Fotografía: © Moncloa

¿Eran recortes o reformas?

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En un libro reciente, Why Nations Fail [Por qué las naciones fracasan], Daron Acemoglu y James Robinson tratan de responder a una pregunta endiablada: ¿por qué algunos países son prósperos y tienden a la justicia mientras otros son pobres y autoritarios? Las respuestas tradicionales a este interrogante, afirman los autores, han sido tres: la geografía –unos lugares son mejores que otros para la producción agrícola y el comercio–, la cultura –unas culturas alientan más la eficiencia que otras– y la ignorancia –las elites de algunos países saben cosas que las de otros no–. Sin embargo, estas explicaciones no les convencen. Por ejemplo, cuentan, el clima del sur de Estados Unidos y el del norte de México son muy parecidos, y a pesar de ello el primero está mucho más desarrollado que el segundo. Corea del Sur y del Norte comparten una misma cultura, pero la primera es una democracia y la segunda una tiranía. Muchos de los gobernantes africanos se han formado en las mejores universidades occidentales, por lo que deberían saber lo mismo que los políticos del Oeste, pero ello no ha hecho que consigan –o siquiera deseen– articular sociedades libres en sus países.

Para Acemoglu y Robinson la respuesta es otra: la diferencia está en las instituciones. Aquellos países que han sabido dotarse de instituciones inclusivas, abiertas, sin monopolios, con verdadera igualdad jurídica, han prosperado sea cual sea su situación en el mapa y sean cuales sean sus religiones o sus costumbres. Quienes han construido sistemas que luchan contra las prebendas aristocráticas, contra los privilegios de las minorías, contra la discriminación étnica o sectaria, contra lo que los autores llaman “instituciones extractivas” –las que, en definitiva, benefician a unos pocos a expensas de los demás– han tendido a crecer y a mejorar. Nadie es perfecto, por supuesto, pero hoy hay países más o menos pujantes, con instituciones más o menos buenas, en los cinco continentes.

Mientras leía Why Nations Fail no podía evitar pensar en España. No ya porque Acemoglu y Robinson le den una tremenda somanta a las instituciones que el Imperio español desarrolló en la América hispana hace más de quinientos años, ni porque muchos de los ejemplos negativos que explican –el absolutismo francés, el rechazo prusiano a la industrialización, la Rusia aferrada al aristocratismo y la burocracia– puedan sonar semejantes a nuestra historia. Sino por lo que nos está pasando hoy. Sin duda, España es una sociedad inclusiva con instituciones abiertas, miembro de un selecto club de democracias como es la Unión Europea y con un buen historial reciente de libertades de todo tipo. Pero uno de los rasgos que Acemoglu y Robinson atribuyen a las naciones exitosas, el incansable afán reformador de lo que no funciona o lo hace gracias a privilegios, es infrecuente en España. Nos hemos acostumbrado a convivir normalmente con lo ineficiente. Todos braceamos hacia la mejora, pero solemos quedarnos en el gesto. Y eso, aunque no hace de España ni mucho menos una nación fallida, sí nos pone una y otra vez a las puertas del descuelgue.

En el actual gobierno español debe de haber, sin duda, algún liberal reformista, pero su estrategia ha sido hasta el momento el recorte, no la reforma. No quisiera ser injusto: apenas lleva en el poder cuatro meses y en ese tiempo ha hecho algunas reformas importantes como la laboral –que no acaba con una dualidad tremendamente injusta que da a los empleados fijos beneficios que niega a los temporales– y la financiera –que no me atrevo a juzgar–. Y los recortes probablemente estén justificados por la necesidad de reducir rápidamente el déficit. Pero a pesar de estas salvedades, el gobierno no ha abordado el que creo que probablemente es, siguiendo lo dicho por Acemoglu y Robinson, nuestro principal problema: la supervivencia de instituciones anquilosadas, de prebendas inexplicables.

Y no, por una vez no me refiero a los privilegios de los que gozan los políticos españoles –que están en la línea, si no por debajo, de los que tienen los políticos de la mayor parte de Europa–, sino a los que estos conceden, de manera incomprensible, a terceros. Se diría que lo que más le gusta a un político español es darle a un ciudadano el disfrute de un monopolio, y si eso lamentablemente no es posible, conformarse con mantener una situación injusta. Ahora el precio de los medicamentos es un problema, pero ¿es de extrañar que lo sea cuando estos se venden en tiendas, las farmacias, que tienen monopolios geográficos y, por lo tanto, no compiten entre sí? ¿Por qué, de un modo semejante, deben un notario o un registrador de la propiedad tener precios fijos y un público cautivo? ¿Merecen ahorrarse los quebraderos de cabeza que a los demás nos provoca la necesidad de ser más eficientes y productivos? ¿Tiene algún sentido que quien quiera comprar un paquete de tabaco deba hacerlo, directa o indirectamente, en un estanco, aun cuando estos no suelan tener más mérito comercial que el de haber sido heredados de una abuela viuda de militar? ¿Por qué no tratar el tabaco como el alcohol, que puede ser vendido por cualquiera con una licencia? ¿Y por qué impedir que un comerciante con licencia para vender alcohol pueda venderlo cuando quiera? ¿Quizá porque el lobby de la restauración es más fuerte que el de las tiendas de chinos y paquistaníes? Y también en ese sentido, ¿por qué limitar las horas en que un comercio puede estar abierto? ¿Para premiar a quienes no quieren trabajar más? Y así podríamos seguir y seguir y tendríamos un retrato perfecto de la economía española: una gran masa de gente que lucha por conseguir un trabajo o mantener el suyo y un grupo no tan pequeño al que el Estado le ha dado el lujo de una clientela fija.

Todo esto pueden parecer minucias, pero precisamente por ello son indicativas de que el Estado español –sea cual sea el color de su gobierno– tiende a sobreproteger a algunas minorías no particularmente claves pero con derechos adquiridos mediante la herencia, la oposición o la costumbre, frente al trabajador o el empresario comunes. Naturalmente, reformar esos sectores costaría Dios y ayuda: habría manifiestos, quejas, peticiones de reunión con el ministro de turno y amenazas de destrucción de empleo. Sin embargo, si eso redunda en el beneficio de la mayoría –con precios más baratos, mejor servicio, horarios más cómodos para los compradores– ¿por qué no hacerlo? Bueno, pues porque molestar a unos pocos para beneficiar a la mayoría parece algo impensablemente osado aquí. El reformismo no es cosa de derechas ni de izquierdas, sino de valentía política. No parecemos tener mucha.

He hablado hasta ahora de lo que podríamos llamar pequeños –pero tercos– privilegios privados. Los hay también grandes, sin duda: la singular financiación de la Iglesia, la difícilmente comprensible subvención de los sindicatos, la anestesiante dependencia del sector cultural del dinero público, la bochornosa licencia fiscal de los clubes de fútbol. Todos estos sectores son importantes en la vida cívica del país y son pilares de nuestra forma de convivencia, pero ¿de veras alguien cree que no necesitan una reforma legal que trate de solucionar decentemente sus problemas?

España no está en riesgo, ni mucho menos, de ser un país fracasado. Pero no acabamos de organizarnos bien, de eliminar privilegios y cotos privados. Mientras en las instituciones de la Unión Europea permanezca la idea de que la prioridad es disminuir el déficit, el gobierno deberá seguir recortando el gasto en cuestiones tan cruciales como la educación, la sanidad o el transporte. Pero al mismo tiempo, debemos reformar nuestro sistema de convivencia, que sigue siendo rehén de nuestra tradición monopolística, de los favores que desde siempre los poderosos han otorgado a minorías con las que confraternizaban, o del miedo a alterar intereses incrustados en la historia. No he hablado en las más de mil palabras anteriores de la necesidad también urgente de reformar las instituciones públicas, pero acabaré con una de ellas: ¿cómo hemos permitido que una institución como la monarquía, que ha funcionado hasta ahora de forma razonable, se encuentre con los problemas que tiene hoy? Ya conocen mi respuesta: porque nos hemos negado a someterla a reformas que permitieran su adaptación a los tiempos modernos y aseguraran su supervivencia.

¿Conocen el dicho de que “no hay que tocar lo que funciona”? Es falso. Nada es tan bueno que no mejore con una inteligente reforma. Y si no funciona, imaginen. ~

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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