Cabezas olmecas
Año 2007. Palacio de Bellas Artes de México DF. Congreso dedicado a la obra de Roberto Bolaño. En ese edificio inquietante –neoclásico y porfirista por fuera, art decó y revolucionario, por dentro– y ante un público “expectante”, escritores y profesores lo desmenuzan. Por mi parte, improviso sobre un texto admirativo y crítico –no sé tener admiraciones que no sean críticas. Como me pasa siempre cuando intento improvisar, pierdo el hilo. Casi sin darme cuenta anuncio que un origen de la violencia patente en la obra de Bolaño vendría de que él triunfó como novelista escribiendo sobre poetas vanguardistas, en lugar haber permanecido fiel a la poesía vanguardista que fue su vocación. Agrego: fue lo mismo que intentó hacer, por ejemplo, Vicente Huidobro con sus novelas y su teatro y hasta sus proyectos cinematográficos, sin resultados, de modo que tuvo que morir poeta, poeta irremediable.
Al terminar el acto, se me acercan dos mexicanos de cabezas enormes, como esas testas de piedra colosales de los olmecas, que me arrinconan contra el escenario. Uno de los olmecas se presenta: “somos los infrarrealistas”. Me doy por perdido. Hasta que una de esas bocas del tamaño de buzones declara: “Tienes razón, buey, Bolaño nos traicionó. Mejor Huidooobro”.
Algunos poetas mexicanos me confirmaron luego que no les parecía raro. Lo peor que le puede pasar a un poeta es hacerse inmortal gracias a su prosa. Error. Hay algo peor: para poetas con vocación de no escribir, como es Ulises Lima –coprotagonista de Los detectives Salvajes–, qué tormento verse escritos, incesantemente escritos, parodiados, caricaturizados. Y más encima en novelas (esos aparatos burgueses, mercantiles, prosaicos).
Pensando en voz alta me había dejado llevar por una asociación libre, juntando los nombres de Bolaño y Huidobro. Y había pinchado un nervio.
Nervio: Vicente Huidobro fue la vanguardia de Roberto Bolaño. Huidobro es el precursor épico del sucesor melancólico que fue Bolaño. Existen entre ambos tantas similitudes ocultas como coincidencias aparentes. El hilo que los entrevera es el relato de una épica de la voluntad y la crónica de su fracaso. El proyecto radical de la vanguardia, su voluntad, es Huidobro. El fracaso radical de la vanguardia, su melancolía narrada como épica, es Bolaño.
Huidobro & Bolaño. Encuentro del paraguas y la máquina de coser, en la mesa de disecciones de la literatura latinoamericana. Choque que ya venía fundamentado en la propia estética huidobriana. Proclama Huidobro en uno de sus primeros manifiestos (Época de creación):“Inventar consiste en hacer que las cosas que se hallan paralelas en el espacio se encuentren en el tiempo o viceversa, y que al unirse muestren un hecho nuevo.”
Juntar a Huidobro y Bolaño como “empresa de mudanza” de sentidos que, poniendo en contacto cosas aparentemente disímiles, cree entre ellas un magnetismo (de atracción o repulsión, dependiendo del polo por el cual las enfrentemos).
Bautismo de fe para lo que nace de ese encuentro: Huibodolabroño. Ser quimérico, pero no imposible. Grifo digno del bestiario fantástico de Borges. Gárgola armada con las greñas y las gafas de Bolaño y el bastón y el sombrero de caballero de Huidobro. El huibodolabroño, recién nacido, nos saluda sacándonos una lengua bífida, babeante de prosa y de poesía.
Morfología del huibodolabroño. La primera y más importante afinidad entre ambos, la que permite que el cruzamiento entre ambas especies parentales no sea estéril es, por supuesto, la vanguardia. Proyecto de poesía y vida en Huidobro; tema novelesco y nostalgia vital en Bolaño.
Uso restringido, el que hago, del término vanguardia. Restringido a los proyectos de ruptura estética que –y esto es crucial, porque les da su dimensión política– buscaron organizarse como movimientos colectivos en el período de entreguerras. Desde el cubismo al surrealismo. Desde Apollinaire y Dada al Duchamp que lo abandona todo por el ajedrez. Queda para eruditos hilar fino sobre cuántos ángeles caben en la cabeza de este alfiler; ángeles todos peleados y enemigos entre ellos.
Huidobro fue el campeón latinoamericano de aquella vanguardia. Bolaño su deudo. En sus respectivos ejercicios ambos fueron dandis: partidarios de un arte puro o arte por el arte. A los dos les apasionaba la guerrilla literaria. Huidobro en París se jactaba de ser muy odiado y lo consideraba un triunfo. Bolaño suscribía esa jactancia. En ambos hubo un culto al poeta como ángel y bestia (embutido de ángel y bestia, que diría Parra). En Huidobro alentó una voluntad nietzcheana, y la vez ingenua, que soñó posible transformar la vida y el mundo mediante la poesía. Voluntad que en Bolaño se transformó en cinismo y melancolía (en otra parte he escrito sobre la mela-cholé de Bolaño).
Mucho de lo que en Huidobro fue aristocrático intelectual, anarquista orgulloso, individualista nietzchano, aparecerá en alguno de los personajes de Bolaño. Los aeroplanos del futurismo serán pilotados por los poetas asesinos del futuro –ese Carlos Wieder de Estrella Distante, que es el colmo del dandi: artista y criminal a la vez.
En ambos se percibe el ansia de martirio del héroe poeta, heredada de los románticos y de los poetas malditos. Por último, pero no al final –de hecho este es el comienzo de sus leyendas– ambos mueren amargados y prematuros. A los cincuenta y cinco Huidobro, a los cincuenta Bolaño. (Aunque habría que preguntarse si hay muertes “prematuras” realmente, o sólo los bebés pueden ser prematuros… )
Las amarguras son diferentes: su vanguardia, el creacionismo, ha fracasado, siente Huidobro. Bolaño siente que el triunfo “me ha llegado demasiado tarde”, como me dijo en uno de nuestros escasos encuentros (que, acaso, sería mejor llamar desencuentros). Pero las desilusiones son parientes. La desilusión en Bolaño es hija de la amargura de Huidobro. Tanto más profunda porque es heredada. Heredada del fracaso de las revoluciones estéticas y también políticas que no le tocaron.
Muerte de Huidobro, en 1948. Si consideramos que por esas fechas terminaban de morir también las vanguardias europeas, el asunto supera en interés a la efeméride. La muerte de Huidobro se transforma en un azar significativo. Tan significativo, al menos, como las desapariciones de Cesárea Tinajero y de Benno von Arcimboldi, en las dos obras cumbre de Bolaño. En el caso de Cesárea, contemporánea estricta de la mejor época del creacionismo, es patente que lo que desaparece con ella, en el libro, es la vanguardia pura, la original, el ideal y la maldición de las primeras vanguardias. Así como el creacionismo de Huidobro, en tanto que proyecto vanguardista extremado (pleonasmo, toda vanguardia es extrema), se extingue o termina de caer, para usar el símil de Altazor, con la muerte de su creador. “El hombre sacude su yugo, se rebela contra la Naturaleza, como antaño se rebelara Lucifer contra Dios”, había declamado Huidobro, exaltado y satánico, en su manifiesto La creación pura.
Bolaño hereda la ruina, el fracaso anunciado, el infierno de esa rebelión. Y en ese infierno pone a Huidobro. Cuando Amadeo Salvatierra le lee a los detectives salvajes cierto Directorio de la Vanguardia, confundido en ese largo inventario de vanguardistas muertos y olvidados, figura un tal: “Vicente Ruiz Huidobro. Su compatriota”, le dice Amadeo a Arturo Belano, mientras saborea la última gota de su mezcal etiqueta “Los Suicidas”.
Tanto tiempo después del ocaso dramático de los vanguardismos –y mirado desde este mediodía del arte pragmático que nos toca–, todo aquel entusiasmo parece cosa de locos. Bolaño lo hace patente en varios momentos de su obra. En Los detectives salvajes, cuando Joaquim Font, Quim Font, el padre loco de las hermanas musas de los viscerrealistas, le muestra al poeta García Madero el proyecto de revista que está diseñando para el grupo. Le dice: “Ya se van a enterar estos pendejos lo que es la vanguardia…”. Y enseguida le muestra el espacio que ha dejado en su maqueta de revista para los poemas de estos neo-vanguardistas. “El espacio que me señaló estaba lleno de rayas, rayas que imitaban la escritura, pero también de dibujitos, como cuando en los cómics alguien blasfema: serpientes, bombas, cuchillos, calaveras, tibias cruzadas, pequeñas explosiones atómicas”. Así acaban las vanguardias: en cómic, en lo cómico.
Hoy, el intento de hacer una vanguardia es una locura. O algo peor: una revistilla para poetas adolescentes. “Hay una literatura para cuando estás desesperado.”, continúa desvariando Quim Font, “Esta última es la que quisieron hacer Ulises Lima y Belano.” Y agrega: “Tomemos al lector desesperado, a quien presumiblemente va dirigida la literatura de los desesperados. ¿Qué es lo que ven? Primero: se trata de un lector adolescente o de un adulto inmaduro”.
Protestará alguno: Font está loco. Respuesta: hay método en su locura.
Huidobro aparece mencionado a menudo en la obra de Bolaño. Muchos escritores aparecen a menudo en la obra de Bolaño (que casi no supo hacer otro tipo de personajes), así que esas menciones no son muy interesantes. Cotilleos, perfidias ingeniosas. Por ejemplo, aparte de su nombre mal escrito en la lista antes citada, está el pasaje de una entrevista donde Bolaño contesta que Huidobro “me aburre un poco. Demasiado tralalí ala lí. Demasiado paracaidista que desciende cantando como un tirolés”. Es divertido, pero no es muy interesante.
Más sugestivo es que Bolaño sea el que aparece a menudo –aparece todo el tiempo, diría yo– en la obra de Huidobro. Convendremos en que esto sí que es interesante, escalofriante incluso. El sucesor apareciendo en la obra del precursor. Esto sería una consecuencia radical, vanguardista precisamente, de la noción borgiana de que un sucesor, al escoger a sus precursores, modifica la lectura de sus obras. En este caso Bolaño modifica tanto la lectura de Huidobro que se introduce en ella.
A su vez, Huidobro, desde esa tumba “en cuyo fondo se ve el mar” –como reza su epitafio, en la Cartagena de Chile– se venga de Bolaño anticipándolo. Prefigurándolo hasta el punto de convertirlo menos en consecuencia que en pronóstico.
Repasada la obra de Huidobro, su poesía y su prosa, sin dejar de lado su prosa de circunstancias o sea sus entrevistas y polémicas, y especialmente sus aforismos (pocas obras más llenas de aforismos que las de Huidobro) y si ese repaso de Huidobro se hace luego de leer mucho a Bolaño, y si esas relecturas de ambos se hacen sin devociones ni genuflexiones hacia ninguno, una experiencia inquietante ocurre: Roberto Bolaño aparece en la obra de Vicente Huidobro.
En la obra de Huidobro entendida, eso sí, como la entendían precisamente los vanguardistas: como intento de transformación de la vida y del mundo mediante la poesía (ya fuera creando una realidad paralela, o bien, infiltrando en esta realidad otra más profunda o verdadera).
Descartada la ingenuidad de revisar las obras de Huidobro buscando el nombre de Bolaño, propongo un experimento esotérico (más grato al gran esotérico que fue Huidobro).
Primero escríbase con mayúsculas la palabra “OBRA”, de Huidobro.
Enseguida léase y entiéndase esa OBRA en el sentido que le daban los alquimistas: transformación del material y del hacedor al mismo tiempo.
Tercer paso: hágase con la OBRA de Huidobro lo que esos adolescentes fanáticos del rock satánico hacen con los vinilos de ciertos grupos –Iron Maiden, Metallika o Led Zepelin–, es decir escucharlos al revés hasta oír como invocan clarito al demonio.
En el caso de Huidobro, para leer su OBRA al revés no hay que comprarse un tocadiscos de los años setenta. Basta con leerlo desde HOY. Desde este hoy que va en sentido contrario a su proyecto. Para leerlo al revés basta con leerlo desde el futuro que esa obra anunciaba y que no se cumplió. Desde esta posvanguardia.
Resultado del experimento: Leído así, al revés, Huidobro, el pequeño dios, invoca clarito al demonio de Bolaño. El proyecto vanguardista extremo de Huidobro –voluntad a pesar de la imposibilidad– invoca y hasta crea a Bolaño al anticipar su melancolía de sucesor desheredado.
“Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser”, dice Altazor. Faltaría intercalar solamente, después de la palabra “poema”, la palabra “creacionista” o, más en general, vanguardista, para tener una declaración del fracaso anticipado del proyecto creacionista, que sabe que no puede llegar a cumplirse.
¿Qué es lo único que podría redimir ese proyecto poético y vital que no pudo cumplirse? Respuesta: un relato. El relato del proyecto y su fracaso. Esto es lo que va a hacer Bolaño. Esto es lo que ya sabía Huidobro que Bolaño iba a hacer. Puede que el poeta creacionista no alcance su objetivo épico, pero al intentarlo crea la leyenda. Y al crearla engendra al narrador que la cuente.
Bolaño inventado, o mejor, CREADO, por Huidobro.
Suena raro. Pero no habría disonado tanto en tiempos de la vanguardia histórica. En esa arcadia tan reciente y que, sin embargo, ya parece remota, cuando “la obra” de un autor no era meramente el estante de su biblioteca donde este pone los libros que ha “autorizado”.
Sino que la OBRA podía pretenderse, conforme al código creacionista, como la creación de una realidad nueva, autónoma, total-mente humana. Y no temamos intercalar: total-itaria-mente humana; no en balde el manifiesto más radical de Huidobro se llama Total.
(Tanta ambición total. Y pensar que, si ahora salimos a la calle y le preguntamos a un desprevenido qué es el “creacionismo”, probablemente nos informará que es una secta cristiana, fundamentalista, que niega la evolución para afirmar que el mundo fue creado hace 5.000 años por un verdadero dios. Así la poesía se convierte en parodia.)
La época cumbre de Huidobro es también la de los primeros real visceralistas en México, los de Césarea Tinajero. Que son más intensos por supuesto que sus modosos contemporáneos, reales de verdad, los estridentistas. Y mucho más, por cierto, que Ulises Lima y Arturo Belano, estos segundos real visceralistas que, a comienzos de los años setenta, apenas son parodia de una épica, epígonos de una tradición agotada. Como pos vanguardistas que son, Lima y Belano son más infecundos que la vanguardia misma. Sus modelos, los infrarrealistas, fueron casi completamente irreales, de hecho, hasta que Bolaño, transformado en novelista, los sacó de su casi nada. (Y de allí el despecho de aquellos Olmecas, en Bellas Artes.)
Podemos imaginar a Huidobro, antipoeta y mago, en sus últimos días en la casa de la Cartagena de Chile haciendo sesiones de espiritismo –que aún aterran a los lugareños–, para comunicarse con un espíritu del futuro. Como buen vanguardista Huidobro prefería ser médium del futuro y no del pasado. En el comedor de esa casa –donde una vez, y a pesar de que yo no creo en fantasmas, se me apareció su fantasma; pero esta es otra historia– en ese comedor de Cartagena, me gusta imaginar a Huidobro haciendo espiritismo con sus amigos más jóvenes, como Volodia Teitelboim (imaginar al prócer del comunismo chileno, Teitelboim, haciendo espiritismo, es algo que produce doble terror). Imagino a Huidobro percibiendo un tambaleo en la mesa de tres patas a la vez que cierta voz, con un extraño acento mechado de chileno y mexicano, le recita desde el futuro sus propios versos: “Vamos cayendo, cayendo de nuestro cenit a nuestro nadir, dejamos el aire manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo.” Y luego de recitarle esas líneas de su Altazor, la misma voz amexicanada y sardónica de este espíritu venido del futuro increpa a Huidobro: “¡Pinche cabrón, viejo de mierda, no dejaste nada para nosotros!”
Huidobro oyendo la voz del futuro. Huidobro previendo la rabiosa nostalgia que un Bolaño del mañana podría sentir por aquella época perdida. Previéndola porque él mismo ya la sentía. Como también sentía, ya, el relato que redimiría ese fracaso.
El paracaidista de Moscú
Estación Mayakovskaya en el metro de Moscú. Tema de la decoración estalinista, de los años treinta: “24 horas del cielo soviético”. En uno de los 24 medallones de mosaico que adornan el techo, un paracaidista cae directamente sobre nosotros, desde un avión, hacia estas profundidades del tren subterráneo. Un paracaidista entre extático y aterrado, cae con la boca abierta como si viniera cantando (pero para espantar el miedo). Exactamente como cae Altazor.
El azor fulminado por la altura, el poeta en paracaídas cayendo, lentamente, desde el cielo de la poesía hacia la prosa del mañana. Altazor precipitándose desde el futuro de la humanidad proletaria –que no fue– hacia el futuro burgués que somos. Desplomándose desde el pasado de la única vanguardia que triunfó –convertida en dictadura–, hacia un porvenir sin vanguardia posible.
Huidobro, cayendo de su poesía celestial a la prosa infernal de Bolaño –“infierno”: una de las palabras más abusadas en el léxico bolañesco.
En el rostro del paracaidista de la Mayakovskaya se detecta una nostalgia anticipada, una añoranza prevenida del propio fracaso, que quiere ser narrada. Su caída es, al mismo tiempo, el parto del monstruo, del huibodolabroño.
Un escéptico, un incrédulo en los huibodolabroños (un grave de esos que no creen en el Yeti, ni en Bigfoot, ni en la simpática Nessie, “porque no son reales”) podría objetar que las vanguardias no fracasan. O más bien, que el propio fracaso de la empresa vanguardista constituye el éxito de su poesía. La poesía se cumple al frustrarse (si se frustra con grandeza). Es la tesis del martirio como salvación que fue tan cara a Huidobro. Su vocación de derrota era, por supuesto, consustancial a su ideología vanguardista. Ir “a la vanguardia” conlleva exponerse antes que nadie al fuego enemigo y caer en la primera línea del frente. No hay vanguardista verdadero que no sea un nostálgico del heroísmo cuya consagración es el martirio. Todos dudamos de un héroe que sobrevive. (Un Che gordo y pelado, hoy día, entubado en la cama geriátrica vecina a la de su jefe, no vendería tantas camisetas como vende.) La derrota, en el doble sentido de fracaso y de rumbo, es la consagración de un verdadero vanguardista. Dicho de otra forma, un vanguardista no puede triunfar, porque para triunfar hay que salvarse y sólo los “retaguardistas”, los que vienen después, serían quienes se salvan…
Todo aquello podría objetar un escéptico. Y se equivocaría. Considerar a la vanguardia cumplida en su propia insatisfacción, que ni siquiera llegó a inmolación, delata pereza intelectual. Hipótesis somnolienta que deja fuera precisamente aquello que hacía tan poderoso y embriagador el contagio de las vanguardias y, en especial, el magisterio de Huidobro. “Magisterio”, porque las vanguardias tenían mucho de pedagogía y proselitismo, distaban de ser puramente espirituales. Fueron no sólo poéticas sino que políticas. Cualquier erudición que pretenda desvincularlas de su empeño por transformar la realidad sacrifica, a la supuesta comprensión del fenómeno, la pasión que era parte inseparable del mismo.
Vivida en aquel presente –que ahora se antoja un pasado ya clásico– la vanguardia debe haber sido embriagadora y seductora, como pocas otras cosas que la literatura pueda ofrecer a sus oficiantes. Recemos de nuevo algo de su credo:
“…la gran palabra que será el clamor del hombre en el infinito, que será el alarido de los continentes y de los mares hacia el cielo embrujado y la tierra escamoteada, el canto del ser realizando su gran sueño, el canto de la nueva conciencia, el canto total del hombre total.” (Huidobro, Manifiesto Total).
Todo esto sería la poesía. Y la política. El maridaje de ambas liberaciones fue consustancial al vanguardismo. La unión del sueño de la poesía con la posibilidad de la política revolucionaria generando entusiasmos que justificaban perder la vida –o quitársela a otros– en el intento.
Si el escéptico objetara hoy que esa voluntad de morir o matar era literal sólo en el caso de la vertiente política de las vanguardias, habría que recordarle que la vertiente literaria no era menos amenazante. Recuérdese, por ejemplo, el segundo manifiesto surrealista donde Breton proclama que el acto vanguardista por excelencia sería salir con los ojos cerrados a la calle dando tiros a diestra y siniestra.
Prueba indirecta: los movimientos vanguardistas se comportaron como facciones políticas o ideológicas. Contra más radical y pura fue su estética, más tendieron a la herejía. La herejía que, bien lo sabemos, se hace siempre en nombre de la pureza del mensaje original traicionado. A esa tendencia centrífuga y martirológica (lógica del martirio) corriente en los extremismos políticos, corresponde un inverso imperativo de orden, de mucha autoridad, de autoridad militar en lo posible. Una autoridad tan exigente que el jefe tiende a quedarse solo. En Los detectives salvajes a Arturo Belano –que uno de sus seguidores califica como “el Breton del tercer mundo”–, le da por expulsar a los miembros del real visceralismo. Simplemente porque Breton hacía lo mismo: purgaba. Y Stalin, habría que agregar, también.
Que los vanguardismos estéticos sean más inofensivos que los políticos no habla en su favor, en este caso. Precisamente por eso los estetas pueden ser todavía más radicales que los políticos. Ser un radical estético sale más barato que ser un extremista político. Antes de enterarse de que Belano los purga en broma los real viscerealistas se preocupan en serio. Pero a ninguno se le ocurre matar o suicidarse por ello. Una purga estética no acaba con un tiro en la nuca. Aliviadas de esos riesgos las vanguardias estéticas tienden a un anarquismo extremo que las vanguardias políticas rara vez se permiten.
Trotsky objetó que Diego Rivera se convirtiera en Secretario General del trotskismo mexicano, precisamente por eso: “¿Cómo vas a ser jefe de un movimiento político tú que nunca te pones de acuerdo y cuando alguien te discute sacas la pistola?”. El viejo Trotski sabía que un artista –contra lo que creen los melifluos– será no menos sino que mucho más radical que un político.
En nuestro idioma es casi seguro que no hubo otro vanguardista más violento que Huidobro. Hasta es posible sustentar que toda la trayectoria huidobriana puede explicarse por esta doble vertiente de artista y de activista, de creador y de creacionista. De hecho, y según algunos, lo que arruinó a Huidobro (hacia el final de su vida él se consideraba arruinado), fue el despilfarro de energía que empleó en la interminable lucha por imponer su versión de la vanguardia, en desmedro de la creación de su obra. El creacionismo vampirizó a su creación. Y fue dejándolo solo. Terminó peleado con prácticamente todos sus amigos de juventud. Prosapia huidobriana de la obsesión de Bolaño con las guerrillas literarias, con las peleas y zancadillas de nuestra literatura latinoamericana tan, ay, real miserabilista.
Sicología del huibodolabroño: animal paradójico que caza solitario, y bestia nostálgica de la manada literaria, al mismo tiempo.
La lista de los inmortales
La escena ocurre en 1932, durante una tertulia en casa de Carlos Morla Lynch, en la calle Alfonso XII, frente al Parque del Retiro, en Madrid. Es la escena de una apuesta. A altas horas, y en presencia de Lorca, de Altolaguirre, de muchos otros, Vicente Huidobro hace una lista de los escritores contemporáneos que, según él, “serían inmortales”. Siempre se apuesta contra el futuro, pero esta fue una apuesta sobre la posteridad misma. La lista se guarda en un sobre firmado por los presentes. Éstos prometen reencontrarse, unas décadas más tarde, para abrirlo y comprobar si Huidobro ha ganado su apuesta. La guerra –o la vida, que es lo mismo– impide a los conjurados volver a reunirse. El sobre se pierde. Nunca sabremos si aquellos inmortales siguieron siéndolo.
Tres cuartos de siglo después podemos imaginar que encontramos ese sobre, entre las páginas de un libro viejo comprado en una librería de segunda mano, y lo abrimos. El comienzo de la lista es fácil. Previsiblemente, Huidobro la encabezó con el nombre del jefe de la poesía de su tiempo, es decir: Vicente Huidobro. A continuación la lista se complica. Huidobro sólo apostaría por los vanguardistas con los que no estuviera irremediablemente peleado. El problema es que, para esa época ya avanzada del movimiento, ¡los había purgado a casi todos! La lista tiene que haber sido tan corta que nada cuesta imaginarla en blanco. El nombre del jefe, de Huidobro, encabezando una lista en blanco…
Ese papel en blanco, bien leído, nos está diciendo que nadie sobreviviría a las vanguardias, nadie. Nuevamente: “Un poema es una cosa que nunca es, pero que debiera ser. Un poema es una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser”.
Alternativa: ese espacio en blanco –alarmantemente parecido a los espacios en blanco en las últimas páginas de Los detectives salvajes–, sugiere todavía una tercera posibilidad. Puede que ese papel contuviera un solo nombre, pero otro. Un apellido que nada nos impide conjeturar, porque nunca lo podremos negar del todo: Bolaño. En ese papel, en blanco o no, Huidobro anotó la única posibilidad de supervivencia para una empresa cuya derrota era su rumbo.
La supervivencia de las vanguardias diezmadas no podría estar en su influencia sobre la posteridad –la influencia, esa manera exangüe de la victoria. Lo que no pudo ser en los planes de sus exaltados militantes, vino a sobrevivir, imprevistamente, en una novela. La supervivencia estuvo en la crónica ficticia que, muchos años después de muertos sus protagonistas, y con tremenda nostalgia por lo que NO había vivido, haría un tipo bilioso y genial llamado Roberto Bolaño.
En Huidobro la vanguardia es una experiencia. La de una campaña –más que un proyecto– para unir arte y vida, individuo y humanidad, que hace posible soñar una poesía y una política revolucionarias.
En Bolaño, la imposibilidad de la experiencia vanguardista, hace posible, sin embargo, ese triunfo vicario sobre la realidad que es la novela. La crónica de un ideal perdido.
Huidobro & Bolaño. Campaña, derrota, relato y nostalgia vanguardistas.
Huibodolabroño: animal estoico y entristecido, campeón y deudo de sí mismo. ~
Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.