Inspirado (en varios de los sentidos de la palabra inspiración) por el Baudelaire hipercrítico de la modernidad y de su alma fotográfica, Marc Fumaroli logra pintar, en París–Nueva York–París. Viaje al mundo de las artes y las imágenes (Acantilado, 2010), un asombroso fresco en el cual puede reconocerse cualquiera que sienta zozobra, curiosidad y pasión ante la interminable batalla entre los antiguos y los modernos que zarandea al arte actual, que no es exactamente el “arte contemporáneo” que venden los galeristas y pregonan los teóricos. Como todos los verdaderos críticos, el marsellés Fumaroli (1932) se mide con la larga duración y recurre al inagotable tópico que compara al imperio romano de los primeros siglos del cristianismo con los Estados Unidos de hoy. En este ambiente de decadencia fue Fumaroli a corrobar, en una estancia de seis meses en Nueva York, que al carácter norteamericano no le sienta la noción, tan europea, de decadencia. Quiso Fumaroli escribir un “diario” y lo que resultó fue un tratado de casi mil páginas que deberá contarse, a partir de ahora, como uno de las grandes obras críticas escritas en el siglo XXI.
Exalta Fumaroli, por un lado, a aquella civilización que en el amanecer del segundo milenio fue capaz de ponderar al artista, a la manera de Séneca, como un ocioso “incansable, metódico y productivo”. A esa condición del artista, en la cual Baudelaire se sintió a la vez agazapado y expuesto, Fumaroli la tiene como la última gran toma de conciencia antes de que la modernidad impusiera la inflación enloquecedora de las artes visuales, la taylorización profetizada por Marcel Duchamp, el aprendiz de brujo. Con sus ready made, ese audaz dandi anunció a la fotografía digital y a su omnipresencia publicitaria en el mundo sensible, mientras que trastocó fatalmente, según Fumaroli, la concepción de la obra de arte: basta con que un museo la exhiba para que cualquier cosa sea una obra de arte. Duchamp apadrinó en Nueva York la boda del siglo entre la vanguardia europea y el espíritu, originalmente iconófobo, de los Estados Unidos. Ya Baudelaire temía (y Duchamp no podía ignorarlo) que un urinario acabase convertido en una obra de arte. Y Andy Warhol, sugiere Fumaroli al retratarlo, es aquel imbécil capaz de confundir al arte con la industria cuya aparición temía, en “El salón de 1859”, Baudelaire.
No es París–Nueva York–París otra muestra del proverbial antiyanquismo de los escritores franceses y del proletariado intelectual que suele seguirlos. Aunque a veces Fumaroli pierde los estribos durante su heroica y generalmente victoriosa batalla, su libro es una profunda investigación geológica en el centro de la utopía estadounidense, desde el antagonismo entre Jefferson y Hamilton hasta La educación de Henry Adams. No se las da Fumaroli de experto neutral: el tono elegíaco proviene de la vieja Europa simbolizada por los frescos de Claudio de Lorena. Todo el libro expresa el esfuerzo de comprensión de esa otredad a la vez insoportable y complementaria que son los Estados Unidos para Europa. Tampoco confunde Fumaroli a Nueva York con el resto del país norteamericano: Manhattan es la hipóstasis que lo explica. Al entretenimiento como forma de vida, sucedáneo de la alta cultura y a la ruina de un arte que escapó de la luz natural, los encuentra Fumaroli en la forja de los Estados Unidos en el siglo XIX, a través del empresario Barnum y de los espectáculos en vivo de William Cody. El alma del nuevo mundo está desde entonces en los Estados Unidos y no hay crítica de la modernidad, asume Fumaroli al rebelarse contra el hecho consumado, que no sea un diagnóstico de la “americanización”.
La tesis central de París–Nueva York–París es la de Walter Benjamin y Fumaroli, un pensador asociado habitualmente a la derecha liberal, así lo reconoce. Esa identidad se explica porque tanto Fumaroli como el miniaturista alemán, son, esencialmente, lectores de Baudelaire. En fin, dice Fumaroli, con Benjamin, que la era de la reproducción técnica de la obra de arte ha dañado severamente el aura de la obra de arte. Pero ni el profético Benjamin pudo calcular lo que sería esa reproductibilidad en el mundo ciberdigital, en el cual quedó desterrada para siempre –cree Fumaroli– la creencia de Platón en la primacía del original sobre la copia. La copia siempre es superior: ésa es la divisa de nuestro tiempo y en ello Fumaroli admite melancólicamente que el futuro de la delectación artística estará en la clonaciones monumentales, como las realizadas por la Fundación Mellon, capaz de reproducir en cualquier sitio la imagen real y detallada de las puertas de Lorenzo Ghiberti en el baptisterio de Florencia.
Insistiendo en el aborrecimiento que Baudelaire sintió por la fotografía, Marc Fumaroli, en ese vasto manifiesto que es París–Nueva York–París (Acantilado, 2010), denuncia al llamado Arte Contemporáneo (los Damien Hirst, los Richard Prince, etc) como un intrusivo estilo pompier, según dice, que oculta ese otro arte actual, casi clandestino, entregado a la continuidad de la pintura como el sitio donde el aura manifiesta su santidad (que no sacralidad). A Fumaroli (y en ello está la miga polémica de su tesis) no le es suficiente con manifestar su disgusto por un entretenimiento a la vez banal y corrosivo impuesto por el gran dinero. Fundamenta su libro en una disidencia cuyo origen localiza en Baudelaire, en el corazón de la modernidad, atreviéndose a sostener que las imágenes por sí solas son incapaces de hacer encarnar a una civilización. Sólo la fijeza, dice Fumaroli inspirándose en la preceptiva de Bossuet, de Paul Valéry y Alain, educa. Sólo deberíamos confiar, asegura este abierto y tenaz crítico retardatario, en la contemplación estática y en el sistema de las bellas artes que ésta ha logrado a través de los siglos que nos unen a la grecolatinidad
Fumaroli no condena el arte moderno sino desea romper la familiaridad –en su opinión adúltera–, entre los teóricos del Arte Contemporáneo y las vanguardias históricas, particularmente el surrealismo. Sitúa a Breton, para quien la poesía debía ser el propio poeta, del lado de acá, más cercano a Valéry que a Duchamp. Deseoso de pelearle toda originalidad a los Estados Unidos, coloca a Louis Aragon como el pitoniso que previó a la lata de sopa vendida como arte. En su propia batalla de los antiguos contra los modernos, Fumaroli recluta soldados de distintas épocas, desde el Balzac visionario que escribió La obra de arte desconocida, Pierre Grassou y El ilustre Gaudissart hasta el ascético Jerzy Grotowski y su teatro pobre.
No se encontrarán en París–Nueva York–París las escandalizadas e histéricas condenas del mundo contemporáneo que menudean aquí y allá. Rechaza Fumaroli, matizando, las reducciones “Ad Hitlerum” como la del medievalista Giorgio Agamben, capaz de sostener solemnemente que vivimos, sin percatarnos, en el peor de los mundos posibles, en un campo de concentración nazi. Esa visión le parece a Fumaroli tan falsa como aquella, la de MacLuhan en los años sesenta, de la edulcorada aldea global a la que estaríamos felizmente condenados y que hoy sólo subsiste en ciertas recreaciones virtuales disponibles en la red. Creería yo, que, para Fumaroli, deben aprovecharse a favor del humanismo clásico y sus artes tradicionales, las colosales facilidades que ofrece la tecnósfera mediática porque la sociedad del espectáculo nunca es totalitaria. Torniamo all antico, sarà un progreso, dice Giuseppe Verdi en el epígrafe de París–Nueva York–París.
La segunda parte de su París–Nueva York–París, es una elegía del París de la III República y la historia de cómo la Francia de Malraux (pues la bestia negra de Fumaroli es siempre Malraux) hizo, primero, del modernismo un academicismo oficial y luego, con el cacicazgo de Jack Lang, convirtió al Estado francés en promotor del Arte Contemporáneo y del multiculturalismo. Mientras que en Nueva York y Londres, subraya Fumaroli, el Arte Contemporáneo es un negocio millonario de las galerías, en París, bajo el viejo régimen de la excepción cultural, ha sido una tristona política de Estado. De regreso, en París, Fumaroli se purga de Nueva York.
Rechaza con vehemencia, Fumaroli, a quienes se declaran reos satisfechos del “hecho consumado” y nos invitan a aceptar –como Gilles Lipovetsky y sus socios– la “cultura-mundo” en la que el ciborg sustituirá al homo sapiens. Para este erudito de la retórica del siglo XVII –más un esteta recristianizado que un católico militante– que es Fumaroli, la batalla por el humanismo clásico está vigente. Las razones que arguye para darla se escuchan rara vez en los foros contemporáneas: son políticamente incorrectas, muy conservadoras y sin embargo más anticonformistas que lo secretado habitualmente por la santa alianza, bendecida por el mercado, entre la progresía política y los teóricos de la revolución permanente en el arte. Fumaroli, en ese sentido, condena el Arte Contemporáneo por ser inhumano, es decir, por haber puesto, en el lugar del ser humano, al cadáver: cadáveres de tiburones en estado de putrefacción, como el de Damien Hirst, en los museos, que fueron inventados para guardar lo eterno y no para descongelar carroña. Cadáveres plastificados, insiste Fumaroli, momias que recorren los museos como una caravana dizque anatómica y expresionista que exalta lo post-humano y remite a los espectáculos en vivo inventados por Barnum en el XIX norteamericano, cuando la modernidad se “americanizó” y torció su camino hacia el entretenimiento.
Para algunos, la nueva caída del hombre ocurrió con la Revolución Francesa; para Fumaroli ésta se produjo cuando la fotografía le robó a la pintura no la garantía del realismo, sino el abolengo del arte. El problema histórico y estético que la provocación de Fumaroli conlleva sería expulsar metódicamente, como él está a un paso de hacerlo, a la fotografía y al cine de la república platónica del arte. Sin el fotograma, concluye, no hubiera habido un Duchamp.
Pero volvamos a la perorata, como él mismo la llama, de Marc Fumaroli: el Arte Contemporáneo niega, esencialmente, la compasión, el verdadero genio, la auténtica transferencia propia del arte cristiano y del arte moderno. Su tesis no me convence. Me tienta, que es distinto.
(Fuente de la imagen)
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile