tierra es vivir de lo que te gusta. Y de eso puedo hablar ahora, pero hace años que estoy en este negocio: empecé a los diecinueve y mi primer éxito lo tuve recién a los cuarenta y dos. Sacá la cuenta. Es mucha la gente que conozco, digo: que empezó conmigo. Diría que el noventa y siete por ciento de todos ellos hoy se dedica a otra cosa. Yo soy más perseverante.
     Estar en Hollywood, que se supone es la meca del cine, ¿fue un logro personal o una necesidad económica?
     Yo hice mi carrera allá porque fui a estudiar; empecé como montajista y enseguida tomé tres o cuatro cosas para dirigir. Hay que pensar que la televisión, incluso la televisión norteamericana, no tiene nada que ver con el cine; tampoco la publicidad. Y en los Estados Unidos yo me dedico a la televisión y a la publicidad. Después de esos primeros tiempos, no soporté más el ambiente y me volví [a la Argentina]. Hay que saber hablar muy bien inglés, meterte a fondo… Son años: tardé veinte en llegar a esto. Pero siempre creí que allá jamás iba a ser feliz. Tampoco es tan así, y menos ahora. Entonces, la vuelta resultó productiva: salió la oportunidad para filmar, para filmar cine, mi verdadero amor. Y así nació El mismo amor, la misma lluvia.

Ese fue el punto de partida. Pero ¿por qué hacer televisión y publicidad en los Estados Unidos y cine en la Argentina y España?
     Bueno, vivo de eso… Ya llegará el momento de filmar en los Estados Unidos, pero no me muero por hacerlo. Además, sinceramente, creo que las historias que sé contar sintonizan mucho más con nuestros públicos, nuestras idiosincrasias.

Hay otros factores.
     Hay otros factores también, claro. El cine es muy caro. El minuto de película, en nuestro país, cuesta alrededor de doscientos dólares. Yo no lo puedo pagar, y casi ninguno de los que conozco puede. Entonces, es como que estás obligado a un éxito, para después poder poner algunas condiciones. Pero producir un éxito no es nada fácil, no se trata de soplar y hacer botellas. Y hay algunos que creen que sí. En la Argentina, muchos críticos de cine, intelectualoides antes que intelectuales, me critican, me acusan de facilismo, de demagogia y cosas parecidas. Es obvio que no conocen la industria, ni la estructura del negocio, y que sólo se han movido en circuitos mínimos. El cine, de entrada, depende de cantidad de personas que muy probablemente no tengan tu misma visión de las cosas. Es necesario tener fuerza interna, convicciones, porque hay que pelear por todo, luchar por cada espacio. Y hay de todo. Están los que sólo quieren ver tetas y culos; después los otros, los exquisitos que se mueven únicamente por Bresson, o por Godard, y nada más, gente cuyo objetivo es figurar en un ambiente que imagina, porque no lo es, glamoroso. En realidad, si sos un tipo normal, que te gusta estar en familia, quedarte en tu casa viendo una película antes que andar de fiesta en fiesta, es un trabajo como cualquier otro; eso sí, donde dependés mucho más de los contactos y las amistades, porque también encontrás gente que comparte tu visión pero que no puede conseguir un peso, que se frustra, que tarda años en filmar su primera película, la filma y un crítico, cualquiera, la destruye. Ese momento es un momento de crisis, verdaderamente, de vacilación, por el que todos pasamos: preguntarte si vale la pena seguir adelante o no.

Ya no es su caso.
     Afortunadamente, no.

Pero más allá de sus películas, ¿tiene sentido discutir si hay un cine de autor, un cine artístico, por decirlo así, y otro de masas, industrial?
     Tal vez un ejemplo exprese mejor mi opinión. El estreno de El hijo de la novia coincidió con el de La ciénaga, la película de Lucrecia Martel, que es maravillosa, y que también llegó a España. Pero acá, en la Argentina, la prensa polarizó nuestras películas como representantes de estilos absolutamente distintos y excluyentes. Habría que decir que no polarizó, que inventó. ¿Qué pienso? Efectivamente, Lucrecia tiene su estilo, sus temas, y yo tengo los míos. Eso es todo. ¿Eso es tan malo? Pero siempre digo que hay de todo, porque algunos, creo que los más acertados, dijeron que se trataba de películas distintas, que era una cuestión de gustos, que se podía discutir, pero otros —hay otros, claro— enseguida empezaron a bajar línea, a hablar del cine que hay que hacer y del cine que no hay que hacer. Como si la Argentina fuera Francia, la Francia de mayo del 68. Y no lo es por muchas razones, pero en este caso particular, esos justicieros jamás han filmado nada, a diferencia de los críticos de Cahiers du cinéma.

Argentina, el país de las vacas y las mieses.
     Exacto. Y más gracioso: Lucrecia Martel es muy amiga mía. Es una chica excepcional, talentosa, generosa. De hecho, la mitad del equipo técnico de Luna de Avellaneda trabajó después con ella en La niña santa. En pocas palabras, entre nosotros no existe rivalidad alguna; simplemente, hacemos cines distintos; compararlos es como comparar naranjas con bananas.

Bueno: pero no contestó la pregunta.
     Yo creo que el cine es una cuestión de calidad y personalidad, estilo. Hay directores que piensan al arte como un producto de su insatisfacción; o son deliberadamente agresivos, provocadores. Allá ellos. A mí no me interesa. Y no estoy hablando de Bresson, de Godard o de Lucrecia Martel precisamente. Y además, ¿quién puede decir este cine es de calidad y este otro no? Es muy subjetivo.

Se supone que la crítica.
     Se supone. Yo ya no sé si hay crítica. Y lo confieso, me interesa mucho más la opinión de los espectadores.

Es un criterio más objetivo.
     Por supuesto, de ahí viene la diferencia con la publicidad y la televisión, el puro rating, que es un número que no significa nada, que no indica nada, ni siquiera qué cantidad de gente representa. En el teatro o el cine, claramente se trata de otra cosa. Podés sentarte en medio del público y saber qué pasa con tu trabajo, cómo es recibido, qué cosas despierta. Yo lo hice muchas veces… de incógnito.

Pero eso tampoco supone que usted sólo vaya a contar la historia que quiere el público.
     Seguro que no, pero hay que admitir, porque muchas veces una buena idea se echa a perder por no prestar atención, que este oficio es un ida y vuelta. En mi caso, toda la vida tuve preferencias por las cosas directas, populares, en el mejor sentido. Diversión no es sinónimo de estupidez. Yo crecí al lado de un cine de barrio y puedo dar fe. No estoy diciendo que Fellini es una basura, o que es complicado. Precisamente, Fellini es un maestro; es un maestro también de la sencillez, de la humildad. Él hizo cosas que yo quisiera hacer. Tengo menos talento, está claro, pero no me parece malo tener su obra como ejemplo.

¿Por qué tanto éxito en España?
     Es un poco inexplicable. Igual, no quiero caer en el lugar común, la falsa modestia. Pero esto de director de éxito es muy nuevo para mí, no me lo quiero creer demasiado: tener un par de éxitos no te convierte en exitoso de por vida. Yo hice cinco películas: dos fracasos, una salió hecha y las otras dos, éxitos. Así que no hay que agrandarse.

Pero ¿por qué España?
     Porque somos hijos de gallegos, de tanos, venimos de ahí. Nuestra sensibilidad, la filosofía espontánea que nos caracteriza, ¿de dónde viene? Esa facilidad para la réplica, para no enroscarse, para ir al grano… ¿De dónde viene nuestro amor a la familia, a los viejos? Tampoco abusar, los argentinos tenemos cantidad de vicios, que se agigantan en el extranjero: somos agrandados, ácidos, cínicos, patoteros, mentirosos, pero también somos cálidos, receptivos, desprendidos, dados a los demás. Pero esa inflación de egos que te digo, eso causa mucha gracia afuera, hace reír, y mucho más cuando hubo que tragarse bien tragado el orgullo, después de 2001. En un sentido, ¿sabés que pienso?: que ese desastre nacional, si para algo sirvió, fue para poner los pies sobre la tierra y decir, soy argentino, nada especial, soy uno más, y hasta puedo ser mejor. Los españoles, contra todo lo que pueda decirse, nos han dado una mano enorme. Y tanto ellos como nosotros, digo, la gente del pueblo, no hablo de los dirigentes ni de los empresarios, sabemos que si hubo negociados, maniobras extrañas, estaban fuera de nuestro control. Y al final quedó lo mejor: la solidaridad. Ese mundo es el que intento representar en mis películas. Espero estar haciéndolo bien. –

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