Instrucciones para recordar a Cortázar

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Francisco Paco Porrúa pide no someterse a una entrevista sobre Julio Cortázar, pero no se niega a conversar sobre Julio Cortázar. La diferencia es tenue, pero atendible: Porrúa —legendario editor del autor de Rayuela y del autor de Cien años de soledad, creador de la editorial Minotauro, traductor de Tolkien, Ballard y Bradbury— lleva ya varios meses, desde que fue homenajeado en la pasada Feria del Libro de Guadalajara, respondiendo a demasiadas preguntas sobre lo que hizo a la hora de enfrentarse a dos de los manuscritos más trascendentes de la literatura latinoamericana. Y Porrúa se niega a hacer comparaciones o a evocar intensidades a la hora de medir y pesar el magnum opus de Cortázar y el de García Márquez: “Nunca me gustó la idea de la literatura comparativa a la hora de aplicarla al oficio de editor. Supongo que estos sistemas funcionan a la hora de la academia; pero yo siempre entendí a los escritores y a las obras como sistemas autónomos.” Lo cierto es que, hoy, Porrúa prefiere entenderse más como traductor que como editor y —con modestia que no descarta esa forma tan cortazariana de un supuesto azar que, en realidad, apenas esconde el orgullo de haber sido testigo privilegiado de lo inevitable— no puede sino restarse importancia y ubicarse sin dudarlo dentro de los límites del simple médium, del que estuvo allí porque, probablemente, eran esos libros lo que querían que allí estuviera él. “Rayuela era y es un buen libro y eso es todo lo que a mí me correspondía y me sigue correspondiendo afirmar como su editor. Ese es mi trabajo”, sentencia.
     El vigésimo aniversario de la muerte del escritor llevó a Porrúa de regreso a Guadalajara —invitado por la Cátedra Julio Cortázar— para invocar la figura de un escritor acerca del que no le gusta responder preguntas pero sí contar respuestas.

UNO. En una entrevista concedida a The Paris Review en 1983, Cortázar explica que corrige muy poco cuando escribe: “Esto es consecuencia de que las cosas ya han sido elaboradas en mi interior. Cuando veo primeras versiones de algunos amigos escritores, en las que todo está corregido, todo cambiado, todo movido, y hay flechas por todas partes… no, no, no. Mis manuscritos están muy limpios.” Porrúa corrobora la versión: “Los originales de Cortázar eran de una limpieza casi preocupante. Era algo que casi intimidaba. Alguna vez lo vi en acción, a la hora de escribir una carta; pero nada me hizo pensar que su actitud sería diferente a la hora de las ficciones: inmenso como era, con esas manos, sentado frente a su máquina de escribir que de pronto parecía casi una miniatura, un modelo a escala. Cortázar golpeaba las teclas con fuerza, como si diera martillazos. En realidad, era como si la máquina fuera él: arrancaba con la primera línea y no paraba hasta el final. No dudaba, no corregía, no hacía un alto para pensar en la siguiente palabra. Las letras le salían de los dedos. Te daba la impresión… la certeza de que todo lo que Cortázar escribía lo escribía para siempre.”

DOS. Porrúa se acuerda de que en el depósito de la Editorial Sudamericana quedaban unos dos mil ejemplares de Bestiario que no tenían salida. Su venta estaba paralizada. Se habrían vendido unas mil copias, y casi nadie sabía nada de este autor: “Había otro libro de él, editado en México, Final de juego… Y si caminabas por las librerías de la calle Corrientes y hablabas con los vendedores te dabas cuenta de que algunos de ellos siempre tenían algún ejemplar a mano de Bestiario y lo recomendaban con entusiasmo. Cortázar ya era un autor de culto, pero era un culto pequeño. Y estaba claro que era un escritor. Así que un día me llegó el manuscrito de Las armas secretas y no tuve muchas dudas; pero no lo considero un mérito mío: Cortázar ya era Cortázar más allá de que los lectores todavía no supieran quién era Cortázar. Por suerte, por justicia, la situación no demoró mucho en cambiar.”

TRES. A la hora de recordar a Cortázar, Porrúa habla menos de la literatura y más de los principios secretos que regían a la literatura de Cortázar; de las no-ficciones detrás de sus ficciones que, en ocasiones, le parecen a Porrúa mucho más fantásticas que sus cuentos fantásticos: “Con Cortázar pasaban cosas raras todo el tiempo. Supuestas casualidades y manifestaciones del azar que él no consideraba para nada como simples coincidencias. Él mismo alguna vez las comentó; como cuando escribió ese epílogo, ‘Botella al mar’, al cuento ‘Queremos tanto a Glenda’. Todo el tiempo le pasaban cosas así: la realidad acababa convirtiéndose en ecos de sus cuentos. Una vez, me dijo, recibió una carta de un tal John Howell que le comentaba, casi aterrorizado, que a él le había sucedido exactamente lo mismo que lo que le sucede al John Howell de ‘Instrucciones para John Howell’: le habían hecho subir al escenario en medio de una obra de teatro y después… Cortázar se refería a estos acontecimientos con el nombre de figuras. Aseguraba que absolutamente todo respondía a formas, a figuras que se podían leer como si se tratara de cuentos o de novelas y que, si se conseguía decodificarlas, permitían adivinar el futuro de la trama de nuestra vida e, incluso, lo que sucedía en los bordes de esa trama. El modo en que nuestra figura intersectaba con las figuras de otras personas. Y lo curioso es que, si tenías una relación más o menos cercana con Cortázar, estas rarezas comenzaban a ocurrirte a vos. A mí me ocurrieron varias. Me acuerdo, por ejemplo, de estar escribiendo el texto para la contratapa de Historias de cronopios y de famas y no poder sacarme de la cabeza la imagen de una habitación llena de hilos que iban de pared a pared, cruzándose. Recuerdo que entonces llamé a Cortázar y se lo comenté, y que se rió en el teléfono con esa risa inconfundiblemente suya y me dijo: ‘Guardá esa idea para la contratapa de mi próximo libro’. Y meses después, leyendo Rayuela, me di cuenta de lo que quería decirme: ahí estaba esa habitación surcada por hilos en un capítulo que, me explicó Cortázar, era el que estaba escribiendo él justo cuando yo lo llamé por teléfono para hablarme de mi habitación con piolines.”

CUATRO. ¿Cómo era Cortázar en la intimidad? ¿Y por qué esa necesidad casi refleja de conocer las rutinas de hombres que trabajan sentados? Le cuento a Porrúa que una vez vi a Cortázar caminando por Buenos Aires —durante ese último viaje en que Alfonsín no lo recibió—, que me acerqué a él y que, como Cortázar conocía a mis padres, le dije: “Seguro que usted no se acuerda de mí, pero yo soy…”. Cortázar me interrumpió y me dijo “Me acuerdo perfectamente, por lo que no hace falta que digas nada más.” Y me sonrió y siguió caminando. Y yo nunca supe si había sido despreciado o privilegiado destinatario de un cortazarismo. Porrúa también sonríe: “Si, se la pasaba haciendo y diciendo cosas así. Todo era un juego para él. Y la literatura no era más que una de sus partes. Su percepción de la realidad se entiende claramente en libros como Último round o La vuelta al día en ochenta mundos o en las instrucciones de Cronopios y famas. En lo personal también era un poco así. Digamos que oscilaba, podía ser muy tranquilo y silencioso para, un minuto después, tener arranques muy sentimentales, de un afecto muy profundo. Era un hombre que estaba con vos pero, al mismo tiempo, estaba en muchas otras partes. Una vez me dijo algo que me emocionó mucho y que, creo, después repitió por escrito en una de las cartas que me envió. Me acuerdo de que estábamos conversando de cualquier cosa, se hizo uno de esos silencios raros, y él lo rompió diciendo: ‘Todo lo que no ha sido dicho está dicho para siempre’. Después se puso de pie, vino hasta donde yo estaba, y me abrazó.” ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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