El peor futuro nos alcanzó: Cómprame un revólver, de Julio Hernández Cordón

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Entre los retos que enfrenta el cine mexicano uno es cada vez mayor: lograr que la ficción refleje nuestra vulnerabilidad ante violencias de todo tipo. El género documental ha tomado la estafeta y ocupado espacios que corresponderían al cine de géneros, como el thriller y el cine de horror. Esto habla bien de la imaginación creativa de los documentalistas pero se echan de menos relatos imaginados que, además de retratar un México escalofriante, permitan al espectador avistar salidas posibles. No hablo de historias escapistas, sino de aquellas que fortalecen el ánimo. Historias de supervivencia que no minimicen la barbarie alrededor.

Cómprame un revólver, de Julio Hernández Cordón, es una de estas cintas.

((Se puede ver en filminlatino.mx.
))

Al inicio de la película, un texto sobre fondo negro establece las coordenadas: “México. Sin fecha precisa. Todo, absolutamente todo, es controlado por el narcotráfico. La población ha disminuido por falta de mujeres.” Es un tipo de introducción propia de los relatos posapocalípticos: los que, por definición, describen lo que ocurriría después del colapso del mundo, ya sea por una catástrofe o porque un régimen inhumano ha sometido a la mayoría (en cuyo caso son distopías, aunque ambos géneros se empalman). En todo caso, las cintas posapocalípticas y/o distópicas no suelen reflejar la experiencia cotidiana del espectador. Sin embargo, las líneas introductorias de Cómprame un revólver bien podrían describir una comunidad del país. Aún sin comenzar la cinta, el espectador confronta una paradoja amarga: el presente de México se presta a ser narrado a través de un género fantástico. Nos alcanzó el futuro, y no en su mejor versión.

La protagonista y narradora de la historia es una niña llamada Huck (Matilde Hernández). Su voz en off advierte al espectador que todo lo que se cuenta es real. “La suerte es real –agrega– y hay hombres con suerte […] que heredan la suerte a sus hijas.” Se refiere a Rogelio (Rogelio Sosa), encargado del estadio de beisbol en el que juegan los narcos. Rogelio es afortunado porque ha logrado sobrevivir al dominio violento que se describe en el prólogo. También porque, aunque los criminales desaparecieron a su esposa y a su otra hija, el capo (Sóstenes Rojas) le ha permitido conservar a Huck. Esto no libra a la niña del peligro. Para evitar que se la roben del cámper sucio en el que viven ambos, Rogelio le ha puesto un grillete en el tobillo. Fuera del cámper, Huck lleva una máscara que oculta su género. Solo un puñado de niños sabe que es mujer. Ellos también se esconden y llevan la espalda cubierta de ramas para camuflajearse entre los arbustos. Uno de ellos se ha propuesto buscar su brazo, mutilado por un narco.

Rogelio es sobreviviente pero está lejos de ser feliz. Al dolor de perder a su mujer y a su hija se suma el terror constante de que Huck desaparezca también. Es adicto a la droga que le suministran los narcos, y debe cumplir sus órdenes sin resistencia ni cuestionamientos. Ya que Rogelio también es músico, el capo le ordena amenizar su fiesta de cumpleaños –y llevar a Huck con él–. Tras viajar por carreteras desiertas y cruzar retén tras retén, Rogelio y la niña llegan a un jolgorio donde resuena música de banda. Luego resonarán balas y explotará el caos. A partir de esta secuencia Huck deberá concebirse como alguien con determinación propia. Sin el resguardo de su padre, ve la posibilidad de ser protegida por un hombre mucho más poderoso. Su decisión final obedece no a un cálculo de beneficios sino a una toma de postura. Su voz en off cierra la historia: la niña habla de sus planes para el futuro y cuenta que sus amigos, los niños prófugos, ahora la llaman “jefa”.

No es la primera vez que Hernández Cordón muestra a sus protagonistas sobreviviendo de una forma u otra (“Las ciudades invisibles de Hernández Cordón”, Letras Libres, agosto de 2016). En su debut Gasolina (2008), una historia situada en Guatemala, tres adolescentes pasan las noches robando combustible y recorriendo en automóvil parajes de una ciudad sumida en la oscuridad. El héroe de esa película es el propio cineasta: filmó casi sin recursos, pero con una puesta en escena tan vital y rabiosa que se impondría sobre los trabajos de Pablo Larraín y Pablo Trapero, entre otros, que ese año competían en el festival de San Sebastián. Su siguiente película, Las marimbas del infierno (2010) prefigura Cómprame un revólver: reconstruye la historia real de Alfonso, un guatemalteco extorsionado por la mafia y obligado por ello a esconder a su familia. Alfonso, como Rogelio, es músico. Ambos son hombres con suerte, como cada película sugiere hacia el final. Te prometo anarquía (2015), situada en México, tiene como sobrevivientes a dos skaters que escapan de las consecuencias de un trato malogrado con traficantes de sangre. La película se centra en la historia de amor entre ellos y no en el destino de las personas que, por culpa de los protagonistas, quedaron en manos del grupo criminal. Para algunos, esto suponía un problema ético. Sin embargo, desde los tiempos de Gasolina Hernández Cordón estableció que, en su cine, la noción de sobreviviente no es sinónimo de intachable o de inocente. Cómprame un revólver refuerza ese mensaje desde el título: aunque nadie en la película enuncia esa frase, queda claro que es el deseo de una niña pequeña, la valiente y atípica Huck.

Como ya ha dicho el director, el nombre del personaje alude a Huckleberry Finn, personaje secundario en Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain (y luego protagonista de su propia novela). No hay paralelos obvios entre las tramas y los contextos de Cómprame un revólver y la literatura de Twain (situada en el Estados Unidos previo a la Guerra Civil). Sin embargo, Huckleberry Finn es el pícaro más relevante de la novela estadounidense. Amañado y astuto, tiene, sin embargo, un sentido de justicia nato que lo lleva a ayudar a un esclavo –atributos y acciones que también distinguen a la niña Huck–. Y, como el personaje de Twain, la narradora de Hernández Cordón comienza su relato en primera persona pidiendo al lector/espectador un voto de credibilidad.

Mientras que una de las referencias de Cómprame un revólver es una novela de insumisión que data de más de un siglo, la otra es contemporánea y futurista: la película Mad Max: Furia en el camino (2015), de George Miller. No tanto porque ambas ocurren en el desierto sino porque, en la cuarta entrega de la saga, el rebelde Max Rockatansky aparece reducido a esclavo. El tirano Immortan Joe y sus chicos de la guerra –o bien, un capo y sus sicarios– capturan mujeres con fines de procreación. De ser consideradas objetos, las mujeres derrotan al tirano lideradas por la emperatriz Furiosa. Liberan a otros esclavos y restablecen la paz.

Alegando ser sensible al repunte feminista, el cine ha inundado el mercado con remakes de películas antes dirigidas a hombres, esta vez protagonizadas por heroínas potentes. Salvo excepciones (como Mad Max: Furia en el camino) son cintas fallidas, forzadas y –para no variar– condescendientes con las mujeres. No es el caso de Cómprame un revólver. En el país de los feminicidios, el poder que la historia otorga a una niña es el que habríamos querido dar a aquellas que todos los días se reportan como desaparecidas –y no solo un guiño al #MeToo–. Después de todo, Huck es parte pícaro y parte emperatriz Furiosa, pero también encarna los temores y deseos de un director que creció en países (Guatemala, México) sometidos por versiones múltiples de Immortan Joe. Algo significará que la pequeña niña que interpreta a Huck, de ojos dulces y expresión estoica, sea hija de Hernández Cordón. ~

 

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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