In memoriam Gustavo García

Un recuerdo del crítico de cine Gustavo García. 
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Durante muchos años fui muy amigo de Gustavo García. Nos conocimos por 1980 en la mesa de redacción del suplemento Sábado del diario Unomásuno que, en esos tiempos, era el diario de la izquierda unida jamás será vencida. Lo dirigía Fernando Benítez con la ayuda de Huberto Batis y Henrique González Casanova. Gustavo se encargaba de hacer la crítica de cine y yo, en la misma página, la de teatro. Luego grabábamos en Radio Educación un programa que se llamaba “En sábado y a oscuras” en el que recomendábamos una película y una puesta en escena. Nos divertíamos enormemente hasta que un día fuimos despedidos por el director, un señor Cosío, por burlarnos de la primera dama López Portillo.

Hacíamos tertulia en la librería “El Ágora”, con Federico Campbell y con un gran escritor cuyo nombre no puedo anotar porque (según sus propietarios) carezco de las adecuadas licencias éticas, pero que escribió un libro titulado Pedro Páramo. Los viernes nos veíamos en el periódico y, a veces, nos íbamos con Benítez a su casa para que nos presumiera sus nuevos libros o las piezas prehispánicas que le mandaban de regalo sus amigos políticos; o bien nos íbamos a la plaza de Coyoacán a ver pasar muchachas y comer helado.

Nos divertíamos mucho, compartíamos lecturas y confidencias, teníamos amigos comunes, le enseñé a manejar. Yo era amigo de su papá, don Daniel García Blanco, con quien hablaba de música, y Gustavo lo era de mi mamá, con quien hacía competencias de ver quién se acordaba de más películas de Hollywood. Era ocurrente, Gustavo, ingenioso y bueno.  

Un par de veces, se fue a pasar las vacaciones al norte conmigo y Magolo Cárdenas, que era mi esposa. En uno de esos viajes ocurrió esta historia que publiqué hace años:

 

Ni siquiera siendo vaca

Una vez viajaba con Gustavo García rumbo a Monterrey y el carro se descompuso en San Luis Potosí. Había que esperar hasta el día siguiente para que lo dieran de alta, así que nos metimos a un hotel que estaba sobre la carretera. Apenas nos habíamos instalado cuando nos avisaron que teníamos que salirnos porque en el estacionamiento había un camión con un tanque que contenía cinco toneladas de semen congelado de toro. Se le había tronado una válvula y toda la zona corría el riesgo de ser borrada por una explosión de semen de toro, cosa que no ha de ser agradable, ni siquiera siendo vaca, ni saludable tampoco.

Huimos hacia el centro de San Luis Potosí. Establecimos nuestro centro de operaciones en una banca de una plaza que se llamaba de la Constitución, aunque el letrero no decía cuál. La primera hora tomamos un refresco misterioso –en la provincia abundan refrescos misteriosos de nombre como “Huastequitos” que saben a melaza bronca con bicarbonato– y vimos pasar a las muchachas mientras platicábamos de Liberace y de Shostakovich. Estábamos secretamente orgullosos de que seguramente jamás se había hablado de Liberace y de Shostakovich en esa plaza, o por lo menos no en el mismo día.

Nos metimos a un restaurante en la plaza. Gustavo le señaló la foto de las enchiladas a la mesera y pidió cuatro. La mesera decidió que cuatro órdenes, así que al rato teníamos enfrente dos kilos de enchiladas. En el restaurante había tres familias pudientes y una señora tan guapa que daba neuralgia. Al rato salimos con un kilo de enchiladas potosinas per capita en la barriga y nos enfrentamos a la difícil opción: el cine o la misa. Porque en el centro de San Luis había dos únicas actividades: ir a misa o meterse a un cine. Era muy curioso que en las calles se barajearan una iglesia y un cine, una iglesia y un cine. De vez en cuando había tiendas de trajes de novia, quizás una etapa intermedia entre la iglesia y el cine. En los cines daban películas con títulos como Ámame sin bikini o Las partes de Carolina.

Optamos por el cine y nos metimos a uno que se llamaba “Cinema San Felipe” seguramente para atraer a los indecisos. Daban una película monstruosa: El paraíso turquesa, La gloria azulina o algo así. Lo que era inolvidable era el subtítulo: “Erotismo desbocado en una isla del Pacífico sur.” El cine estaba lleno de parejas abrazadas acompañadas cada una por un chaperón que no tenía a quien abrazar si no era a otro chaperón. La película narraba cómo un jumbo jet amarizaba, todos se morían y se ahogaban menos una pareja de adolescentes muy bonitos. Entonces fue cuando vimos de qué manera tan sui generis ve cine la gente en San Luis. Salía la hermosa niña bastante encuerada y hacía el amor con el muchacho: senos, nalgas, vientres, ombligos, bocas, quejidos y compraventa de saliva. Un muchacho que estaba detrás de nosotros abrazando a su novia dijo entonces: “Qué bonito paisaje, ¿no crees, mi vida?”, a lo que ella contestó: “Sí, qué mar tan azul”. Cuando salimos, Gustavo comentó que quizás en las iglesias las parejas estarían discutiendo qué tamaño de copa de brassiere usaba Santa Rita de Casia.

Regresamos a nuestra banca de la plaza de alguna Constitución. Una voz invitaba al pueblo potosino a acercarse al kiosko. Nosotros no nos acercamos, no tanto por no ser potosinos sino porque estábamos muy desconcertados en lo general. La voz invitaba a un espectáculo familiar: un concierto a cargo de la Estudiantina del Sindicato de Mineros Forestales de Tijuana, o algo por el estilo. Cinco minutos más tarde la voz gritó que la estudiantina iba a comenzar el paseo por la plaza “para que en un momento dado se junte más gente.” Diez minutos más tarde pasaron frente a nosotros una veintena de muchachos y muchachas (era estudiantina unisex) vestidos como el Niño en azul de Gainsborough, pero en rojo y con unas gorgueras enormes. Cantaban fuerte sobre cuánta alegría les daba cantar en la estudiantina. Mientras unos cantaban y tocaban, otros nos hacían señas de que los siguiéramos, pero Gustavo sólo dijo chale. Detrás de ellos iban las tres familias pudientes y la señora tan bella que daba neuralgia. Ya en el kiosko cantaron una canción rusa que se llama “Kasachof” con banjos norteamericanos y gritando olés españoles. Pensamos en que el destino era cruel: estábamos a punto de morir por una explosión de espermatozoides de toro y nuestro último recuerdo de la vida iba a ser una estudiantina.

Rumbo al hotel en un taxi nos dedicamos a inventar maneras de explicarles a nuestras novias, mamás y conocidos por qué nuestra ropa, nuestros libros y el carro estaban empanizados de toritos. Al llegar al hotel nos enteramos de que la oportuna intervención de un osado ingeniero había impedido la catástrofe, salvado al camión, al hotel y a varias generaciones de semovientes. En el estacionamiento, el tanque lleno de semen de toro bufaba y siseaba con los gestos de fatiga y el aire patético del coitus interruptus.

El camión había sido controlado, pero ahora había un olor espeluznante a pudrición que lo cubría todo. Era tan horrible que decidimos llamar a la administración del hotel.

            –Oiga señorita, ¿puede decirnos a qué huele? –preguntó Gustavo.

            –Sí. Huele a burro seco.

            Gustavo me dijo tapando la bocina:  “Dice que huele a burro seco”. Yo le dije: “pregúntale por qué”. 

            –Oiga, ¿y por qué huele a burro seco? –dijo Gustavo.

            –Porque se usa como fertilizante.

            Gustavo tapó la bocina y me dijo: “que porque se usa como fertilizante”. “Pregúntale qué se fertiliza con burro seco”, le dije.

            –¿Y qué se fertiliza con burro seco? –le preguntó

            –Ahí sí le voy a quedar mal, joven –dijo la señorita.

 

            Cuando le dije a Gustavo “pregúntale si hay que matar al burro antes de secarlo”, la señorita ya había colgado. 

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Es un escritor, editorialista y académico, especialista en poesía mexicana moderna.


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