Ernst, poeta del collage

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Cuando Max Ernst (Brühl, Rhenania 1891 – París, 1976) era un chiquillo de rizos rubios y de mirada celeste, su padre –maestro en una escuela de sordomudos y pintor “de domingo”– le hizo un retrato en melosas tonalidades azules, rosadas y doradas, y lo tituló El niño Jesús, dulce carpinterito… o algo como eso. A Max tal vez le enternecía aquel modo de pintura cursi a la que años después rendiría irónicos homenajes en algunas de sus obras (por ejemplo el cuadro al óleo que muestra a la Virgen María dando nalgadas al niñito Jesús), pero detestaba aquel retrato pintado por el padre, en el que se veía como un monstruito de dulzura, o sea un perfecto ejemplar de lo que Freud habría etiquetado de perversito polimorfo. Y en cuanto, en 1918, terminó el bachillerato dejó que el retrato se empolvara en algún profundo sótano y se dedicó a cursar filosofía en la Universidad de Bonn, a ejercer el insomnio leyendo a Nietzsche o a Baudelaire y a imitar las vertiginosas pinceladas de Van Gogh o las ya cubistas Les demoiselles d’Avignon de Picasso.

Tras haber servido cuatro años como artillero en la Primera Guerra Mundial y haber visitado París y admirado las obras de los pintores cubistas o expresionistas, en Colonia, hacia 1919, publicó con Hans Arp una revista adscrita al movimiento culturalmente subversivo que en Zurich había iniciado Tristan Tzara y que entusiasmaba o irritaba a la intelectualidad europea: el dadaísmo. En 1920 realizó dos exposiciones sucesivas en Colonia. La segunda, instalada en el patio encristalado de una cervecería y amenizada por una señorita travestida de monjita declamando poemas licenciosos, provocó el ansiado primer escándalo “dadaísta” en la carrera artística del joven Max: cristales rotos por la indignada clientela del lugar, irrupción de la policía y breve estadía en la cárcel de los jóvenes terroristas culturales. En ese mismo año y en París conoció a los artistas Picasso y Picabia, y entabló amistad con los poetas André Breton, Paul Éluard y Louis Aragon, que ya estaban en trance de inventar el surrealismo. Desde entonces y hasta su muerte Max pertenecerá a la historia del movimiento surrealista y trasbordará a la historia del arte mundial con una vasta y variada obra siempre abierta a una simbología fantástica y onírica hecha visible con una técnica imitadora del “automatismo psíquico”. Sus cuadros, sus dibujos, grabados y collages son deliberados sueños y pesadillas “puestos en escena”, es decir: en tela o en página.

Las pinturas al óleo de Ernst (el freudiano Edipo Rex, la espectacular y trágica Europa después de la lluvia, el estremecedor Ojo del silencio, etc.) son delirios premeditados. No nacen del subconsciente, sino que lo hacen visible, lo ponen en el cuadro como en un escenario de teatro o de cine, pero no suelen revolucionar la técnica pictórica. Las innovaciones técnicas ernstianas se hallan en su obra gráfica: el frottage, que deriva de lo que Bachelard, o Roland Barthes, o Roger Caillois acaso llamarían “la imaginación de la materia” y son calcos en papeles frotados contra las texturas de diversas superficies; y, sobre todo, las “novelas gráficas” logradas mediante el collage: un “ars combinatoria” y una narrativa que utiliza –recombinándolos– elementos tomados de las ilustraciones de folletines, novelas populares y revistas del final del siglo XIX.

Rimbaud había escrito: “Yo me habituaba a la mera alucinación: veía una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores tocados por ángeles, carretelas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; un título de vodevil erigía ante mí sus espantos.” Esa idea de “arbitraria” puesta en relación de elementos visuales muy diferentes, previamente no relacionados pero ordenados en un nuevo sentido visual, fundamenta una gran parte de las obras literarias de los surrealistas que ya hacían collages literarios de acuerdo a la proposición del poeta Paul Reverdy: que la imagen verbal fuese una creación no nacida de una comparación, sino del encuentro de dos imágenes muy distantes y aun opuestas entre ellas.

Mientras que los papeles u objetos pegados por Braque y Picasso en sus cuadros (que, desde luego, habrán influido en Ernst), eran añadidos con una primordial función plástica, el collage ernstiano es una composición de fragmentos de grabados reunidos y pegados en una nueva “escena”, para producir una insólita imagen en el sentido surrealista, es decir: un encuentro insólito que provoque en quien lo ve un efecto emocional, una “visión” onírica.

La técnica del collage ha tenido antes y después de Ernst buena fortuna en otras artes y aun en la literatura: en algunas obras musicales de Ives, en algunos poemas de Cendrars y Apollinaire, en las novelas de John Dos Passos, en el Ulises (¿novela?) de Joyce, en el cine de Buñuel… Y diríamos que la heteróclita realidad que todos cotidianamente vivimos en el orden/caos de las ciudades es un inmenso collage vivo, una folletinesca novela gráfica, un sueño y a veces una pesadilla que, a la manera de Max Ernst, unen el espanto a la ironía, o viceversa.

Los 184 originales de collages de Max Ernst se exhiben hasta el 17 de octubre en el Museo Nacional de Arte, Tacuba 8, Centro Histórico.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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