La palabra cursi, y no el sentido de la misma que se pierde en la noche de los tiempos como un gorrioncillo sentimental y desesperado en busca de la coqueta, la frívola, la perdediza gorrioncilla de pecho amarillo y amoroso, no es de origen muy antiguo. Hay filólogos que la fichan en 1865, cuando por primera vez habría brotado, como una dulcísima, temblorosilla, imprevisible margarita, en una canción registrada en el Cancionero popular de un tal Emilio Lafuente, quien, si la palabrita estaba a final de un verso, a saber con qué otra palabra lograría hacerla rimar. Otros la fichan aún más tarde, en 1899, tras hallarla en un sainete de un tal Javier de Burgos cuyas damiselas protagonistas daban título a la pieza: Las señoritas de Sicur, con lo cual ese supuesto apellido, trastocadas sus sílabas, habría pasado a etiquetar a todas las señoritas sensibleras, sobreadornadas, presuntuosillas, de mal gusto, en fin, de otros mil modos agraciadas. Más serio, como siempre, el ilustre don Joan Corominas, en su monumental Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico (tomo CE-F, Editorial Gredos, 1980), llamándola un tanto desdeñosamente “vocablo semi-jergal de origen incierto”, sospecha que vendría de Andalucía y de la lengua árabe marroquí: de la voz kúrsi, cuyo significado quizá sólo lo sepa algún morisco aljamiado como aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes, mañoso él, decía haber transcrito el Quijote.
Si dejamos la etimología de cursi para buscar su significado, hallaremos, en cualquier lexicón parigual del de la Real Academia de la Lengua, que cursi se aplica (1º) a una persona que presume de fina y elegante sin serlo; (2º) a una cosa que con apariencia de elegancia o lujo, es ridícula y de mal gusto; y (3º) a un artista o escritor, o a sus obras, cuando en vano ejercen refinamiento expresivo o sentimientos elevados. Pero, por supuesto, esa definición no es suficiente, porque no toma en cuenta la distinción que Ramón Gómez de la Serna hacía entre lo cursi válido o cursi bueno, por una parte, y, por otra, lo cursi no válido o cursi malo.
Y también lo que pasa es que el tiempo pasa como las aguas de los ríos contemplados melancólicamente por doncellas y donceles que se juraron amor eterno, y sucede que algo o alguien que en el principio no era cursi deviene barato, fané y descangallado y se cursiliza irremediablemente. Recuérdese que Gérard de Nerval decía algo como esto: el primero que a las mejillas femeninas las llamó rosas, era un genio; los que han seguido llamándolas así, son idiotas (o cursis malos, añadiría quien esto escribe). También importan los contextos: si usted en la alta noche se asoma a su alta ventana para gritarles a los mariachis que allá bajo estruendosamente celebran el cumpleaños de un vecino o una vecina: “¡Silencio, que están durmiendo los nardos y las azucenas!”, es usted, además de vecino desvelado, un deplorable cursi; pero si eso mismo lo oye maravillosamente cantado en un bolero sublime por Omara e Ibrahim, los genios sonoros del Buena Vista Social Club, eso acaso es cursi, pero es cursi bonísimo, un verdadero lied que ni el mismísimo Schubert hubiera desdeñado rubricar en un momento democrático de su musa, se lo aseguro, caballero. Y Bécquer es un buen romántico español cuando se leen sus rimas en sus páginas, pero un cursi pésimo cuando lo recita un recitador con vibratos y ululatos salidos del emotivo “nudo en la garganta”. (Por cierto: casi no hay melodrama del cine mexicano en el que en algún momento alguien, estremecido de pasión inefable, no diga: “Siento un nudo en la garganta”. Certificado.) Y, si a la música vamos, Chopin está muy bien cuando lo interpreta al piano por ejemplo Claudio Arrau, pero está horriblemente empalagoso traducido a la melodía gringa, hollywoodense, melodramática, abundante en violines y otros instrumentos gemebundos, llamada “Sublime obsesión”, para que lloren todas las señoras que llevan dentro del alma una sobreenamorada y sobresufrida heroína en glorioso technicolor.
Kitsch, camp, cursi
La cursilería o cursilancia generalmente ha tenido mala prensa entre los intelectuales por cuales, pero muchos de ellos, exquisitísimos y extranjerizantes, suelen rendirle culto a lo cursi cuando, por ejemplo, viene travestido en palabras de otros idiomas y auspicia la práctica de ritos esnobs. Así ocurría cuando aquí en México D.F., en la Facultad de Filosofía y Letras, en la otrora dizque chic Zona Rosa y en otros círculos esnobizantes, etc., se pusieron de moda, y de ritual, algunos términos sustitutivos como el inglés camp (pasado de moda y de época, superficial, amanerado: cursi, pues) y el alemán kistch (amanerado, presuntuoso, de mal gusto, baratamente artístico: también cursi, vaya), con los cuales se disimulaba o se pregonaba una íntima afición a lo cursi dizque atenuada por la ironía. Luego se inventó una palabra “autóctona”: naco, añadida como adjetivo al sustantivo gusto para clasificar a ciertos personajes, ciertas cosas, ciertas características del gusto de las clases bajas o medianas; un gusto frecuentemente considerado como cursilería abominable pero que ocasionalmente puede resultar sabroso, y de ahí que algunos de tales intelectuales (por cuales) a veces se paren en una esquina a escuchar la suicidante melodía de un “cilindrero” (es decir tocador del organillo de manivela, esa dulce pesadilla sonora por fortuna ya infrecuente); o a elogiar la bicicleta del último panadero que aún adorna los rayos de las ruedas con papel tricolor o instala bibelots en el manubrio; o a rendir periódico culto a alguna película de Juan Orol dedicada a la dulce Madre (la de Orol, que derivaba del icono emblemático ya perpetuado por el Brindis del Bohemio ya marchito pero recalcitrante en las aún persistentes cantinas bohemias). Pero digamos que todo lo anterior, por mucho que sea entrañable en nombre de la nostalgia (de una nostalgia un tanto fodonga), está en vías de desaparición: ya es cursilería antigua, obsoleta. Habría que empezar a discernir, a calificar, a clasificar la cursilería actual, o el camp actual o el kitsch actual, desde los teléfonos celulares color magenta o amarillo canario para que los novios ultramodernos se digan dulzuras de un extremo a otro de la misma mesa del Sanborn’s, hasta la prosa de los Manifiestos de un émulo de The Zorro que hace algunos ayeres ganaba sus guerrilleras batallas verbales sobre el papel de La Jornada; etc.
Envío
Cursis del mundo, consolaros. Os habla alguien que también alguna vez, ¿o muchas?, ha sufrido de la misma dolencia, porque quizá no existe el hombre tan sabio, tan austero, tan elegante y de tan impecable gusto que no tenga su talón de Aquiles por donde lo atrape la Musa de la Mala Cursilería. Y os recomiendo que atendáis a este testimonio anticursi, y por ende cursi bueno, de Ramón Gómez de la Serna:
“Lo cursi malo ha sido desbaratado por mí en las conferencias-maleta que he dado en América. Al comenzar cada disertación sobre objetos y cosas, para que se viese que el fondo cochambroso de mi valija no tenía nada que ver con la cursilería mala, rompía un objeto lamentable con el martillo de los sacrificios. Ya que en estos tiempos está prohibido sacrificar niños o corderos, hay que ofrecer a lo Alto alguna otra oblación: un cordero de cursilería. Dirigiéndome al cielo mientras enarbolaba el martillo exclamaba: ‘¡Te someto esta imagen ramplona para que me salves de incurrir en la cursilería maligna que crispa el alma y le produce un escalofrío como a los nervios el raspar del cuchillo en el plato! ¡Que la palabra bordee el tópico sin dar ese calambre al espíritu que el tópico produce!’. Y he roto así muchos de esos objetos que están encima de los pianos y que no me atreví a romper los días de visita.”
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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.