Gabo y yo

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Es un fresco día de octubre de 1975. Tengo veinticuatro años y voy conduciendo por Central Park con Gabriel García Márquez. Mientras serpenteamos por el parque, y salimos por Central Park West, me quedo mudo de asombro, con miedo de decirle algo estúpido al hombre cuya obra me inspiró, más que ninguna otra, a convertirme en un escritor de ficción. Gabriel García Márquez, si es que vale la pena repetirlo, tiene hoy asegurada la reputación de ser uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. Es autor de Cien años de soledad, que ha vendido treinta millones de ejemplares en treinta y cinco idiomas; un nuevo género, el realismo mágico, nació gracias a su obra. Su gran éxito El amor en los tiempos de cólera ha sido llevado al cine recientemente. Y, por supuesto, recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982. Pero en 1975 era simplemente mi ídolo.

Avanzamos en silencio por el otoño hundidos en los asientos negros de nuestro taxi Checker amarillo. Quizá percibiendo el asombro que me inspira, al final me pregunta de dónde soy. Lo único que puedo murmurar, y que seguro que apenas resulta audible, es la palabra Guatemala; él no parece percatarse de ella, con todo, y parece perdido en sus pensamientos, mirando por la ventanilla del taxi los edificios de apartamentos mientras ascendemos desde Columbus hacia Amsterdam Avenue. Al fin, en la calle 109, me incorporo en el asiento para osar conversar con él: “Vivo en ese edificio color canela. En el tercer piso.”

No responde.

Consciente de sus humildes orígenes, prosigo: “Es como un vagón de tren, pero el baño es nuevo y el retrete está más alto, como un trono”. Después me río de mi descripción del retrete.

García Márquez asiente desinteresadamente, y yo me quedo sin nada que decir, inmóvil, frustrado en mis fantasías de la vida del escritor, de la oportunidad que representa conocer a un hombre legendario como él, un Hemingway redivivo o un Fidel Castro de las letras. Durante este trayecto en taxi con mi ídolo (del que me han pedido que haga de lazarillo en Nueva York) no puedo saber que, aunque, sí, mis ilusiones juveniles tal vez tengan que rendirse un tanto ante la realidad del mundo, se está formando una rara forma de colaboración; si no una amistad, al menos un hilo entre nosotros que culminará con mi llegada a la extraña condición de ser el negro de García Márquez, y más tarde llevándole malas noticias en un momento en que estaba enfrentándose a su propia mortalidad.

 

 

Descubrí la obra de Gabriel García Márquez en 1971. Tenía veinte años. Saqué El coronel no tiene quien le escriba de la biblioteca de mi prima Patricia en la ciudad de Guatemala y la leí de una sentada. Fue el primer libro que leía de principio a fin en español. Aquello, para mí, era todo un logro, porque aunque había nacido en Guatemala, mis padres emigraron a Estados Unidos (Hialeah, Florida) cuando tenía cuatro años. Cuando tenía ocho, apenas recordaba un centenar de palabras en español. Abandonar Guatemala me había dejado huérfano del idioma de mi infancia, que abandonó mi mente como la húmeda niebla matinal de Hialeah; se convirtió en el idioma de mis recuerdos, cada vez más polvorientos y cubiertos de telarañas.

García Márquez cambió eso. Desde la primera página, adoré El coronel por su humor sutil, su idioma austero y sobrio, la sensación de absurdidad cómica –“Los gallos se gastan si los miras demasiado” y “Eres demasiado viejo para creer en un Mesías”. Engullí las novelas posteriores de García Márquez, pero ésa destaca por haber sido la que más ayudó a forjar mi identidad como latinoamericano y escritor: “La lluvia es distinta desde esta ventana –dijo–. Como si estuviera lloviendo en otro pueblo.”

Hasta entonces, yo había sido un gran admirador de las novelas de los años treinta de John Steinbeck (A un dios desconocido, En lucha incierta, Las uvas de la ira), grandes libros que estaban a la altura de García Márquez en amplitud y compasión, pero que eran lineales, pesadamente narrativos y sin sorpresas. García Márquez era el Samuel Beckett de Latinoamérica con su humor y su descripción de un mundo opresivo, pero si Beckett era minimalista, pesimista y duro, la obra de García Márquez era sencilla, solidaria con sus personajes y profundamente humana. Y sus libros encarnaban una conciencia política de izquierdas que me atraía enormemente. Finalmente había encontrado a un escritor al que podía adherirme.

En 1973 empecé el Programa de Escritura de la Universidad de Columbia concentrándome, al principio, en la poesía. Tenía veintidós años y deseaba ser un poeta de éxito, pero en Columbia con frecuencia tenía la sensación de estar escribiendo en la oscuridad. En apariencia, yo era otro poeta con bufanda de seda y aliento de whisky, arrogante y pretencioso. En mi interior, sin embargo, tenía miedo, era incluso inseguro. Los talleres de poesía eran máquinas de tortura, sobrevivía sólo gracias a una buena cantidad de engreimiento para matar el dolor. Me pasaba la mayor parte de los días leyendo poesía en español e inglés, pero fácilmente me sentía herido; la percepción de un rechazo, por ligero que fuera, me ponía de un terrible mal humor.

Frank MacShane, el director del programa, había traducido varias novelas del escritor místico chileno Miguel Serrano. A pesar de sus aires profesorales y de su falso acento británico (era de Pittsburg), Frank era modesto y generoso y –en la universidad a causa de una vocación como la escritura– conseguir que los mentores te prestaran atención era antes que nada un estímulo psicológico, pero también podía ayudar a determinar si ibas a ser publicado en forma de libro o no.

Frank me introdujo en la obra de los poetas chilenos Enrique Lihn y Nicanor Parra y me alentó a escribirles pidiéndoles permiso para traducirles. Lo que había leído de su obra me gustaba. Pero me doblaban la edad. Si les escribía, ¿por qué iban a molestarse siquiera en responderme?

De modo que no lo hice. Pero de todos modos empecé a traducir sus poemas sin permiso. La primera traducción que publiqué fue “El último brindis” de Parra, que me compró The Massachusetts Review por quince dólares y publicó en la contraportada. Había encontrado un oficio: era traductor. Publicar traducciones, sentía, establecía mi credibilidad como escritor: si no podía ser un poeta de éxito, la traducción me bastaría. Hasta mis padres estaban orgullosos.

Tras conseguir la graduación, recibí una llamada de MacShane. Había invitado a alguien llamado Gabo a Columbia.

–¿Me harías el favor de acompañarle en su visita a Nueva York durante los tres próximos días?

–Por supuesto. ¿Es ese Gabo un amigo tuyo?

–David, estoy hablando de García Márquez.

–¿Gabriel García Márquez? –Sabía que Gabo era su apodo, pero no estaba seguro de que MacShane se refiriera a él; había mencionado su nombre con total indiferencia.

–Sí.

–¿García Márquez El-coronel-no-tiene-quien-le-escriba-Cien-años-de-soledad-El-otoño-del-patriarca?

–Eso es –dijo Frank con un tono inexpresivo–. ¿Le sacarás de paseo?

-Sí. ¡Sí! –grité al teléfono, y colgué.

Tenía que reunirme con Gabo en el Plaza y llevarlo en taxi a Columbia. Por aquel entonces, el Plaza era probablemente el hotel más famoso de Manhattan; F. Scott y Zelda Fitzgerald y los Beatles se habían hospedado allí. Solomon Guggenheim había vivido allí en los años cincuenta. Había perdido buena parte de su esplendor en los setenta, pero seguía pareciendo una elección impropia para Gabo, demasiado elegante y pretencioso para alguien con unos inicios tan modestos. Había leído suficientes entrevistas con él para saber que Aracataca, el lugar en que nació, era una aldea pobre y remota que había sido fielmente ficcionalizada como el Macondo de sus novelas y cuentos. Y que más tarde, cuando se casó, se sostuvo a sí mismo y a su familia gracias al periodismo. Supongo que creía que se sentiría más en casa en el Chelsea o el Washington Square Hotel en el Village.

Llamé a su habitación. Dijo que bajaba en seguida. Me coloqué en un lugar desde el que pudiera ver todas las puertas de los ascensores al mismo tiempo. Nunca le había visto, pero supuse que destacaría; quizá no tanto como Carlos Fuentes y sus trajes de Fleet Street, pero sí con algún rasgo distintivo. Me quedé decepcionado cuando vi a un hombre bajo con una sonrisa avergonzada y brillantes y moteados rizos negros en la cabeza. Llevaba un jersey blanco y pantalones sport oscuros, y tenía cerca de cincuenta años, la edad exacta para ser mi padre. Sin embargo, parecía terriblemente anodino, como un vendedor de electrodomésticos o un pescador de vacaciones.

Nos dimos la mano.

A juzgar por su mirada, diría que yo, con mi camisa blanca y mi americana azul marino, también le decepcioné. Quizá me había excedido en mi intento de ser respetuoso, pero la verdad es que probablemente no le importara quién era yo o que estuviera distraído con otra cosa. En resumen, me saludó con tal indiferencia que me di cuenta de que detestaba que le obligaran a charlar ociosamente con un patoso chico de veinticinco años en el que no tenía ningún interés. Con todo, yo había decidido que no sería solamente su acompañante, sino también, quizá, su amigo.

 

 

Cogimos un taxi hacia Columbia. Hacía sol y frío; la luz de otoño era cegadora y limpia. Fue entonces cuando descubrí que Gabo no era un gran conversador. Se limitó a mirar por la ventanilla del taxi mientras cruzábamos Central Park, dirigiéndonos hacia la parte alta de la ciudad. No hubo ninguna sonrisa, ninguna calidez en sus ojos cuando le dije que pagaba unos respetables 160 dólares de alquiler.

En Columbia, Gabo se reunió con un buen número de estudiantes latinoamericanos, todos hombres, que habían asistido a un taller con Mario Vargas Llosa el semestre anterior. En el grupo estaban dos poetas cubanos, José Kozer y Rafael Català; un poeta y novelista peruano, Isaac Goldemberg; y Orlando Hernández, un poeta y traductor puertorriqueño. Todos estábamos en los inicios de nuestra carrera como escritores. En una especie de salón literario, Gabo recorrió la sala haciendo a los distintos estudiantes la misma pregunta: ¿De dónde eres? ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué escribes? Y comentaba las respuestas, casi del mismo modo en que lo hace un viejo médico al oír la descripción de los síntomas. Yo estaba sentado orgullosamente al lado de Gabo. Estaba claro que yo había sido su escolta, pero los otros escritores no me prestaban una atención especial. Éramos todos tímidos y estábamos atemorizados, de modo que a duras penas podíamos ser nosotros mismos.

 

 

El día siguiente me llamó MacShane: Gabo había invitado a cenar a todo el taller al apartamento de Felicia Montealegre.

Felicia, una actriz chilena, era una amiga cercana de Gabo y la esposa de Leonard Bernstein. Yo tenía que llamar a todo el mundo y decirles que fueran al Dakota, el edificio de piedra caliza color rojizo con aguilones que había sido el escenario de la película de Cassavettes Rosemary’s Baby, de la novela romántica de Jack Finney Time and Again y el hogar –desde 1973– de Yoko Ono y John Lennon. La mayor parte de los estudiantes de escritura vivían a salto de mata, eran inmigrantes que pese a cualquier pedigrí pasado, eran invisibles en ese hostil mundo anglosajón. Su perceptible excitación e incluso aprensión –¿cómo vestir y cómo comportarse?– intensificó las mías.

Cuando llegamos, fuimos recibidos por nuestra elegante anfitriona, enfundada en un vestido de gasa amarillo. Bernstein “pasaba la noche fuera”. Las paredes del apartamento estaban cubiertas de papel de seda verde. Y una escultura de una mujer de cartón de ocho pies de altura, regalo de algún amigo pintor pop, mantenía la guardia en el otro extremo del recibidor. Había una naturaleza muerta en la pared; pequeña, pero sin duda un Matisse.

Después me di cuenta de algo inquietante: se habían preparado dos mesas: Felicia, Jaime (su hija de veintitrés años), Gabo y unos pocos amigos (incluida una mujer que llevaba una pluma de avestruz arqueada en el sombrero) estarían en el comedor. Nosotros, los jóvenes escritores, estaríamos en una mesa plegable fuera del comedor, en un extremo del recibidor, cerca de la puerta del apartamento.

Éramos invitados, parecía, pero apenas. Sentí una terrible decepción y pensé en quejarme. Había sido el lazarillo y el compañero de Gabo; me merecía estar en esa mesa. Pero por encima de eso me sentía traicionado. Creía que Gabo era igualitario y democrático, esas eran las características que veía en su obra, las cuales yo tenía en alta estima. Pero ahí estábamos los jóvenes escritores, sentados junto a la puerta. ¿Por qué se había molestado en invitarnos?

Durante la cena, me sentí raramente segregado. Los sirvientes apenas nos miraban mientras nos servían pollo marengo, patatas con perejil y judías verdes con mantequilla, todo cocinado por el chef de la casa. Gabo, nuestro sucedáneo de anfitrión, vino a la mesa dos o tres veces y palmeó la espalda de uno u otro estudiante, después regresaba a su mesa. Nosotros charlamos ociosamente en español; uno de nosotros comentó la comida. Otro respondió que no, no era mala. Nos deteníamos a media frase y tratábamos de recoger alguna migaja de sabiduría de la mesa principal, cualquier cosa que hiciera que la cena mereciera la pena. Como indios descalzos en el refulgente palacio de la elite, oíamos cómo los tenedores y los cuchillos chocaban la porcelana, risas, tranquilas conversaciones… en la habitación de al lado. Una pregunta tácita se advertía en todas las caras. “¿Qué se supone que tenemos que hacer?”

Pronto obtuvimos la respuesta.

A las once en punto, Jaime Bernstein abandonó la cena y subió a la cúpula del Dakota, donde tenía su estudio. Era la señal de que debíamos marcharnos.

 

 

El día siguiente me reuní con Gabo en su hotel. Nos habíamos acostumbrado el uno al otro rápidamente, como zapatos de diferentes pares en la misma caja; el silencio entre nosotros se había vuelto familiar. Le acompañé a dos actos: una improvisada reunión para estudiantes de literatura en español del Hunter College y después una fiesta con queso y vino en la Librería Macondo de la calle 14, que debía su nombre a la aldea de ficción de Cien años de soledad. Habló del proceso creativo y contó en los dos actos la misma anécdota que había contado en Columbia antes, sobre cómo obtenía ideas argumentales de acontecimientos cotidianos o sueños. Algún día quería escribir sobre dos hermanos que son castigados por sus padres y encerrados en su dormitorio, dijo. La historia giraría alrededor de un comentario hecho por un electricista que había reparado un cortocircuito en la casa de Gabo en Barcelona: “La luz es como el agua –había dicho–. Abres una espita y mana y queda registrada en un contador.”

La historia transcurriría una tarde que sería aburrida hasta que el agua empezara a manar repentinamente de una lámpara de techo e inundara la sala. Los niños se subirían a un bote de plástico e intentarían salir remando por la ventana. Aquello era una anécdota, dijo, acerca de cómo un escritor puede usar su imaginación para “estirar” la realidad. Pero la historia, para Gabo, todavía tenía que ser escrita. Por el momento, sólo existía en forma de boceto –historia número siete; niños ahogados por la luz–, una metáfora de los niños que no consiguen escapar del mundo enclaustrado de los adultos.

La tercera vez que contó la anécdota me miró de soslayo y su boca se tensó. Yo sonreí como para decirle que su repetición sería un secreto. Al menos tendríamos en común esa complicidad. Pero entonces mis ilusiones de amistad y camaradería se estaban desvaneciendo; no me despedí de Gabo en la librería ni le acompañé de vuelta al Plaza. Me fui. No volví a verle. Él regresó a México el día siguiente. Y yo estaba seguro de que no me recordaría.

Pero el abril siguiente recibí otra llamada de Frank MacShane. Esta vez quería que escribiera una carta al New York Times de parte de Gabo. Frank estaba demasiado ocupado en su biografía de Raymond Chandler, y como Gabo y yo “nos habíamos llevado tan bien”, yo era el autor ideal. Gabo no se sentía muy seguro con su inglés; él, por medio de MacShane, me pasaría los datos. ¿Escribiría yo esa carta? Antes de que pudiera entusiasmarme, me di cuenta de que aquello no era más que un recado. Gabo necesitaba que alguien hiciera algo y Frank me lo había encargado a mí. Pero también me sentí halagado. Estaba confiando sus opiniones a mis palabras. Aunque nunca habíamos conectado al conocernos en persona, ahí podría desquitarme. No tardé en aceptar.

En 1976, Sudamérica estaba bajo el feroz control de dictadores de derecha: Stroessner en Paraguay, Ernesto Geisel en Brasil, Pinochet en Chile, Juan María Bordaberry en Uruguay y Hugo Banzer en Bolivia. Con el reciente golpe militar de Jorge Videla en Argentina, no había ningún país seguro para los diez mil refugiados políticos que habían huido allí de las dictaduras de sus países. Sólo quedaban cuatro democracias en Latinoamérica –Colombia, Venezuela, México y Costa Rica– y Gabo quería que Argentina asegurara a esos exiliados un paso seguro a ellas. No era un taller con aspirantes a novelistas y poetas, era un asunto de vida o muerte, y me sentí orgulloso mientras me sumergía en los detalles de la carta que me habían pedido que escribiera.

Después de una serie de llamados entre Gabo y MacShane y éste y yo, la carta quedó escrita, firmada por mí en nombre de García Márquez y mandada al New York Times. El periódico verificó la carta con Gabo por teléfono, en México, y fue publicada el 10 de mayo. Ver la carta impresa me entusiasmó tanto como ver mi primera traducción. MacShane me llamó algunos días más tarde para decirme que Gabo estaba agradecido conmigo.

 

 

La siguiente vez que vi a Gabo, 28 años después, yo ya no era ningún joven. Fue durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, a la que Gabo y Carlos Fuentes habían acudido para festejar a su amigo Juan Goytisolo, el novelista español que acababa de ganar los 100.000 dólares del premio de literatura latinoamericana y caribeña Juan Rulfo. Corría el rumor de que Gabo había pasado las dos noches anteriores en el Casino Veracruz, un atrevido club del centro de Guadalajara donde la música, el baile, la bebida y los toqueteos duraron hasta las cuatro de la madrugada. En ambas noches, Gabo había sido de los últimos en marcharse. Aquello no encajaba demasiado con el hombre distante y sin pretensiones que yo había paseado por Nueva York. Ahora tenía 77 años –la misma edad que tenía mi padre cuando Gabo y yo nos conocimos– y estaba recuperándose de un linfoma con el que había peleado durante cuatro años.

Ese lunes, Gabo llegó solo a una comida celebrada en honor de José Saramago, el portugués ganador del premio Nobel. No le acompañaba su mujer ni ningún cortejo. Desde el cáncer, la piel de su cara, en el pasado tensa, se le había caído un poco. Se movía tentativamente con su jersey de lana abotonado. La juerga de la noche anterior debía haberle dejado cansado, al igual que la excitación, sin duda, provocada por la publicación de su primera novela en diez años, Memorias de mis putas tristes.

Yo sabía que no me recordaría pero me encaminé hacia él. Él me miró, confundido, como si espiara a un fantasma ligeramente familiar. Cuando le “proporcioné un contexto”, como decía Allen Ginsberg, mencionándole a Frank MacShane, una mirada de reconocimiento brilló en sus ojos.

–Hace más de veinte años que no he visto a Frank. ¿Cómo está? –me preguntó Gabo con el rostro iluminado y relajado, más de lo que lo había visto jamás.

–¿No supiste?

–¿No supe qué? –preguntó Gabo.

–Tenía alzheimer. Murió en el asilo hace unos cinco años. –Antes de que las palabras salieran de mi boca, sentí el brazo izquierdo de Gabo a mi alrededor. Me acercó de un tirón y me dio el abrazo más fraternal que jamás me hayan dado.

No me soltaba.

–No lo sabía –susurró–. Frank era joven, ¿verdad?

Estoy seguro de que estaba viendo la cara del hombre que había visto por última vez en 1976. MacShane había nacido en 1927, el mismo año que Gabo. No dije nada.

En el salón entraron docenas de personas y Gabo y yo seguimos hablando un par de minutos más. Se mostró atento cuando yo hablé. Me preguntó qué hacía. Le hablé de mis traducciones. Incluso mencioné que esa misma noche iba a presentar Vivir en el maldito trópico, la traducción de mi primera novela, Life in the Damn Tropics. Sonrió cuando oyó el título y el pensamiento cruzó estúpidamente mi mente: quizá debido a nuestra vieja relación apareciera en mi presentación. Es raro, de veras. Habían pasado tantos años y todavía tenía la esperanza de que teníamos algo material en común.

Finalmente, José Saramago y Carlos Fuentes entraron y alguien vino para acompañar a Gabo a la mesa de honor. Me dedicó una última sonrisa y desapareció. ~

 

Traducción de Ramón González Férriz

 

La versión original en inglés de este artículo, "Ghostwriting Gabo", apareció en Guernica Magazine en noviembre del 2007.

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