NUEVA GRANDEZA MEXICANA
Un eslogan turístico proclamaba hace años que “la ciudad de México tiene ángel” y mostraba una foto de la escultura en la cima de la Columna de la Independencia. Aunque la dorada figura no es en verdad un ángel, sino una alada Victoria, visiblemente femenina con sus enhiestas tetas, el slogan aludía al encanto de la Ciudad de México (eso es “tener ángel”, según los franceses y los galicados). Y mucho es de temerse que el “ángel” se está perdiendo en la ciudad que se hunde en la suciedad y el mal olor, en la sobrepoblación, el esmog y el ruido (el del horrorrock, por ejemplo), en el variado mal gusto de los monumentos, en fin: en el ruidoso basurero-manicomio en el cual nos ensordecemos y apendejamos y enloquecemos y nos asfixiamos millones de habitantes que pululamos por las calles zigzagueando entre puestos de fayuca y de fritangas, jugándonos la vida en los cruceros y entre los asesinos camiones de pasajeros o “materialistas”, respirando mierda en estado volátil, amontonándonos en autobuses humeantes y pedorreantes que enlatan por lo menos ciento cincuenta almas (entendiendo un alma por cada viajero) en un espacio apenas capaz para cincuenta, y arriesgando, a escoger, entre ser acuchillados por un ladrón expedito que no ha tenido tiempo de estudiar para carterista, o colectados por un little gang de cuates (including policemen) dedicados al lucrativo y popular deporte del secuestro, y… más, y más, pero mucho más.
En fin: si “ser gringo en México es suicidio”, según dijo Ambrose Bierce antes de venir a suicidarse siendo gringo en México, también es suicidio, lento o rápido, ser ciudadano en “nuestra” ciudad capital.
Asombrosamente vienen a ella turistas del extranjero, se pasan unos días en el caos gozando de los aromas de gasolina mal quemada, de los ataques de distintos géneros de delincuencia (que van desde la criminalidad tradicional e informal hasta la organizada, uniformada y con placa, pasando por lo que todavía algunos funcionarios y curuleros mariconamente llaman “inseguridad pública”), malcomiendo en caros restaurantes “típicos” y “tradicionales” (por ejemplo los de la Avenida Insurgentes Sur, la lujosa peor zona gastronómica de la urbe, quizá del orbe) que les ofrecen en la carta, por ejemplo, dizque chiles en nogada y les sirven chiles cubiertos, no con la salsa de nueces que nombra al manjar (la nogada), sino con una crema de leche espolvoreada de nuez gruesamente molida. En fin, en fin…
Y, sí, vienen los turistas y se pasean hipócritamente contentos admirando los despojos de aquella que fue dizque la “Ciudad de los Palacios”, comprando las esperpénticas artesanías cada vez más falsas y feas, fotografiándose ante el fondo prestigioso y pompier del Palacio de Bellas Artes y admirando allá dentro o en otros lugares las grandiosas fealdades de la Gran Escuela Mexicana de Pintura: Rivera, Siqueiros etuticuanti, o comprando un mala copia de un cuadro trágico y rosa mexicano de la besteseller Frida K… y…
Y después de turistear heroicamente esos turistas retornarán a sus países y, para desquitarse de algún modo y lograr que otros vengan a sufrir su temporadita en el infierno, contarán a sus incautos vecinos y amigos lo guánderful que lo pasaron aquí.
¿Qué hacer con esta ciudad?, te preguntas. Y un ángel tan sicalíptico como apocalíptico viene a susurrarte al oído aquella historia del médico que, ante el niño enfermo y contrahecho que una bella señora le llevó al consultorio para que se lo pusiera presentable, meneó la cabeza y:
El médico (señalando un sofá)—. Por favor, señora, desnúdese y tiéndase ahí.
La bella señora (desconcertada, escandalizada)—. ¡Pero, doctor, si la que está mal es la criatura!
El médico (desanudándose la corbata)—. Sí, señora, pero como a la criatura no hay modo de arreglarla, haremos otra.
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.