Tres tipos infectados con ese virus incurable y mortal –también conocido como espíritu aventurero– crearon un modelo de submarino capaz de descender al ares marino, y están dispuestos a usarlo. En los siguientes dos años, aprovechando como plataforma a la compañía Virgin Oceanic, realizarán cinco inmersiones en algunos de los abismos oceánicos más profundos de nuestro planeta.
Esta empresa, acometida de manera más precaria por Don Walsh y Jacques Piccard en los años sesenta (se sumergieron en un batiscafo con nula capacidad exploratoria real), fue retomada por Steve Fossett, el millonario rompe récords que desapareció en el desierto de Nevada con todo y avión durante 2007.
Más tarde, el caballero británico Richard Branson, también fundador de Virgin Galactic, la única empresa en el mundo especializada en turismo espacial y generadora de su propia tecnología, así como dueño de la línea aérea comercial Virgin Atlantic, en asociación con el piloto y explorador Chris Welsh y con el diseñador de submarinos Graham Hawkes, retomó el proyecto de su fallecido amigo Fossett y ahora lo encabeza. En entrevista con diversos medios sugiere que la Tierra, cubierta de agua en un 70%, es porcentualmente bastante desconocida, pues de este 70% solo un 5% ha sido explorado. Argumenta, además, que las condiciones del fondo del mar son tan excepcionales que deben contener vida y orografía únicas. El viaje del Virgin Oceanic será, por tanto, un viaje a Madagascar, pero repotenciado y extremo, según su promotor principal, pues será el primero de su tipo gracias a la tecnología del submarino de Virgin Oceanic: sus motores y alas le permiten maniobrar sin empacho, su bóveda tallada en una enorme pieza de cuarzo permitirá al tripulante mirar de frente a la nada.
Algunos expertos contrarrestan el optimismo de Branson y argumentan que será imposible ir más allá del récord ya establecido, dada la presumible cantidad de deshechos biológicos en el fondo del mar; otros sueñan con la posibilidad de un ecosistema enteramente desconocido, un bestiario inimaginable que de un momento a otro presente al hombre contemporáneo con lo auténtico; y unos más sostienen imaginaciones arqueológicas: piensan en galeones españoles atestados de oro prehispánico, despanzurrados como un costal que ofrece sus granos al fondo del mar. Sin importar de cuál de estos escenarios se trate, la misión del Virgin Oceanic desenterrará conocimientos atrapados por millones de toneladas de agua.
En contraste con un mundo que promete no tener más promesas, que fomenta la idea de que la realidad ya ha sido mapeada excepto en los rincones que no interesan sino a enanos, Branson conoce de sobra el valor de lo que tiene entre las manos: sabe que puede colocar al hombre otra vez al inicio de los tiempos, que aún puede enfrentarnos a la posibilidad de lo improbable materializándose enfrente nuestro. La sola noción del avistamiento de una parte de la realidad enteramente intocada, la caza exitosa de la gota que no se parece a su par, del trébol de cuatro tajos, actualiza la posibilidad de cualquier forma de misterio, pues bajo la misma sombra se hospeda toda creatura mítica. Allí, en el hecho de que nuestro conocimiento de lo real no pueda ser exhaustivo, cabe la fantasía del encuentro con lo improbable: Dios, la felicidad, el Cielo, cualquier ideal o misterio.
Todo esto ocurrirá a no ser que aquello con lo que el submarino de Virgin Oceanic se tope sea con una comunidad de bolsas de polietileno donde se lea: Soriana.
es escritor. Colabora habitualmente en la revista Este País y en el diario El Nuevo Mexicano. Su cuento “Nombres propios” ganó el XV Concurso de Cuento de Humor Negro.