Futbolito en el Café San Bernardo

Por menos de cincuenta pesos la hora uno puede divertirse de lo lindo y de manera sana con uno de estos artefactos pleistocénicos que aún sobreviven al embate de los videojuegos.
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El café San Bernardo, sobre la avenida Corrientes, en el barrio de Villa Crespo, es uno de los lugares más conocidos de la ciudad. Se trata de un bodegón cuya profundidad es de casi una cuadra. Al parecer abre todo el día y solo cierra los lunes durante algunas horas para la limpieza general. Como sucede con muchos cafés de Buenos Aires, el baño está tan sucio y apestoso, que a su lado el de una gasolinera en Campeche parecería habilitado para una cirugía a corazón abierto, pero esto es un mínimo detalle.

 A la entrada hay una barra y algunas mesas en donde se puede jugar dominó, ajedrez u otros juegos. Hacía el fondo están las de billar y ping pong.  Es un lugar familiar durante el día: hombres ancianos departen en las mesas frente a una copa de whiky o una taza de café; hay familias enteras que juegan al pool o a las tres bandas. Para un mexicano este detalle llama la atención: ver a la madre, al padre y a los dos hijos jugar al billar. Por las noches, casi todos los días de la semana, el lugar se llena de jóvenes que han hecho del San Bernardo su centro de reunión, para tomar una botella de Stella Artois o fernet con cola, una combinación muy popular por estas tierras (yo prefiero hacer mi visita durante el día). El café San Bernardo es un lugar que no se puede dejar de visitar para conocer a fondo la vida bonaerense.  

Pero uno de los detalles que más me gusta del lugar son las mesas de futbolito, o metegol, como se dice en Argentina (futbolín en España). Por menos de cincuenta pesos la hora uno puede divertirse de lo lindo y de manera sana con uno de estos artefactos pleistocénicos que aún sobreviven al embate de los videojuegos. Para mí fue todo un redescubrimiento, y aunque no soy un buen jugador, nada me divierte más que practicar algunos pases, sobre todo si mis jugadores llevan el uniforme del Boca, y los del contrincante, el del River (un clásico). Fue en el San Bernardo donde descubrí ciertas sutilezas del juego que ya no recordaba, y que no son cualquier cosa. No hay mayor placer que recibir un pase frente a la defensa contraria, rematar con un molinete y festejar el gol con una señal del brazo, como si uno fuera un mocoso de cinco años. Para un escritor mexicano atribulado, como yo, el juego resultó ser una buena manera de relajarme, olvidarme de todo, y concentrarme solamente en esas once figuras de acero fundido. Es un juego que requiere inteligencia y destreza física.

La selección mexicana sin embargo fue aplastada por el anfitrión argentino (no llegamos ni a los cuartos de final, como siempre). Resultó que nuestro estilo era por lo demás rupestre, rápido y violento, mientras que los argentinos juegan lento, y con estrategia; es decir: de una manera aburrida. ¿Qué hay de malo con festejar y divertirse un poco?  Yo mientras tanto me daré más vueltas por el San Bernardo para practicar y jugarles la revancha; eso mientras encargo una mesa de futbolito para tenerla allá en México, en mi casa. Solo falta ver quién se presta para unas retas los jueves por la noche.

             

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Vive en la ciudad de México. Es autor de Cosmonauta (FETA, 2011), Autos usados (Mondadori, 2012), Memorias de un hombre nuevo (Random House 2015) y Los nombres de las constelaciones (Dharma Books, 2021).


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