“El cine no existe en sí. Es un movimiento […]. La película no está en el aparato de proyección, ni sobre la pantalla, es una especie de movimiento en el que se entra.” Eso lo pensó Godard en los años sesenta, pero seguramente lo sigue pensando hoy, quizá con más intensidad que entonces: no hay más que ver Film socialisme, su última película, para corroborarlo. La frase se encuentra recogida en un libro maravilloso que ha editado el sello Intermedio y que recoge todo el pensamiento de Godard a lo largo de más de cincuenta años. El libro se titula, precisamente, Pensar entre imágenes, y es una suerte de monólogo godardiano que han elaborado Núria Aidelman y Gonzalo de Lucas hurgando en entrevistas, conversaciones y toda clase de textos generados por el director suizo. Se trata de un libro único y original, un libro que Godard lleva escribiendo desde hace muchos años sin haberse nunca sentado a escribirlo. Lo ha ido esparciendo por el camino, en pequeñas píldoras o semillas, esperando a que alguien llegase a recoger los frutos. Pero es también la clase de libro que a Godard le gustaría leer, un objeto que se puede disfrutar de principio a fin o de manera fragmentada y azarosa, como él ha hecho tantas veces con los libros de los otros, abriendo por cualquier página y encontrando frases que le ponían en el disparadero y activaban el mecanismo de sus películas.
Para Godard, el movimiento no se demuestra andando sino con el pensamiento. Por eso su cine está lleno de ideas que se disparan en múltiples direcciones. Por eso no deberíamos hablar tan solo de un cineasta, sino también de un pensador y un ensayista, de un filósofo del cine, quizá el único que ha habido. Godard considera que “el cine está hecho para relacionar”. El cineasta ligará una imagen a otra imagen, pero hay una tercera imagen que tiene que formar necesariamente el espectador, pues se trata de que este trabaje y participe en la experiencia cinematográfica. Ahí se encuentra una de las ecuaciones más hermosas de todo el pensamiento godardiano, la que le convierte en un cineasta eminentemente moderno y en un teórico fundamental para este tiempo nuestro repleto de imágenes que no sabemos mirar.
Sin embargo, son muchos los que asocian a Godard a una modernidad lejana o ya pasada de moda. Y es que siempre han existido muchos malentendidos en torno a Godard; él mismo se ha encargado de fomentarlos en un juego de desdoblamiento constante que afecta no solo a su cine sino también a su propia imagen pública. El Godard autor y el militante, el payaso y el hombre hermético, el egoísta y el hombre comprometido. Hay muchas biografías y puntos de vista posibles, pero es difícil que nadie logre abarcar a Godard como lo han hecho Gonzalo de Lucas y Núria Aidelman. Como ellos mismos explican, Pensar entre imágenes “surge de una intuición”; de la posibilidad de mostrar “las edades de un cineasta” a través de sus palabras, sus dudas, sus deseos y sus frustraciones. Es también una “novela de ideas, pensamientos y vivencias” y una invitación a ver y revisar su cine, pero sobre todo es un libro para los amantes del cine y para los que aspiramos a hacer cine, porque todo lo que se dice en él es inspirador, sorprendentemente liberador y contagioso. Godard se siente más vivo cuando hace películas que cuando no las hace. Es su particular manera de entender el cine como un laboratorio en el que caben todas las relaciones humanas y desde donde se puede “estudiar la vida y vivirla al mismo tiempo”. De ahí su credo de “hacer películas como remedios, como elixires”, en busca del amor a través del trabajo. Como otros compañeros de la Nouvelle Vague, Godard aprendió de Rossellini “que era posible hacer una película con casi nada: (…) se coge a un hombre, a una mujer, un coche, un país y con eso se puede hacer cine”. Hoy más que nunca. Godard hizo À bout de souffle sin saber exactamente la película que quería hacer, empujado tan solo por el deseo de hacer cine. Se trataba de filmar para descubrir lo que era necesario filmar. Por eso diferencia a los cineastas que saben de antemano lo que quieren decir y someten la cámara a su discurso, frente a los que usan la cámara como una herramienta de descubrimiento, a la manera de los mejores pintores con el pincel.
A Godard le gusta verse como un pintor que carga con su caballete y se detiene ante una determinada calle, una luz, el paisaje de un rostro, y siente la necesidad de capturarlos. La imagen de los hermanos Lumière cargando con el trípode de la cámara como si fuera un caballete es una imagen que le gusta recordar a menudo. Esa idea del cine artesanal le llevó a tener su propio taller, un lugar donde poder manipular las imágenes y los sonidos. Desde allí esculpió algunas de sus mejores películas, envuelto en la duda, a golpe de incertidumbre, abriendo nuevos caminos y clausurando otros. A este periodo pertenecen Numéro deux, JLG/JLG, Histoire(s) du cinéma, Scénario du film Passion o Carta a Freddy Buache. Había dejado atrás su época maoísta y el cine militante, aquellas películas compartidas y menos suyas, los años que me resultan menos interesantes de su filmografía, apenas quince páginas del libro. Pero hay que bucear en ellas para encontrar el germen de una idea que hoy ha devuelto a Godard al centro de las grandes polémicas: el cuestionamiento de los derechos de autor desde la reflexión de que las imágenes no pertenecen a quienes las hacen, sino a quienes las miran. Una idea que él mismo ha llevado a la práctica llenando sus películas de planos de otras películas, de citas y de frases prestadas. Godard nos hace reflexionar acerca de la validez de los derechos de autor tal y como los hemos reconocido hasta ahora, pero además hace una defensa de la apropiación de lo ajeno para fabricar algo propio, o diferente del material de partida, que es absolutamente necesaria para estos tiempos histéricos, cuando vamos camino de convertirlo todo en un peaje para ricos y abogados que nos impedirá sacar la cámara de casa, o que nos disuadirá de convocar la frase de nuestro autor favorito al comienzo de los libros. Godard nunca consideró que su cine fuese original. Solo en los últimos años ha empezado a considerar la originalidad de sus películas más recientes, precisamente cuando más material ajeno ha usado en ellas.
Pero Godard ya se veía a sí mismo como cineasta mucho antes de dirigir À bout de souffle. Al igual que sus futuros compañeros de la Nouvelle Vague, consideraba que escribir sobre cine, también pensarlo y hablarlo, era ya una forma de hacer cine. Y cuando ha hecho películas, no ha dejado de ejercer la reflexión y la crítica cinematográficas a través de ellas, en una especie de conversación inagotable. Lo más triste del libro es precisamente el distanciamiento de muchos de sus compañeros y colegas de profesión, la pérdida de interlocutores que el propio Godard lamenta una y otra vez a lo largo de los años, el aislamiento progresivo, la sensación de soledad final. A Truffaut le reprocha especialmente que dejase de hacer las películas que habían soñado juntos, pero cabe preguntarse por la validez real de todas esas películas soñadas. Aunque “sus mejores películas sean precisamente las que no ha hecho”, lo cierto es que los demás solo podremos disfrutar de las que sí ha hecho. Ahora también podemos disfrutar de este libro que ya debería figurar entre sus mejores obras y entre los mejores libros que se han escrito sobre el cine. Aunque lo haya escrito un hombre sin saber que lo estaba escribiendo.~