En medio de un paisaje caótico, dominado por edificios que cobijan grandes corporativos y centros de consumo, esqueletos metálicos y grúas en movimiento que integran la fase intermedia de desarrollo del complejo inmobiliario Carso, surge una imponente estructura recubierta por placas metalizadas que, asemejando la textura de una colmena, dan forma al Museo Soumaya, en cuyo interior se exhibe la colección privada de arte europeo y mexicano del empresario Carlos Slim. El edificio, obra del arquitecto Fernando Romero, funciona no tanto como un museo sino como un mecanismo, si no es que ya un símbolo, que le proporciona visibilidad al dueño como un empresario socialmente responsable.
Desde su apertura en 2011, las opiniones en torno a este volumen asimétrico han sido poco favorables, hemos escuchado que “el dinero no compra el gusto”, “que la museografía imita la disposición de los objetos en los centros comerciales” o incluso que el acervo se compone de “piezas menores o de dudosa factura”; las voces expertas han sido incisivas con respecto a la colección, calificada como dispareja y poco estudiada. Organizada en seis salas, mismas que pueden recorrerse a través de seis niveles por medio de una extensa rampa espiral, el acervo se estructura y extiende con una variedad insospechada: una colección de monedas y billetes, junto con objetos de vidrio, marfil y madera son el inicio de un recorrido que continua con obras de los maestros de arte antiguo, europeo y novohispano; seguido de un piso que aloja obras del impresionismo y las vanguardias europeas. El quinto nivel se abre paso desde un extenso túnel que bien podría recordarnos la escenografía de una película futurista para mostrar arte mexicano, donde la proximidad entre un mural de Siqueiros y una considerable colección de piezas prehispánicas enfatiza la difusa lógica temporal que pudiera dar sustento a la disposición de las piezas. Finalmente, bajo un techo de lámina que anuncia la llegada al último piso, un ejército de esculturas se despliega frente a los visitantes quienes sortean su rumbo en una especie de circulación que, sin ninguna lógica, promueve tránsitos tan desorganizados como el propio guión que intenta dar sentido a tan vasta colección.
Frente a este caos temporal, con una colección extensa pero limitada en cuanto a las categorías bajo las que se presenta y en donde siglos de historia intentan ser comprendidos a través de sus objetos, se percibe claramente que la colección no aspira a construir algún tipo de memoria histórica. Cualquier museo tiene que ver con el presente, con las maneras en que el pasado es observado y reinterpretado desde la actualidad, esta característica se hace patente a través de los guiones que dan sentido a la disposición de los objetos, lo que hace posible que comprendamos su valor cultural en relación con otras piezas y con sus contextos, que tejamos redes de conexión entre ellos y que finalmente, experimentemos y reflexionemos. Cuando esto no sucede, ya sea porque no hay una lógica clara y un lenguaje museográfico que nos indique por qué ciertas piezas se exhiben en determinado lugar, etc., nos enfrentamos a una contemplación pasiva que limita la experiencia del público; si la pieza de arte no brinca de su pedestal y se conecta con una experiencia humana, pasada o actual, si no articula diálogos con el público, es difícil hablar de un proyecto que funciona eficazmente como museo. A esto, debemos agregar que además de contener, preservar y difundir una colección, el ideal de cualquier museo es convertirse en integrante activo de la comunidad a la que pertenece.
En este contexto, el Museo Soumaya afirma que su vocación reside en disponer la colección “a mexicanos que no han podido viajar fuera del país, para que también tengan acceso a este arte y disfrutarlo” pero, como se ha comprobado en cualquier ámbito, las buenas intenciones no son suficientes para dar forma a un proyecto cultural como el que un museo requiere, mucho menos a uno que se insinúa magno desde su concepción espacial. Asegurar una entrada gratuita para todo el público y acompañarla con visitas guiadas de diferentes tipos no es suficiente, en este sentido resulta pertinente preguntarse qué lugar debe ocupar un museo como el Soumaya dentro del panorama cultural mexicano.
El caso de Slim no es excepcional —tampoco novedoso, pues desde hace varios años el Museo Soumaya Plaza Loreto exhibe parte de la colección del empresario que rebasa las 60 mil piezas—, los modelos de representación de dominio económico que acuden a la cultura para construir emblemas de poder han probado efectividad en el país, basta dar un vistazo a las grandes colecciones privadas (Colección Blastein, Colección Jumex, etc.) que, abriéndose al público y con diferentes estrategias, se han instituido como referentes culturales importantes. En estas experiencias, el cuidadoso proceso de selección para la integración de una colección y la investigación han conseguido consolidar acervos especializados que permiten observar ejercicios donde el coleccionismo supera el acto acumulativo logrando cimentar un proyecto cultural. Sin un contenido sólido que proporcione sentido al edificio es posible pensar que el Museo Soumaya se erige como una insignia urbana, un catalizador que pretende agregarle plusvalía al complejo inmobiliario Carso, más que como un referente cultural de la ciudad. En todo caso, el reto de este museo es convertirse en un entorno en el que se supere la contemplación pasiva y se generen líneas de interpretación que comuniquen y promuevan diálogos y debates con sus visitantes.
Maestra en historiografía e historiadora de la arquitectura.