En 1876 Samuel Langhorne Clemens ya es de una vez para siempre el Mark Twain celebérrimo por sus artículos y por el éxito de librería y de crítica que le han ganado Los inocentes en el extranjero y La vida dura. La esposa le pide que escriba cosas más honestas, es decir sin palabrotas ni irreverencias respecto a todo lo respetable, sobre todo la alta cultura, la iglesia y las buenas maneras; le exige que cuando lo entrevisten y fotografíen no fume la pipa de cazoleta de mazorca de maíz que le da un aspecto tan vulgar, sino, al menos, una de cazoleta de marfil que corresponda más al glorioso estatus de respetable autor norteamericano con casa sureña de estilo Partenón, bien cuidado jardín delantero y amplia verandah en la que ella, la honorable Mrs. Clemens, “¡por favor, no me diga Mrs. Twain!”, ofrece el prestigioso five o’clock tea a otras distinguidas damas de la localidad. Entonces él, viendo un día en el espejo las primeras canas en su frondosa negra cabellera, en sus bigotazos negros, comprende con gruñona resignación que a sus 41 años ya está entrando en la madurez, en la vida asentada, en la decencia, y que por lo tanto ya durante la cada vez más soñolienta siesta puede permitirse ese lujoso ejercicio sentimental: la nostalgia de los años verdes, de una niñez recordada como una isla del tesoro ya perdida pero de la que tal vez algo se pueda recuperar gracias a la magia de la literatura.
Y entonces, fumando a hurtadillas la pipa execrada, Twain se pone a escribir su primera novela en la que se soñará como el soñador, el travieso, simpático niño Tom Sawyer que para siempre vivirá en un igualmente idealizado pueblecito del sur de los EEUU, a orillas del Missouri.
Las aventuras de Tom Sawyer es una de las grandes y clásicas novelas mitologizadoras de la niñez como una edad dorada en la que, dentro de la cotidianidad común y a ras de tierra, palpitan los sueños y las leyendas de una no menos mítica y épica inocencia y la cabal felicidad de la “primavera de la vida”. La trama algo dispersa y no siempre bien hilvanada es un racimo de estampas narrativas y está repleta de travesuras domésticas y escolares; de huidas de la puritana escuela para chapuzarse en el soleado río más a mano: el Missouri, ¿podía ser otro?; de primeros idilios con niñas de sonrosados cachetes, rubios rulos y sueños rosas, de aventuras realizadas en la ensoñación y en la realidad: la fuga y los juegos de piratería en una isla del río, las clandestinas visitas nocturnas al cementerio, el combate con algún malo (en la ocasión, un folletinesco y asesino indio pielroja: “Injum Joe”), la laberíntica gruta en cuyo tenebroso fondo un enorme tesoro aguarda el retorno a la luz, y un happy end acaso más compensador y satisfactorio para el autor y los personajes que para el lector. Es un libro tal vez un tanto candoroso pero a final de cuentas cumple magníficamente con la intención de inscribirse en la mitología de la niñez resucitada como la edad de las maravillas. “Fue mi intención —dice Twain— que los mayores evoquen gratamente lo que fueron en otro tiempo, y cómo pensaban, como sentían y hablaban y en qué emocionantes aventuras se encontraron a veces enredados.” Y aunque también declara que en el protagonista conjuntó rasgos de por lo menos tres chicos a quienes conoció en sus “años verdes”, el lector no tarda en descubrir que Tom Sawyer es el mismo Samuel Langhorne Clemens, quien con sus extraordinarios poderes narrativos y su magnificación de lo anecdótico quiere retornar a la propia ensoñada niñez. Pero si el evocador S. L. Clemens domina como niño soñador y graciosamente travieso en la novela titular de Tom Sawyer, en ésta destellan aquí y allá anotaciones de malicia y de ironía muy a lo Mark Twain, como en uno de los primeros capítulos en el que Tom explota a otros niños poniéndolos a trabajar en el encalado una cerca mediante el truco de hacerles creer que no es trabajo sino diversión, o como las abundantes páginas en que el narrador cita largamente reales o supuestos trabajos escolares de composición en tono moralizador y predicante, o como los episodios en que satiriza los métodos represivos de una educación puritana. Además, y sobre todo, en el libro va adquiriendo cada vez mayor aunque todavía secundaria presencia otro personaje, un muchacho de la vagancia y la vagabundia, un temprano pillete huérfano, un casi maldito proscrito, el granuja pero todavía candoroso rapazuelo de los márgenes del pueblo, el prohibido aunque muy frecuentado amigo del alma y de correrías de Tom, que en la siguiente novela twainiana será el indiscutible protagonista y además el narrador en primera persona… [Lo he anunciado ya varias veces en esta serie de artículos y por fin estará con nosotros en el próximo y último: se trata de Huckleberry “Huck” Finn.]
[Continuará]
Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.