La pieza inejecutable
Al compositor David Rakowski siempre lo ha caracterizado el gusto por lo inusual y, en el más literal sentido de la palabra, lo inaudito. No sólo ha compuesto conciertos para piano para una sola mano o para ser interpretados con los puños, sino que también escribió una pieza inejecutable. Se trata del Etude No. 22, del Libro 3 de sus Etudes para Piano, titulado Schnozzage, en cuyo último movimiento, mientras que la mano derecha del ejecutante se encuentra ocupada con las teclas de la octava más alta y la izquierda con las de la más baja, el pianista debe tocar, al mismo tiempo, algunas notas del centro del teclado, lo cual resulta humanamente imposible. Ni aun Earl Hines, famoso por la elasticidad de sus dedos, capaces de tocar una décima tras otra sin el menor esfuerzo (corre la leyenda de que se cortó los tendones de las falanges a fin de alcanza tal contorsionismo digital), sería capaz de interpretarla. A no ser que… En efecto, como bien habrá adivinado el lector, a falta de una tercera mano, el intérprete se ve obligado a recurrir a un órgano, no por inusitado menos digno: debe valerse de la nariz.
Fue a Amy Dissanayake a quien le tocó ejecutar esa pieza por primera vez en el Recital Hall de la Universidad de Carolina del Norte, el 24 de octubre de 2007. Las caravanas que realiza durante la ejecución bien pudieran ser interpretadas como reverencias ante la grandiosidad de la creatividad humana, capaz de superar todas sus limitaciones anatómicas. Uno no puede evitar evocar otra pieza inejecutable para la mayor parte de los mortales, a saber, el Impromptu para 12 dedos (una variación del Impromptu en G Mayor Op. 90 No.3 de Schubert), compuesto por Michael Nyman para la película Gattaca. Se trata de una obra escrita para personas hexadáctiles, la cual, en el futuro tenebroso del film, sólo puede ser tocada por pianistas posthumanos, diseñados genéticamente para ese fin.
La melodía silenciosa
Existe una pieza, escrita por John Cage en 1952, en cuya partitura no consta nota alguna. Nada, tan sólo la palabra tacet (silencio), repetida tres veces, delimita los tres movimientos que la integran. Se trata de la composición titulada 4’33″ (Cuatro minutos, treinta y tres segundos), la cual, desde que fuera estrenada por David Tudor, el 29 de agosto de 1952, en Woodstock, Nueva York, suele interpretarse de la siguiente manera:
a) Primer movimiento: Ciérrese el piano y retírense las manos de inmediato. Espérese 33 segundos, reloj en mano, antes de volver a abrirlo.
b) Segundo movimiento: Repítase la operación, esperando esta vez 2 minutos y 40 segundos antes de volver a descubrir el teclado.
c) Tercer movimiento: Lo mismo, pero con un tiempo de espera de un minuto y 20 segundos.
La noche de la premiere, al concluir la ejecución, las ovaciones que inundaron el Maverick Concert Hall fueron ensordecedoras —tanto, o acaso más, que el silencio interpretado. Más impresionante resulta aún la ejecución de la obra que realizó una orquesta entera, la BBC Symphony Orchestra, el 16 de enero de 2004, en el Barbican Centre de Londres.
La Enciclopedia de Música Sacra Medieval menciona una obra hipotética, similar a la de Cage, supuestamente compuesta en 1357 por el monje franciscano Juan Antonio de Quevedo, de la cual, sin embargo, únicamente se conserva el título “Los sórdidos: Cantos para armonizar con el silencio”. A mi juicio, es justamente esa ausencia de partitura lo que prueba más que fehacientemente que esa obra, forjada con silencio, realmente fue escrita.
Hay una anécdota poco conocida acerca de 4′33″, referida al hecho de que el total de segundos comprendidos en el título de la obra es 273, que es el mismo número, en negativo y en grados Celsius, del cero absoluto, es decir la temperatura en la que cesa todo movimiento atómico y, por tanto, la más baja posible en nuestro universo. Cuando el músico y teólogo Dieter Schnebel se lo comentó a Cage y le preguntó si su intención había sido retratar en su obra la nada absoluta, el compositor, acostumbrado a medir el calor y la frialdad en grados Kelvin, e ignorante, por tanto, de aquella inusitada coincidencia, exclamó, encantado: “¡Es maravilloso!”.
Pero Cage no sólo convirtió en música el silencio, sino que, al intercalar tres tacets dentro de su callada obra, creó algo más insonoro que el silencio mismo. Ojalá que la mayoría de los grupos y cantantes modernos se decidan pronto a incluir esa pieza en su repertorio —pero ésa y sólo ésa.
– Salomón Derreza
Escritor mexicano. Es traductor y docente universitario en Alemania. Acaba de publicar “Los fragmentos infinitos”, su primera novela.