Sé que para muchos lectores el título de este artículo constituirá un misterio. Es por eso que me apresuro a aclarar: Un criptolexema es, por ejemplo, para aquellos que no lo saben, la palabra criptolexema. Esta definición, que bien podría considerarse paradigmática (si no fuera tan pueril), alude a una de las dos características principales del criptolexema, a saber: el ser un significante cuyo significado se ignora. “Fanzine” podría ser uno de ellos, “rho” otro, y, para recordar el arquetipo con el que, hace ya algún tiempo, inauguraba su estudio, la palabra clepsidra.
La segunda propiedad de los criptolexemas, puntualizaba en aquella ocasión, no es menos importante sino que, por el contrario, lo es más, y constituye su especificidad misma. Pues, más allá de la llana ignorancia, de lo que aquí se trata es del placer estético que esas palabras provocan en nuestro espíritu, el cual, para algunos (aunque podrían ser menos), es consustancial al goce literario, razón por la que esas voces enigmáticas poseen una extraña belleza, y al no formar parte del acervo cultural medio ni ser imprescindibles en la vida diaria, hacen que el hablante, al toparse con ellas, en vez de llenarse de vergüenza lo haga de inefable júbilo.
El motivo de estas líneas no es otro que el presentarle al lector los últimos avances de mis investigaciones de esta terra incognita.
Para ello, siguiendo los derroteros fructíferos de la clasificación, trataré de esbozar los rudimentos taxonómicos de la criptolexicología, con la única esperanza de animar a aquél que quisiera a sumarse a mis empeños.
Conocedor de la versatilidad de las categorizaciones, comenzaré por catalogar los criptolexemas de acuerdo a la intensidad de su eco en nuestro entendimiento. Habría, así, un grupo de los llamados criptolexemas familiares, es decir, aquellos que resuenan en nuestra mente, que ya hemos oído o leído, pero que al ser interrogados sobre su significación no atinaríamos sino a balbucir incómoda e insensatamente. Ejemplos de ellos podrían ser “aciago” o “sargazo” y, quizás, “gárgola” y/o “gap”. (El uso obligado del condicional nos recuerda que los criptolexemas sólo admiten una definición estrictamente individual y, en el peor de los casos, una vigencia transitoria.) El segundo grupo, lógicamente formado por los criptolexemas llamados inauditos, es decir, los que no nos suenan para nada, puede, a su vez, desdoblarse en dos subcategorías: la de los primicios, que son los que oímos o leemos por primera vez, y la de los antimnésicos, que son los que, a pesar de haberlos leído o escuchado antes, no alcanzan a anclar en nuestra memoria y se nos presentan, recalcitrantemente, como si lo hicieran siempre por primera vez, es decir, los que, a pesar de no serlo, nos parecen idénticos a los primicios, razón por la cual bien haríamos en olvidar esta subdivisión.
Una segunda clasificación se refiere al grado del uso de los criptolexemas, y nos permite agruparlos en criptolexemas omisos, los que nunca usamos, y los admisos, que son aquellos que, aun sin saber qué significan exactamente, empleamos en ocasiones, y siempre de forma equívoca, en especial cuando tratamos de despertar algún tipo de sentimiento en nuestro interlocutor. Ejemplos de ellos podrán ser “conspicuo”, “contumaz” o “amor”. Cabe agregar que estos últimos poseen la inquietante cualidad de ser inconscientes, ya que el hablante ignora que ignora lo que significan. Por este desvío serendípico descubrimos lo que en realidad caracteriza a lo inconsciente, a saber: el desconocimiento del desconocimiento.
Pero, continuando, existe una tipificación más de los criptolexemas, esta vez de acuerdo a su grado de, llamémosla de ese modo, oscuridad. Tenemos, así, que hay criptolexemas opacos, que son aquellos que, al leer su definición, de inmediato sabemos lo que significan, y criptolexemas umbríos, o sea, los que, aun armados de prolijos diccionarios, no logramos entender. A ellos corresponden dos órdenes: Los que en sus definiciones –¡oh, fruición inenarrable!– constan más criptolexemas (como “dintel de hierro”, que, de acuerdo a la 22ª edición del Diccionario de la lengua española de la Real Academia, significa: “barra de hierro que se embebe en la mocheta de un arco para apear las dovelas”), y los criptolexemas ignotos, que son los que, por más que su definición sea perfectamente inteligible, somos incapaces de comprender. La causa es iluminadora: porque desconocemos su referente. Ejemplo de ellos sería, para la inmensa y perpleja mayoría, “guanacaste”, que, de acuerdo a la autoridad antes citada, es un “árbol tropical de la familia de las Mimosáceas, de fruto no comestible, con forma de oreja, cuyo pericarpio coriáceo es de color café oscuro lustroso y en cuyo mesocarpio, mucilaginoso, de color blanquecino, se distribuyen las semillas, pequeñas y durísimas”.
Hay, por supuesto, más grupos, como el de los criptolexemas etéreos, que son palabras que nadie recuerda, que ningún diccionario incluye, que nunca son escritas ni pronunciadas, y tan sólo flotan en una dimensión inexpugnable, inaccesibles, sí, pero existentes (me gustaría dar un ejemplo, pero, desgraciadamente, los desconozco), o los criptolexemas artificiales (como los involuntarios neologismos de los logópatas o los creados, aviesamente, por los escritores –como los ya clásicos de Joyce).
Yo, por mi parte, lo que más desearía sería ensanchar este inventario con una única palabra, una que, hueca de significado y huérfana de referente, sirviera tan sólo para embellecer el discurso –un significante absoluto, hecho de pura estética, que llenara insocavablemente el vacío que va dejando en mi espíritu cada criptolexema cuyo significado llego a comprender. Su definición en el diccionario rezaría:
“ ”.
– Salomón Derreza
Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.