Una tarde un hombre, J. R. Plaza, se sacude el sopor de todas las tardes y realiza una acciรณn poco ordinaria. Primero: reรบne las tarjetas de presentaciรณn que ha ido coleccionando a lo largo de su vida, en su paso por distintos puestos y empresas –trece tarjetas corporativas, todas del mismo tamaรฑo, todas con su nombre en el centro. Despuรฉs: pega esas tarjetas, una a una, lado a lado, en las dos caras de una hoja tamaรฑo carta. De pronto: entre unas y otras coloca, en apariencia aleatoriamente, once tarjetas mรกs, tambiรฉn de presentaciรณn pero ya no corporativas –tarjetas diseรฑadas y mecanografiadas por รฉl mismo, quiรฉn sabe con quรฉ propรณsito, al parecer con datos ficticios. En una de esas tarjetas puede leerse: “J. R. Plaza. Armador. Dinamarca No. 25,16. Tel: 46-09-64.” En otra: “Josรฉ R. Plaza. Mecรกnico. Garage Minerva. Dr. M. M. Sterling No. 28. Tel: 35-86-73.” En una mรกs: “Josรฉ R. Plaza. Borreguero. Rock Springs, Wyo. EEUU” Etcรฉtera.
Otra tarde otro hombre, Iรฑaki Bonillas, extrae de una pequeรฑa carpeta de piel esa hoja y copia, una a una, las once tarjetas de presentaciรณn que su abuelo mecanografiรณ aรฑos antes. Despuรฉs coloca cada una de las copias –reproducciones facsimilares– al lado de un autorretrato del propio Plaza y encierra ambos materiales en un mismo marco. Allรญ donde el pedazo de papel consigna que Plaza fue un modelo vemos a Plaza posando, en efecto, como un modelo. Allรญ donde se indica que Plaza fue un machetero vemos a Plaza, quรฉ mรกs, cortando leรฑa. Allรญ donde se asegura que Plaza fue un borreguero vemos a Plaza en el campo, vestido de vaquero, echado entre la hierba, tal vez en Wyoming, quizรกs hastiado de arrear ovejas. Una รบltima tarjeta, no obstante, descansa a solas –sin imagen que parezca confirmarla o realizarla. Es una tarjeta extra, la nรบmero doce, ya no ideada por Plaza sino por su nieto, quien, luego de andar entre los numerosos autorretratos de su abuelo, ha decidido regalarle una tarjeta mรกs, ampliar su biografรญa, avivar otro poco su fantasma. En esa tarjeta, tambiรฉn ya parda, tambiรฉn mecanografiada, puede leerse: “J. R. Plaza. Autorretratos. 8 de Septiembre No. 42. Tel: 5896714.”
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Rara vez se habla de ello pero nadie lo ignora: en casi toda relaciรณn afectiva uno de los dos habrรก de morir primero, alguno tendrรก que sobrevivir al otro. Tampoco se dice muy a menudo pero quiรฉn no conoce el pacto: el que sobrevive debe honrar al que muere e impedir que sea consumido por la nada. Estรก claro que el vivo debe hablar del muerto –y a veces con y por el muerto. Tambiรฉn estรก claro, o a la larga acaba por serlo, que la relaciรณn entre uno y otro es de lo mรกs injusta –el muerto no tiene voz para defenderse– y que el vivo siempre violenta, distraรญdamente, al otro. Ya para hablar de รฉl hay que reducirlo: representarlo de cierta forma, contar unas anรฉcdotas y no otras, exagerar algunos rasgos y desdeรฑar otros no menos caracterรญsticos. Aparte, mientras mรกs se le menciona y trae a cuento, mรกs se le reinventa y falsifica –pues ya se sabe que nuestros recuerdos mรกs frecuentes son tambiรฉn los menos veraces. Por otra parte, es imposible no arrastrar a los muertos hacia nuestro propio discurso. ¿Porque, a fin de cuentas, cรณmo honrar al desaparecido sin ir perfilando, poco a poco, un espectro a nuestra medida? De cualquier modo siempre es mejor eso, serle un poco infiel al muerto, que no serlo en absoluto y dejarlo allรญ, solo, a un paso de la nada, su pacto con los vivos sencillamente ignorado.
Pocos artistas contemporรกneos –pocos artistas, punto– han cumplido tan cabalmente con ese pacto como Iรฑaki Bonillas (ciudad de Mรฉxico, 1981). Hay que ver: buena parte de su obra se dedica a hablar del abuelo muerto o, mejor, con el fantasma del abuelo muerto. Bonillas no honra a su abuelo en privado –como hace cualquier nieto en cualquier sobremesa– sino pรบblicamente, a la mitad del circuito del arte contemporรกneo, arrastrando la figura de Plaza –en vida circunscrita a unos cuantos espacios– a otros รกmbitos. Hace todo eso empleando –exhibiendo, interviniendo, interpretando, agrandando, radicalizando, potenciando– el archivo de Plaza que heredรณ hace aรฑos –treinta รกlbumes fotogrรกficos, ochocientas diapositivas, dos volรบmenes de una enciclopedia de cine y una carpeta de piel con diversos documentos, entre ellos aquella hoja, esas tarjetas. Vรฉase, por ejemplo, Martรญn-Lunas (2004): una obra en que el artista elimina de las fotografรญas a los enemigos de su abuelo. Vรฉase Tineidae (2010): una pieza en que expone ciertas imรกgenes a la destructiva avidez de las polillas. Vรฉase Archivo J. R. Plaza (2005): un trabajo en que exhibe solo las palabras y las manchas de tinta dispuestas al reverso de las fotos. Vรฉase, claro, Una tarjeta para J. R. Plaza (2007).
Ahora bien: ¿quiรฉn habla a travรฉs de estas obras? ¿El nieto o el abuelo? ¿Bonillas o Plaza? Si me preguntan, quizรก ninguno: ninguno desborda al otro y habla a solas en esas piezas. El abuelo no se expresa directamente en las obras de su nieto: aparece siempre mediado. El nieto no se expresa soberanamente a partir del archivo de su abuelo: este respinga y dice tambiรฉn lo suyo. Al final uno termina por corroborar que la relaciรณn entre el archivo y sus usuarios es siempre de lo mรกs compleja: no basta con ir hasta este, sacar a la luz sus documentos y esperar a que estos hablen por sรญ mismos o por nosotros. Los archivos –y cuando digo archivos digo casi todo: los textos y las imรกgenes que nos preceden, el lenguaje que heredamos, la cultura– no estรกn ahรญ, a nuestra disposiciรณn, listos para ser usados o exhibidos; estรกn siempre en otra parte, en las manos o los armarios de otros, sirviendo a otros fines –y uno debe apropiarsede ellos. Los archivos, ademรกs, no ocultan un mensaje sino muchos; estรกn siempre saturados de sentidos y aporรญas –y uno debe intentar someterlos y apuntarlos hacia alguna parte.
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La muerte, escribiรณ Derrida en una de esas elegรญas que dedicรณ a sus amigos, tiene el terrible efecto de desprender los nombres de los cuerpos. Es decir: el cuerpo desaparece sรบbita, irreparablemente, pero el nombre que lo acompaรฑaba persiste, ahora a solas, ya libre de su referente. Si se le repite, no es ya para designar un cuerpo o para llamarlo a nuestro lado; es para invocar el fantasma de su antiguo propietario, mรกs difuso a medida que pasa el tiempo. A la larga ese nombre, no importa quรฉ tanto lo repitamos, deja de invocar fantasma alguno y acaba por ofrecerse como el fantasma mismo, como el รบltimo resabio de aquella vida. De pronto ya no resta sino eso, un nombre, y uno ya no puede saber otra cosa del muerto que lo poco que ese nombre connota.
J. R. Plaza.
Josรฉ Marรญa Rodrรญguez Plaza.
Justamente para que eso no ocurra, para que el espectro de Plaza no se ciรฑa a unas cuantas letras, es que Bonillas ha asaltado y resignificado el archivo de su abuelo. No una vez: muchas. No con orden: intermitentemente, siempre actualizรกndolo e insertรกndolo en obras plurรญvocas. No para restaurar y fijar a su abuelo: mรกs bien para impedir que se fije, para mantenerlo inestable –un fantasma inquieto, elusivo, presente. ~
es escritor y crรญtico literario. En 2008 publicรณ 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).