Romper un huevo sin que ocurra una pequeña catástrofe es difícil. Siempre he creído eso y vuelvo a pensarlo ahora que las circunstancias me han colocado en la cocina blanca para vérmelas por mí mismo y preparar algo de comer. El sol entra por la ventana y baña la pared de mayólicas en la que mi contorno reflejado puede vislumbrarse como en un espejo malísimo, borrosa leche derramada, pero lo suficientemente efectivo para mostrar quién yo soy en líneas generales: un metro ochenta y dos de flaca y pálida torpeza con un huevo en la mano. Sería una escena cotidiana, pero para mí es una estampa del aislamiento vital. Vivo en una ciudad enferma, trastornada por la comida, adicta a los orgasmos del paladar. Todos cocinan, todos dicen haber creado un plato, todos tragan y todos son críticos: comer es un carnaval permanente y una explosión demencial. En mis alucinaciones más tétricas –y tengo muchas– mis conciudadanos son freaks golosos, gente que tiene las papilas gustativas en forma de deditos, miles de manos en miniatura moviéndose en la lengua y muchas yemitas en los deditos dentro de la bóveda oscura de una boca cerrada. Hubo un escritor que dijo que las yemas de los dedos tenían cerebritos, y eso debe pasar con las lenguas de la gente de mi ciudad: millones de papilas con pensamiento autónomo. Mi padre es chef. Tiene una cadena de restaurantes. Se hizo famoso a comienzos de siglo, más o menos por la época en que yo nací. Mi hermano mayor era un cocinero con prácticas en Dal Pescatore de Italia. Sabía hacer estatuas de hielo y esculturas de caramelo. Murió atragantado mientras volaba desde Londres para visitarnos. Mi hermana menor es fotógrafa gastronómica y por estos días desarrolla el tema “Camotes flotantes”. Mi prima Laura es sommelier y su hijo de cuatro años está yendo a la Escuela de Pequeños Chefs del dinosaurio Berny. Por el Día de la Madre, hizo una papa a la huancaína y mi prima lloró de emoción, de tal forma que una lágrima fue a parar en la salsa y añadió la pizca de sal que faltaba. Todos en casa adoran al niño. Mi mejor amigo se especializó en postres, pero no lo veo hace mucho porque vive en Melbourne, dulcemente acompañado. El presidente agasajó al general mayor de un país vecino y amigo con un tiradito preparado por él mismo: los guardaespaldas visitantes se pusieron en guardia cuando sacó los afilados cuchillos para hacer cortes precisos. La última miss Perú, un caramelito con unas pantorrillas firmes que suelo imaginar suspendidas hacia arriba en golosa abertura, demostró en la tele que sabía cocinar los mejores tamales del barrio en su norteña ciudad natal. Mi abogado se dedica a patentar creaciones culinarias nacionales, y también ha patentado la suya: paiche a la florentina en salsa de berenjena con plátano, o algo así. El mapa de mi país no es un mapa: es el contorno arbitrario que un cuchillo dibujó en un enorme trozo de materia comestible.
Pero yo no puedo romper un huevo sin que ocurra un desborde acuoso sobre la mesa. Tengo veinticinco años. Viví mi adolescencia enfrentado con mi familia, y eso en el recuerdo es la imagen proyectada de una larga noche en una habitación cuyas paredes irradiaban la misma blanca hospitalidad de una celda: las luces exteriores ajenas y agresivas, el ruido de los cubiertos rozando contra los platos y esos olores que todos celebraban, allá abajo, mientras lo único que yo quería era una máscara de oxígeno. Viví recluido. Solo me apetecía hacer muñecos de plastilina y coleccionar flores. Agapantos, orquídeas, siemprevivas, nardos: solía dibujarlas en los espacios vacíos de un libro de recetas que nunca leí. Cuando cumplí doce años, abrieron por la fuerza la puerta de mi cuarto, botaron mis flores y me llevaron a la cocina para aprender a preparar pescado crudo con limón. Querían que supiera lo que todos saben. Pero vomité sobre el pez que –puedo jurarlo– aún sufría espasmos de agonía en la tabla de picar. Trajeron profesores, pues para mi padre era “desolador” ver que yo no podía interesarme en aquello por lo que él había luchado toda su vida. En el colegio, reprobé tres años seguidos la asignatura de Fundamentos Gastronómicos (obligatoria por culpa del Ministerio de Educación desde hace una década), me suspendieron por negarme a cortar el corazón de una vaca en tercer año y, en cuarto, porque escupí en la mezcla del ajiaco de una compañerita para ver si se ponía más espeso. El profesor me hizo comérmelo. Lo golpeé y me suspendieron. Mis padres me llevaron al médico a ver qué ocurría con mi olfato. El diagnóstico no arrojó ninguna anomalía en mis fosas nasales. El médico era amigo de la familia. Cada seis meses, nos invitaba un seco de chabelo preparado por él mismo, y cuando, ya sentado en la mesa, se disponía a comer el primer bocado, miraba hacia donde estaba yo para decirme: “Hey, ¿cómo va esa nariz?” Mamá agachaba la cabeza, triste. Mi padre se llevaba una copa de vino a la boca, para cubrirse el rostro. Mi hermano me pegaba un lapo. Él y mi hermana sabían perfectamente que yo nunca iba a pisar el restaurante de papá.
Mi padre y yo no nos hablamos desde hace cinco años. Poco a poco, fui reemplazado en su galería de afectos por Sebastián, su sobrino favorito, descrito por diversas revistas como “el sucesor”. Sebastián es un gusano arrogante, amanerado y esnob; un chef que suele experimentar haciendo rarezas, como esos caracoles tiernos al maracuyá en cama de portobellos con los que se fue a Nueva York. Es el orgullo de la familia, mi mamá lo idolatra y, desde que murió mi hermano, es el brazo derecho de papá en el restaurante. Un ganador antes de los treinta, un chef de ojos tristes profundamente verdes, hoyitos al sonreír y rizos castaños suaves que no han cambiado nada desde que salió en la prensa por primera vez, a los catorce años. Eso sin contar el primitivo encanto de su espalda: una espalda ancha que él suele lucir cuando corre olas en la playa. Él y yo nunca nos llevamos bien, sobre todo porque en unas vacaciones, siendo niños, Sebastián arrancó unas flores de mi colección y las usó para decorar una de sus estúpidas creaciones culinarias precoces. Tomé un cuchillo para asustarlo, pero sin querer le tracé una profunda diagonal en el pecho que sangró mucho. Salvo la cicatriz, no le pasó nada. A mí sí: papá me dio de correazos y el psiquiatra me puso a dormir con unas pastillas, seis meses de reposo y encierro absoluto. Mi padre ha tratado de reconciliarse conmigo varias veces, pero siempre comete el mismo error: me invita a almorzar. Y yo odio todo lo que él hace. La peor hamburguesa delivery me resulta más placentera que cualquiera de sus patéticos risottos de quinua. Él, por su parte, odia que yo sea quien soy en este instante: un tipo torpe con un huevo en la mano. Mi padre podría hacer una fiesta de sabor con solo uno de estos (pienso mientras vuelvo a tocar la envoltura calcárea y miro las mayólicas blancas iluminadas que me reflejan mal). Pero yo no.
Cecilia decía que nada de eso le importaba, que ella me quería igual. Solitario, profundo y desadaptado. Parecía ser diferente a las otras. He tenido algunas mujeres en mi vida, todas nativas de esta ciudad cercana al mar, todas bronceadas y pretenciosas y llegadas al mundo con el siglo, y todas se despertaban después de una noche loca para decirme una sola frase: “tengo hambre, guapo”. Conversaba de eso con ciertos amigos. Pablo decía que un omelet simple podía solucionarme la cosa: huevos, leche, aceite de oliva, queso gruyer. César pensaba que una ensalada de frutas era suficiente para salvarme: solo debía cortar cubitos estúpidos y añadir un poco de miel y una pizca de algarrobina. Esteban era chef, así que a él no le preguntaba nada porque cada cosa que decía me sonaba a la partitura de un concierto de Rachmaninoff. Todos eran muy generosos, me daban una hoja de bloc recetario para que apuntara los ingredientes y las recetas. Pero yo no puedo romper un huevo sin que ocurra una pequeña catástrofe, no sirvo para eso. Nunca hacía nada. Las mujeres se confundían: pensaban que por ser hijo de mi famoso padre iba a cocinarles algo inolvidable. Qué decepción. Esta ciudad está enferma, ya lo dije: el único orgasmo que se persigue es el gastronómico. Cuando ellas se daban cuenta de la verdad sobre el tipo que las había llevado a la cama, iban alejándose rápidamente y, aunque nunca lo decían, era obvio que habían esperado más de mí: cuando menos, un puto piqueo de quesos holandeses en mi bonito departamento con vista al mar (adelanto de la herencia de mi padre).
A Cecilia nada de eso parecía importarle. Al menos, al principio. Tenía el cabello largo y finísimo: bucles tímidos que se iban formando mientras los mechones descendían hasta sus senos redondos –las areolas más tenues que he visto–, desordenándose en hebras dispersas para formar una cortina traslúcida que dejaba ver su piel canela. Su labio inferior se hinchaba con facilidad, como la variación sublime del más rojo de los pucheros. No hay nada que me vuelva más loco que la combinación de un puchero infantil y un par de ojos negros grandes pestañosos que insinúan excesos y anuncian incendios. Éramos felices. Vivíamos juntos. Solo discutimos una vez, cuando ella cometió el error de opinar sobre mi futuro. Tú escribes bien, podrías hacer notas gastronómicas, redactar las cartas para chefs. No le hablé un día entero. Entendió el mensaje, se disculpó llorando y nunca más se le pasó por la mente meterse en mis asuntos. Su recuerdo es el de una tarde perpetua sazonada con la humedad caótica de imágenes dispersas: sus pies descalzos sobre la madera del piso, cierta cadena de plata en el tobillo y una risa coqueta. Ya lo dije: éramos felices.
Pero una mañana de verano fuimos a comprar flores. Le gustaba ir conmigo, no sé por qué. Caminábamos por los puestos cuando nos encontramos con mi primo Sebastián. Él llevaba un pantalón de cuadros ceñido y lentes oscuros, y una camisa-chaleco de esas que ahora se han puesto de moda pero que él usa desde hace medio año porque se la compró en Berlín. Lo vi quitarse las gafas y venir a saludarme. En ocasiones, nos poníamos a hablar de flores (era el único tema en común que podíamos encontrar), pero ahora él estaba más interesado en saber quién me acompañaba. “Es un placer”, dijo con esa elegancia patética que seguramente se usó en el siglo XX. En el colmo de la cursilería, le regaló a ella un ramo de laureles rosas comprados con tal sigilo que ninguno de los dos nos dimos cuenta. Cecilia sonrió con la emboscada y sus labios se volvieron un hermoso y redondo botón de carne. Darle a una mujer una flor me resulta tan extraño como ser aficionado a los insectos y regalarle a mi novia un escarabajo muerto. Pero él era él. Tenía hoyitos, una mirada oscura y enigmática, y esa semana –precisamente esa semana– otra revista había publicado en la portada una fotografía suya: el famoso sucesor de mi padre ataca de nuevo. Alguien así nunca queda mal al regalar un ramo de laureles rosas. Los códigos florales –pensé instantáneamente, mientras ella daba las gracias y contemplaba su obsequio– resultan contradictorios en este caso. Algunos dicen que esta flor representa “amor filial” y otros afirman que simboliza seducción pura. En todo caso, después de intercambiar unas palabras inocuas con Cecilia, él volvió a ponerse las gafas de sol, se despidió y se fue. Llegamos al departamento y Cecilia colocó el ramo en la sala, encima de la cómoda central, diciendo que mi primo era lo máximo.
–Algún día quisiera probar algo suyo, dicen que es buenazo.
Y sí, llegó a probarlo. No hizo falta demasiado tiempo para que ocurriese. Cecilia es un caramelito de pelo negro y piernas largas de pantorrillas maratónicas: esa siempre ha sido la especialidad de mi primo. Esta es una ciudad enferma y Cecilia, aunque en menor medida, es parte de esa enfermedad: no puedo darle a su insano paladar lo que una chica como ella desea. Por esos días, yo tenía que salir de viaje al sur para ver unos viñedos que iban a pertenecerme. Mi padre no vivirá mucho más, sus abogados ya están pensando en estas cosas. Y bueno, me fui en un momento que –intuí– era el clímax del flirteo entre los chicos: dos llamadas misteriosas al celular de Cecilia, conversaciones de madrugada por el flash speaker de la micro palm. Era fácil imaginar lo que iba a pasar. Aunque ya me había ido, pude construir la escena sin verla. Sebastián vendría a mi departamento en mi ausencia, cocinaría un coctel de mariscos en la terraza, tomarían dos copas de vino y listo. No soy un hombre violento. Pero no me gusta ser el último en enterarme de las cosas ni extraviarme en el largo abismo de las dudas. Decidí volver un día antes de lo previsto a la ciudad sin decírselo a Cecilia. En el avión me sirvieron mousse de camote al coñac. Como siempre, pensé en mi hermano mayor allá arriba y eso me hizo tomar mucha agua. Cuando llegué, hice guardia cerca de la puerta del edificio. Los vi entrar juntos. Esperé un rato, escondido. Subí de madrugada, cuando las luces de la terraza se apagaron. Giré la llave de la puerta con cuidado de que no me escucharan. En la sala había platos vacíos con residuos de aceite de oliva y una salsa oscura agridulce. Dos copas a la mitad descansaban en la terraza. La camisa-chaleco de mi primo estaba tirada en el mueble. Traté de evitar ver las sandalias rojas de Cecilia, abandonadas en el piso. Me acerqué al cuarto lentamente. La puerta estaba cerrada. Di dos pasos, aproximé la cabeza y convertí mi oreja en una ventosa de audio. Y entonces escuché lo que tenía que escuchar: la continuidad insaciable de dos corazones embarcados irreversiblemente en la recíproca estimulación del goce. El eco golpeaba mi oído. La literatura no transmite ruidos, solo enuncia acciones. El lector completa los sonidos que le son pertinentes y rompe de ese modo la silenciosa arquitectura de los párrafos. Es el lector el que alucina. El que se arrecha. Traspasa al otro lado de la puerta cerrada y ve dos cuerpos desnudos, los senos redondos de areolas tenues, las largas piernas estiradas y amables y la cadena bailando en el tobillo tembloroso; los mechones finísimos más caóticos y dispersos que nunca y el labio inferior o puchero convertido en un volcán rojísimo. El lector puede ver más. Si es atento, recuerda que el hombre tiene una antigua cicatriz diagonal en su pecho, y que ahora el pecho está sin camisa.
No soy un hombre violento, ya lo dije. Decidí bajar y esperar en el auto a que el buen chico saliera. Parece que les vino un ataque de precaución porque, ni bien amaneció, Sebastián abandonó el lugar. Salí a despejarme. Luego de varios años, hice compras en el supermercado. Volví por la noche a casa. Cuando la vi, Cecilia llevaba puesto un vestido blanco. Sonrió al verme de nuevo y se empinó para besarme. Sus labios no emanaban ningún olor especial. El departamento estaba limpio. No había rastros de los platos y todo parecía tan en orden que tuve la impresión de que lo visto había sido solo un mal sueño. Tomamos un trago. Da igual qué trago, pero diré que tomamos coca sour, porque el Ministerio de Gastronomía ha pedido a los escritores incluir productos bandera en sus relatos, y hoy tengo ganas de seguirles la corriente a mis dementes conciudadanos. La bebida sentó bien a Cecilia; de maravilla, diría yo. Se puso a bailar al ritmo de un antiguo disco de tango. Jugó a esquivar mi beso mientras se movía. Fuimos al cuarto. Se quitó la ropa y yo me alejé un poco para encender la lámpara y verla mejor. ¿Qué tratas de ver en el cuerpo desnudo de Cecilia? ¿Algo más que no hayas visto ya? ¿El hecho de que la vea ahora yo y no mi primo Sebastián hace más nítida su desnudez hecha de palabras? El lector es un ser con expectativas extrañas. La noche fue hermosa y Cecilia me envolvió en un remolino hirviente y sudoroso que al final, al cabo de unas horas, se detuvo y dio paso a la honda calma del reposo. Eso pasó ayer. Ahora, la mañana llega altanera por la ventana y yo abro los ojos.
Me levanto y camino a la cocina. Romper un huevo sin que ocurra una pequeña catástrofe es difícil, vuelvo a pensar ahora que tengo uno en la mano y en la pared blanca mi reflejo es como leche derramada y borrosa. Pero no será necesario romperlo. Hoy es un día especial. Tengo en la mesa los ingredientes. Ají amarillo. Dientes de ajo. Queso fresco. Aceite. Leche. Galletas de soda. Y por supuesto, papa amarilla. No cualquier papa amarilla, es una AC 606, una nueva variedad que acaba de salir al mercado. La desarrolla un laboratorio del que mi padre es accionista. Sigo las instrucciones que un amigo me ha escrito en un papel. Me sorprendo a mí mismo con una habilidad que no me conocía para quitar las venas del ají, para mezclarlas con el aceite y el queso en la medida justa. Quizás son los genes. Me tranquiliza saber que no tendré que romper el huevo porque el huevo será hervido en la olla. Me dispongo a cerrar la licuadora, pero siento que falta algo. Recorro la sala con la mirada. En medio de la cómoda, luminoso, como si no hubiera nada más en el mundo, veo el florero con el ramo de laureles rosas. Hermoso regalo, primito. En cada flor, los cinco pétalos se abren con armoniosa regularidad, tan equidistantes y alegres que dan ganas de volverse una hormiga para contemplarlos gigantes y ver cómo acaparan la enormidad del horizonte: los estambres como postes de luz protectores. Mi abuela española llamaba a estas flores “adelfas”.
Vuelvo al cuarto. A Cecilia se le iluminan los ojos cuando llego con el regalo. Se ve incrédula pero también feliz. Se sienta en el respaldo de la cama. Sonríe. Toma el plato cuadrado con las manos. Pienso que en el pasado, quizás, la mayoría de platos eran redondos. La idea no me parece tan descabellada.
–¿No tiene un tono un poco rojizo para ser huancaína?
–Es una variación mía.
–Jaaaaa.
–¿Qué? ¿Tanto te sorprende? También tengo derecho, ¿no? Total, nací en esta ciudad de dementes.
–Es que, no sé, es tan raro… Oye, esta papa es riquísima. ¿Es una 606?
–Sí, lo es. Recién salida. Ahora debo irme un momento. Préstame tu celular, me he quedado sin saldo. Vuelvo más tarde.
–David…
–Dime.
–¿Te he dicho que te quiero?
La ambulancia se llevó el cuerpo de Cecilia al día siguiente. Me detuvieron y llevaron a la comisaría. Pero mi padre es un hombre poderoso, un símbolo nacional, así que me ha sacado de allí soltando algún dinero mientras los abogados –el mío es civil, no me sirve para asuntos penales– resuelven cómo hacer para eximirme de culpa. Por ser hijo de mi padre, los diarios ni siquiera se han asomado a joderme. Además, las dudas me favorecen. Las personas capaces de testificar que nunca en mi vida he cocinado absolutamente nada son tantas que pueden llenar un estadio. Mi primo ha entrado en pánico y se ha ido del país. Estoy tranquilo, liberado. Ahora me dirijo al restaurante de mi padre. Supongo que sería descortés no acceder a su invitación en estas circunstancias. Llego. Me recibe en una mesa cercana a la barra. El local está cerrado para que los dos conversemos. Él me mira. No es la mejor ocasión para reencontrarnos, pero nunca en mi vida lo he visto con una expresión como esa, o sea, con algo mínimamente parecido al orgullo paternal. Siento su respeto y sentirlo en este momento es como recibir un viento helado en la cara.
–¿Ya pensaste qué hacer con tu vida?
–Dios, era eso. Papá, no empecemos con lo mismo, por favor. He venido hasta acá…
–Acabas de matar a la puta de tu novia con una papa a la huancaína con adelfas. Tienes talento.
–…
–Siempre supe que lo tenías. Así que adelfas, ¿no? Nerium oleander. Ja. Alcaloides y aceites etéreos: paro cardiaco fijo. Pero también pudiste usar Thevetia peruviana, es casi lo mismo. ¿Por qué no lo hiciste? Digo, promovamos lo nacional, ¿no?
–Yo no compré las flores… en fin, no importa. ¿Podemos hablar de otra cosa?
–Mira. Quiero que te tomes en serio. Tu hermano era empeñoso, un obrero dedicado, pero nunca iba a poder ocuparse de esto.
–¿Qué te hace pensar que yo sí?
–Es solo una intuición.
Nos quedamos en silencio. Los mozos van y vienen, perezosos. Por primera vez, comprendo un poco a mi padre. Se está quedando solo. Es como si hubiera visto en lo que le hice a Cecilia el reflejo de algo que nunca conoció, o que olvidó hace mucho. La pasión irracional. A fines del siglo pasado, mi padre fue uno de esos tipos que se ocupó de desarrollar la cocina como un culto a la vanidad local, porque dicen que en esta ciudad ni siquiera existía el amor propio. Pero en el camino olvidó que la única pasión que te hace cocinar algo digno está en los grandes temas: provocar vida o muerte, alegría o tristeza. Generar recuerdos. Solo esos impulsos pueden propiciar algo parecido a la creación artística. Pienso que la revelación me recorre el cuerpo, como una súbita luz protectora. Me siento algo cursi, muy dulce para ser yo, poco profundo. Ahora que me fijo bien, el rostro de mi padre está devastado, fusilado por la artillería brutal de las décadas, algo que solo se atenúa por el brillo altanero de sus ojos encendidos. Pienso que él también fue joven. Y ahora, su única esperanza es un asesino. Por primera vez, en años, tengo ganas sinceras de quedarme allí hasta tarde y hacerle muchas preguntas. ~
"escritor a tiempo repleto". MFA en Escritura Creativa en Español, New York University. Es autor de Lima Freak (Planeta 2008).