Juan Ramón Jiménez, por Sorolla
En 1904 el veinteañero, andaluz y poeta Juan Ramón Jiménez, ya conocido en países de la lengua española, escribía versos acerca de “paisajes del corazón”, de “santos jardines del alma”, de la mujer como “la llama, la flor y la música” y otros asuntos muy indicados para un talentoso joven en busca de un buen amor espiritual para nutrir su poesía. Entonces recibió una carta de Perú en la cual la señorita Georgina Hübner se declaraba su admiradora y le solicitaba algunos de sus libros inconseguibles en Lima, su lugar natal y de residencia. Y así comenzó una historia de amor romántico de las que no se usan ni quizá se comprenden en estos tiempos de ir derecho al bulto.
El poeta envió los libros con dedicatorias escritas en su acostumbrada tinta violeta, un color demasiado frecuente en su poesía. Georgina, tras leer aquellos poemas frente al mar, le enviaba a Juan Ramón suspiros caligrafiados en un estilo juanramoniano: “Pero ¿a qué le cuento de mis pobres cosas melancólicas a usted, a quien todo le sonríe?… Con un libro en la mano ¡cuánto he pensado en usted, amigo mío! Su carta me dio pena y alegría, ¿por qué tan pequeña y ceremoniosa?”.
Esta relación “a la distancia”, mediante cartas que cuanto más cruzaban el océano más subían de temperatura, se fue convirtiendo, desde el lado del poeta, en el vehemente amor tan presentido y tal vez buscado por él. ¡Qué suerte la aparición distante y por consiguiente tan espiritual, tan etérea, tan ideal de la señorita Hübner! (Conviene siempre que las mujeres amadas por los poetas sean lejanas y misteriosas, porque, si no, ¿cuál sería su grado de poder inspirador?) Cuando un día pasaron por el sofocante Madrid veraniego unos jóvenes limeños que además resultaron algo poetas, según era la obligación de todo respetable y autorrespetado estudiante latinoamericano, JRJ se les presentó y los sobornó con heladas y deliciosas horchatas para saber noticias de la señorita Hübner. Uno de ellos le dijo precisamente lo esperado por el taimado corazón enamorado de JRJ: “Es buena y bella como un lirio, pero secretamente triste, acaso por no sentirse amada por alguien a quien ella ama.”
Se comprende la reacción del poeta: después de exaltadas noches en vela y cuantiosas emisiones de versos, disparó hacia Lima una carta perentoria: “¿Para qué esperar más? Tomaré el primer barco, el más rápido, que me lleve pronto a su lado. No me escriba más. Me lo dirá usted personalmente, sentados los dos frente al mar o entre el aroma de su jardín con pájaros y lunas…”
Y entonces, poco antes de embarcarse JRJ, el cónsul peruano en Madrid le informó de un telegrama llegado de Lima:
“Comunique al poeta Juan Ramón Jiménez que Georgina Hübner ha muerto”.
No hay que esforzarse en imaginar la desesperación y el dolor de Juan Ramón, porque él se ocupó de ponerlos en un hermoso poema elegíaco, de medio centenar de intensos, elegantemente anticuados versos de arte mayor, que concluye con una admirable conclusión blasfema. Juan Ramón lo publicó en Laberinto, de 1910, y luego lo quitaría de las ediciones siguientes:
Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima
El cónsul del Perú me lo dice: Georgina Hübner ha muerto…
¡Has muerto! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Qué día?
¿Cuál oro, al despedirse de mi vida, un ocaso,
iba a rozar la maravilla de tus manos
cruzadas dulcemente sobre el parado pecho,
como dos lirios malvas de amor y sentimiento?
… Ya tu espalda ha sentido el ataúd blanco,
tus muslos están ya para siempre cerrados,
en el tierno verdor de tu reciente fosa
el sol poniente inflamará los chuparrosas…
¡Ya está más fría y solitaria La Punta
que cuando tú la viste, huyendo de la tumba,
aquellas tardes en que tu ilusión me dijo:
“¡Cuánto he pensado en usted, amigo mío!”…
¿Y yo, georgina, en tí? Yo no sé cómo eras…
¿Morena? ¿Casta? ¿Triste? ¡Sólo sé que mi pena
parece una mujer, cual tú, que está sentada,
llorando, sollozando, al lado de mi alma!
¡Sé que mi pena tiene aquella letra suave
que venía, en un vuelo, a través de los mares,
para llamarme “amigo”… o algo más… no sé…algo
que sentía tu corazón de veinte años.
Me escribiste: “Mi primo me trajo ayer su libro”..
¿te acuerdas?- y yo, pálido: -“Pero… ¿usted tiene un primo?”
Quise entrar en tu vida y ofrecerte mi mano
noble cual una llama, Georgina… ¡En cuantos barcos
salían, fue mi loco corazón en tu busca…
y creía encontrarte, pensativa, en La Punta,
con un libro en la mano, como tú me decías,
soñando, entre las flores, encantarme la vida!…
Ahora, el barco en que iré, una tarde, a buscarte,
no saldra de este puerto, ni surcará los mares,
irá por lo infinito, con la proa hacia arriba,
buscando, como un ángel, una celeste isla…
¡Oh, georgina, georgina! ¡Qué cosas… Mis libros
los tendrás en el cielo, y ya le habrás leído
a Dios algunos versos… Tú hollarás el Poniente
en que mis pensamientos dramáticos se mueren…
desde ahí tú sabrás que esto no vale nada,
que, salvado el amor, lo demás son palabras…
¡El amor! ¡El amor! ¿Tú sentiste en tus noches
el encanto lejano de mis ardientes voces,
cuando yo, en las estrellas, en la sombra, en la brisa,
sollozando hacia el sur, te llamaba: Georgina?
Una onda, quiizás, del aire que llevaba
el perfume inefable de mis vagas nostalgias
¿pasó junto a tu oído? ¿Tú supiste de mí
los sueños de la estancia, los besos del jardín?
¡Cómo se rompe lo mejor de nuestra vida!
Vivimos… ¿para qué? Para mirar los días
de fúnebre color, sin cielo en los remansos…
para llorar, para anhelar lo que está lejos,
para no pasar nunca el umbral del ensueño,
¡ah, Georgina, georgina!, para que tú te mueras
una tarde, una noche… ¡y sin que yo lo sepa!
El cónsul del Perú me lo dice: Georgina Hübner ha muerto”…
Has muerto. Estás, sin alma, en Lima,
abriendo rosas blancas debajo de la tierra.
Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran,
qué niño idiota, hijo del odio y del dolor,
hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?
El espléndido final es casi adivinatorio, porque la misma Georgina Húbner apenas era algo más que una pompa de jabón: Es de saberse que cada carta que JRJ enviaba a su amada Georgina era leída y respondida, no por una dulce doncella amorosa sentada frente al mar en la costas limeña, sino por un par de cultos empleados de oficina, talluditos y bigotudos y con alguna vocación poética. Uno de los dos, José Gálvez Barrenechea, era efectivamente poeta y con los años sería presidente del Perú. Y esa es la clave del drama: esos mozos universitarios, burócratas y versificadores, eran Georgina Hübner. Bueno, para ser precisos: existía una Georgina, de carne y hueso, prima de don Carlos Rodríguez Hübner, el otro de los cómplices del engaño, pero esa Georgina solamente era la encargada de poner en letra femenina las cartas dictadas por que los jóvenes liróforos. Así, la “Georgina” de Juan Ramón, la que él recibía por correo trasatlántico, era un personaje inventado pieza por pieza y carta tras carta: un fantasma que existía sólo gracias a la prosa epistolar . El remate de la ficción, la apresurada muerte de “Georgina”, se debió a que, enterados los muchachos del posible viaje de JRJ al Perú, y pensando que la broma había llegado demasiado lejos, y que JRJ se llevaría un enorme disgusto, decidieron, de modo insano, cortar por lo sano la bonita historia.
Pero… ¿por qué? ¿Por qué esta ficción minuciosa y cruel? ¿O para qué?
Muchos años después, José Gálvez mismo, siendo ya ex-presidente del Perú, explicó el asunto: “En cuanto a la travesura a Juan Ramón Jiménez, reconozco francamente que la hice en compañía de un amigo y compañero de labores en la Sociedad de Beneficiencia Pública cuando aún no tenía, creo, ni veinte años. Fue con el objeto de obtener sus libros que, por aquel entonces, no se conseguían en Lima.”
Gálvez, muerto a los 72 años en 1957, un año antes de que muriera un Juan Ramón ya poseedor del premio Nobel, no parece haber dejado claro si el gran poeta supo del engaño; pero yo quiero creer que, de haberlo sabido, Juan Ramón habría proclamado: “No importa. Georgina existió para mí en un momento en que mi poesía la necesitaba. Ella es una inmortal de aquel momento.”
(De Libertades imaginarias. Editorial Aldus, México, 2001)
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.