II. Guatemala: la frontera familiar

Los guatemaltecos no son más una sociedad de castas petrificada en el tiempo, ni esa indefensa masa que solo podía vincularse con el mundo a través de la intervención de las ONGs internacionales. 
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Un buen día, armados con un mapa, plumón y regla, mexicanos y guatemaltecos se pusieron a delimitar la frontera común después de décadas de conflictos. Pronto agotaron los ríos y procedieron a trazar las líneas rectas. Una de ellas pasó justo entre los pueblos de Cuilco y Motozintla, a media jornada a lomo de mula uno del otro en el extremo occidental de Guatemala, y así la íntima relación entre ambas localidades se volvió internacional. El papá de mi abuela paterna, el abuelito Chimingo (José Domingo Maldonado), nació en Motozintla en mayo de 1882, unos cuatro meses antes de que se firmara el tratado definitivo de límites. Cuando alguien se dignó a informar a los motozintlecos de su nueva pertenencia a la gran nación mexicana, muchos declinaron el honor y se mudaron a Cuilco y sus aldeas circundantes, entre ellos los Maldonado. (100 años después, coincidiendo con el centenario de la firma del tratado, el abuelito Chimingo moría en la mismísima capital del país que se había apropiado de su pueblo natal, no sin antes haber festejado su propio centenario con marimba y una gran fiesta binacional).

Fronteras y todo, la región serrana al norte de Tapachula siguió siendo una unidad económica y cultural hasta bien entrado el siglo XX, con familias, redes de intercambio y senderos de montaña cruzando de un lado a otro, muchas veces inadvertidamente. Esa región, de espectaculares paisajes, profundas cañadas y ríos que se van sumando hasta formar el Grijalva, es el paraíso perdido de mi papá, que salió de Cuilco al inicio de la adolescencia y, aunque no conservó la ciudadanía, jamás renunció a los derechos de la nostalgia. La historia de Guatemala nos llegó a través de retazos de historias familiares. Cómo, por ejemplo, mi tatarabuelo Pedro, el primer Fernández americano, tuvo el buen tino de aprovisionar a los reformadores Miguel Ángel Granados y Justo Rufino Barrios, de paso por el pueblo al frente de los revolucionarios de 1871, para luego cobrarse el favor en tierras. Durante la década de 1940, la malquerencia entre los Fernández y los Maldonado, que tuvo en mis abuelos un episodio a la Verona, pero con final feliz, se politizó cuando una de las dos familias (ya no recuerdo cuál) se hizo partidaria del dictador Jorge Ubico, campeón indiscutible de la United Fruit Company, y la otra salvó el honor de todos apoyando a la facción donde militaba Jacobo Árbenz.

Así crecí yo con una imagen entrañable del país, aderezada por un divertidísimo cruce fronterizo por el río Suchiate, con el agua hasta los hombros, durante uno de los varios veranos que pasamos en Tapachula. Sin embargo, en la década de los ochenta, nuestra Guatemala ideal se empezó a empañar de realidad con las noticias sobre la sucesión en el poder de varios genocidas golpistas y la lucha armada de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca. Para el ala izquierda de la familia asentada en México, el país parecía entonces al borde de la redención, muy cerca de repetir la hazaña sandinista en un país de desigualdades sociales e injerencia estadounidense aun mayores que las padecidas por Nicaragua.

No sé qué tanto influyó este optimismo, o el retorno de la democracia en 1986, o quizá fuera solo la ampliación del camino de tierra que comunicaba a Cuilco con el mundo exterior, pero en diciembre de 1987 mi papá y sus hermanos decidieron alquilar un microbús del transporte público de Cuernavaca para embarcar a tres generaciones de cuilquenses chilangos en un viaje de 36 horas hasta el pueblo  de sus recuerdos. Para anunciar el regreso triunfal de los ausentes, alguien tuvo la idea de lanzar cohetones junto con vivas a Cuilco y a la familia Fernández que en tan buen concepto se tenía. No sabíamos que dos semanas antes una avanzada guerrillera se había asomado por la zona, así que las detonaciones y la gritería solo sirvieron para sembrar el pánico y establecer un déficit de buena voluntad.

Cuilco en 1987 no solo era fiel a la fotografía de la nostalgia familiar, una idílica aldea en un estrecho valle en medio de la serranía, rodeada de ríos y cañaverales; era también una ventana a las jerarquías sociales decimonónicas que los relatos familiares dejaban entrever; un mundo donde todas sabían quiénes tenían el derecho de paso en las banquetas y quiénes eran admitidos a los bailes y otros eventos sociales. El levantamiento zapatista le mostró a todo México la persistencia en los Altos de Chiapas del mismo tipo de sociedad estamental prevaleciente al sur de la frontera; el aspecto negativo de una continuidad socio-cultural que generalmente aparece en su lado amable de pintorescas ciudades coloniales, tamales en hoja de plátano y coloridos trajes indígenas. Sin embargo, a diferencia de México, donde la gigantesca desigualdad era el bochornoso secreto a voces de un régimen que no desaprovechaba la ocasión de proclamar su compromiso con la justicia social, en Guatemala los mecanismos para hacer respetar las jerarquías sociales en todos los órdenes de la vida eran explícitos, abiertos y naturalmente aceptados.

No regresé a Guatemala en 26 años, salvo un cruce relámpago a Coatepeque en busca de cerveza Moza en 2000. Seguí los esfuerzos para la reconciliación en las últimas dos décadas y escuché incontables historias de amigos estadounidenses que viajaron, trabajaron y se enamoraron del país en esos años. Aprecié en estas narraciones una forma de la nostalgia y la idealización tan intensa como la de mi familia, pero obviamente distinta; un relato no de ríos y trapiches, sino de riqueza y diversidad cultural y, sobre todo, de tantas cosas por hacer, tanta ayuda que prestar.

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Ya lejos del turismo socialmente responsable, me encuentro con mi familia en Huehuetenango. Unas horas de conversación empiezan a cubrir 25 años de ignorancia. Nos enteramos de que Cuico está irreconocible; no solo hay construcciones nuevas por todos lados, algunas verdaderas afrentas al paisaje, sino que se ha llenado de gente de todas partes y los viejos —“auténticos”— cuilquenses son ahora una minoría arrinconada. Escucho varias referencias en clave que apuntan a la misma conclusión: las antiguas distinciones sociales no existen más, en su lugar se va formando una caótica democracia local. Los grandes relatos de la redención nacional, que atrajeron a tantas ONGs y voluntarios extranjeros a apoyar las campañas por los derechos humanos y la reconciliación, dieron paso hace tiempo a la realidad mundana de la micropolítica local. Se pelea arduamente por alcaldías y diputaciones y las aristocracias aldeanas ya no impresionan mucho: un pariente hace campaña promoviendo el desarrollo rural, mientras su contrincante, apoyado por otro pariente, se afana en compensar debidamente el apoyo electoral en efectivo o en especie. Y, por supuesto, la grave situación de inseguridad es el tema que domina la agenda nacional.

Esto que parece obvio es lo que resalta más para alguien como yo, que llega a Guatemala con tantas ideas preconcebidas, pero poco conocimiento real del país: los guatemaltecos no son más esa sociedad de castas petrificada en el tiempo, según las historias del exilio familiar, ni esa indefensa masa que solo podía vincularse con el mundo a través de la intervención de las ONGs internacionales. Ahora, como lo muestran las personas de la etnia mam que se toman selfies en las ruinas de Zaculeu y se quejan de la señal intermitente para subirlas a Facebook, todos parecen estar hablando por sí mismos. 

 

 

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Politólogo, egresado de la UNAM y de la New School for Social Research.


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