El 4 de noviembre de 2007 hubo elecciones municipales en el pueblo de Santa María Quiegolani. El triunfo debió corresponder a Eufrosina Cruz Mendoza, contadora pública, oriunda y vecina de la localidad, pero le fue arrebatado. En lugar de aceptar pasivamente este atropello, Cruz Mendoza decidió encabezar un movimiento por los derechos y las libertades de las mujeres indígenas oaxaqueñas. Lo dramático de su caso es que el despojo electoral cometido en su contra no fue producto de unos aviesos intereses externos sino de la aplicación literal de la costumbre que dicta que Quiegolani no puede ser gobernado por una mujer. “Y menos profesionista”, como le dijo el síndico al momento de expulsarla de la asamblea en que se votaba al sucesor de Saúl Cruz Vásquez, presidente municipal entre 2004 y 2007.
Santa María Quiegolani es el último pueblo zapoteco de la sierra sur de Oaxaca, colindante con la zona chontal. Tan es así que la Enciclopedia de los municipios de México explica su etimología como de origen zapoteco (y definición incierta: o “peña tallada” o “dentro del río”) pero, entre otras cosas, define su traje típico como chontal. Se trata en cualquier caso de uno de los 418 municipios oaxaqueños que eligen a sus autoridades bajo el amplio paraguas legal de los “usos y costumbres”. Frente al derecho civil que rige en el resto del país, estos municipios oaxaqueños se gobiernan por el derecho consuetudinario. No es este el lugar para documentar la historia de este desaguisado, que nace del miedo que despertó en Oaxaca la rebelión zapatista del vecino estado de Chiapas en 94. Baste señalar que sólo en la última elección municipal las inconformidades por los resultados surgieron en más de cien de estos municipios: ¡uno de cada cuatro municipios enfrenta algún tipo de malestar postelectoral, con palacios de gobierno tomados y autoridades en el exilio incluidas!
Las mujeres deben trabajar desde niñas. Las mujeres deben levantarse en la madrugada a preparar el nixtamal, limpiar la casa, preparar la comida, recoger la leña. Las mujeres deben servir al padre y a sus hermanos. Las mujeres deben casarse a los doce años con el novio que les asigne el padre y empezar de inmediato un nuevo ciclo de explosión demográfica y miseria. Eso sí, para evitar problemas con las autoridades estatales se les otorga el gracioso beneficio de la educación primaria, siempre y cuando no impida sus otras obligaciones, las verdaderas. De ahí la alarmante cifra de deserción escolar. Esta es la realidad de las mujeres indígenas que, desde el atril de sus aulas universitarias, no quieren ver los antropólogos indigenistas que las idealizan ni las feministas de las ciudades rebasadas en gritar mueras al obispo, ni desde luego la mayoría del país que simplemente vive de espaldas ante el doble círculo de marginación que aprisiona a la mujer indígena: la pobreza y el machismo.
La historia de la vida de Eufrosina Cruz Mendoza es de verdad extraordinaria. Como Benito Juárez, aprendió español en la escuela primaria y no logró hablarlo con fluidez hasta la adolescencia. Hoy desarma su elocuencia, como tuve la fortuna de comprobar en la entrevista que me concedió a finales del año pasado. Consciente desde muy niña de la realidad que le esperaba, lloró día y noche por dos semanas para arrebatarle un permiso a su padre para que la dejara estudiar la secundaria con unos parientes. La única condición fue que no se le ocurriera nunca pedir su ayuda. Y no lo hizo. Tras diez horas de caminata, llegó al pueblo que sí tiene servicio de autobús. Y de ahí un largo viaje a casa de unos parientes en Tehuantepec. Sola enfrentó los dilemas de esa edad bisagra, primera menstruación incluida. Vendiendo fruta en las tardes y trabajando con ahínco (no quiero ser cursi, pero existen las historias ejemplares y esta es una de ellas) logró terminar la secundaria y conseguir una beca para estudiar la preparatoria en la capital. Y luego la carrera, con el mejor promedio de su graduación. Su circunstancia era extraña: en Oaxaca capital era discriminada por ser indígena zapoteca. Los compañeros se burlaban de su acento y de su pobreza. Y en su pueblo los vecinos la marginaban por tener estudios y aspiraciones propias, lejos del opresivo “nosotros”. Pero no es todo. Poco a poco, año tras año logra que los jóvenes del pueblo, los que no han emigrado a California, se relacionen de otra manera con las mujeres. Son estos jóvenes quienes la postulan para la presidencia municipal, derecho reservado a los hombres, y son ellos los que se organizan para conseguir su triunfo.
Tras el despojo, Eufrosina fundó la asociación civil Quiego, apócope de su pueblo e ingenioso acrónimo de “queremos unir, integrando por la equidad y género, a Oaxaca”. Sus logros han sido varios. El único conocido es la reforma de la constitución estatal que garantiza a las mujeres su derecho a ser elegidas para cualquier cargo, pero que aún no tiene su correlato jurídico en las leyes de usos y costumbres. Y el más importante son los talleres que a lo largo de los pueblos indígenas empiezan a proliferar, espacios donde las mujeres se reúnen a conversar y descansar, a descubrir sus derechos y que sirven también como refugio ante el maltrato y como extensión de la escuela. Sin recursos, perseguida por el gobierno del estado (ha presentado varias denuncias por amenazas y robo que, obviamente, se extraviaron en algún escritorio público), marginada de los medios de comunicación, incómoda para la “liga de la virtud” intelectual, inexistente para la iniciativa privada, la lucha de Eufrosina Cruz Mendoza es crucial para México. Deberíamos al menos saberlo. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.