Preludio a Sydney

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Correr, saltar, trepar, nadar, lanzar, caer, rodar —nada, para mí, más espontáneo, más natural, desde mi infancia prehistórica. Mucho de ello se hace mejor entre dos, entre mil, ¿por qué no? Pronto supe por qué no. Ser varios, muchos, está bien. Pero formar "equipos" es distinto.
¿Qué es un "equipo" sino una absurda masa —masita, bazofia— artificial, como diría Freud, todo un mamarracho él?
     Los niños ginebrinos, entre quienes me conté por un par de años, eran al parecer —al menos hacia 1941— poco "competitivos". Movidos sí lo éramos, naturalmente, a los seis u ocho de edad. Jugábamos a alcanzarnos, a combatir, pero no recuerdo —sólo hablo hasta los siete años, lo reconozco— escisiones, bandos, ni hinchas, porras (por cierto, ¿no es "porra" una traducción de club?).
     No pretendo salvar a los suizos, ni niños ni grandes, de la tontería universal, a la cual la Confederación Helvética tienetanto derecho como cualquier nación. Trato apenas de evocar cierto ambiente infantil que menos de un año después, ya en México, encontré muy diferente. De fijo en Ginebra me hubiese ocurrido lo mismo, en breve. Por fortuna no estuve. Laúnica competencia que presencié allá fue una de esas carreras de meseros, que casualmente hicieron frente a donde yo vivía: rigurosamente vestidos, cada uno arrancaba llevando un huevo en una cuchara. Hasta donde recuerdo, nadie llegó a la meta con el huevo intacto, lo cual a todo el mundo nos pareció muy lógico, y volvimos a encerrarnos en casa.
     Mis amigos y compañeros volvían de las vacaciones invernales contando, con explicable emoción, que habían bajado una pendiente en esquíes, aunque sin mencionar —ni siquiera al narrar las hazañas de papá— minutos ni segundos, metros ni hectolitros. Mi familia, pobretona y nada alpina, no me ofrecía aquellos placeres, que lamento desconocer, si bien yo tenía los míos: la bicicleta, con todo y el delicioso susurro del aire en las orejas, o el arduo proceder para trepar a los árboles, tan distintos todos, aunque nunca por arriba de unos pocos metros:primero, mis padres me lo habrían prohibido y, segundo, laRepública y Cantón de Ginebra, advertida por ciudadanos inconspicuos pero vigilantes, enviaría a salvarme un camión de bomberos y una brigada de rescate de montaña, como si yo hubiese sido un gato —ojalá— extraviado entre las chimeneas. De paso, me habrían rociado de insecticida, me habrían aplicado un colirio, vacunado contra el tétanos aéreo, y les habrían impuesto a mis padres una multa neolítica. Además, habríamos salido en el periódico.
     De este ambiente mitteleuropäisch singular y hasta alarmante, me trajeron a Mexico City en 1942 y, al año siguiente, empe-zaron mis sorpresas. Sabré que no es tolerable el disfrute fí-sico espontáneo, dionisiaco (y suizo, añadiré triste y paradó-jicamente).
     No. Aquí, Distrito Federal, el imán de todos los placeres es cosa mentale. En todo caso, se fueron al cuerno la simplicidad, la espontaneidad y, en particular, el fundamental, esencial y giroscópico encogimiento de hombros significando (sin necesidad de decirlo): "¿qué carajos importa?"
     El juego de canicas (hoyito o ruedita) no lo conocí en Ginebra pero me fascinó en México. Lo mismo me ocurrió con elmamey, el elote, los moles, la chilindrina, la campechana, elchile jalapeño, etc. Quedándonos en las canicas, descubrí algo horrible: la mirada de mi contrincante, mirada desconfiada,capaz de todo, buscapleitos, trapisondista; mirada deportiva, ensuciando algo tan llano como un juego de canicas, convertido —¿por qué, Virgensanta, por qué?— en cuestión de honor, enargucia abogacil, en pedorrera dialéctica.
     En una grotesca imagen del mundo, en pequeño —por decirlo de una vez. Buscar bronca: ¿no estaba yo metiendo la uña al tirar? Horror…
     Si en las canicas nos quedáramos, sería más o menos claro y breve. Por desgracia la infección, la sepsis, calaba mucho más profundo. A menudo hasta el fondo del alma. Pues sobre mesas de café o cantina se veía discutir, horas enteras, verdaderas mamarracheces, siempre análogas, sin importar de qué deporte se tratase. Pero no debo precipitarme, sino quedarme aún en edades que habrían hecho expulsarme de la cantina ("prohibida la entrada a menores, mujeres, militares uniformados y vendedores ambulantes…"). Por lo demás, sigo revolviendo intencionalmente activos y pasivos, deportistas y espectadores. No hace falta hilar más delgado.
     ¿Cuándo fue una pelea con la que nos atosigaron meses enteros, entre Juan Zurita y un negro pernicioso? Creo que en 1944 o 45. Cuando Zurita perdió, escuché mis primeras frases —luego muchas— en torno a la infamia norteamericana, a la venta vergonzosa de campeonatos, qué sé yo. Pero al fin y al cabo el box no era sino una efusión bárbara, pensaba. Sancta simplicitas.
     Aunque creo que jamás conocí a un futbolista, sino sólo a sus admiradores y amigos, hasta el año 1946 pensaba yo que se trataría de una persona como todas, con sus defectos como todas. Trataba de olvidar, de minimizar lo que mehabían dicho con sus miradas implacables los jugadores de canicas. Todo esto no puede ser tan grave, me decía yo, sin decírmelo.
     En el patio de la escuela jugaban con pelotas casi todos mis compañeros. Explicablemente, parecían divertirse mucho. ¿No es hermoso correr, saltar y tirar contra un muro una pelota, de modo que el oponente deba afanarse para alcanzarla? Pedí jugar.
     Ya lo he contado pero, como nadie me ha leído, volveré a hacerlo. Pues bien, lanzada la pelota, la devolví con entusiasmo hacia el paredón. En vano, pues el otro ya avanzaba hacia mí a pasos mesurados.
     —Uno a cero —anunció.
     —¿Por qué?
     —La pelota botó dos veces antes de que la devolvieras.
     —¿Y eso qué?
     No dije más. ¿Qué replicar? En la mirada de aquel condiscípulo relucían dos canicas. A los pocos minutos concluyó la partida. Él ganó por 24 —o quizá 137— a cero. Confirmé, más que comprendí. Esto, que pudiera ser tan agradable, ha sido convertido en pasto de leguleyos, en atole para tenedores de inmundos libros. Empecé hablando de correr y brincar, sin tener en cuenta que lo importante, lo auténticamente humano es el hechoapasionante de si el árbitro había o no tocado el pito cuandoZutánez tropezó, o de si Fulanito rozó o no el balón con elcodo. Todo el mundo es libre de partirse las narices o de hablar de lo que le venga en gana, así como de opinar a propósito delo que presencia.
     Las benditas "reglas". Si son tan necesarias y dignas de análisis, me pregunto por qué no las multiplicarán. Quizá fuera apasionante, por ejemplo, que el concepto de gol fuese variando con la hora del día y las fases de la luna. Aunque prefiero el cuento de aquel a quien, al explicarle las reglas del juego, le dijeron en voz baja que, si no lograba golpear la pelota, golpease al jugador más cercano."¡Vamos a jugar de una vez, sin pelota!" —gritó entusiasmado.
     Ya he contado también, y repito con gusto, cómo a los quince años, excluido de todos los equipos por mi indiferencia jurídica, jugué un largo rato con un condiscípulo tan desagradable como yo, enviándonos la pelota por el aire, por el suelo, con la mano, con el pie, rebotando una vez, dos, veinte. Fue fabuloso. Por fortuna nadie nos vio. Se comprende que cuando, para la ridícula "clase de deportes", todo mundo debía distribuirse obligatoriamente por equipos, los grandes capitanesechasen volados a fin de que los perdedores cargaran con losdos o tres anormales que con nuestra presencia infectábamosel grupo.
     Creo haber leído —y por encima— que los actuales deportistas corresponden a los antiguos paladines, sólo que venidos a menos. Si entendí bien, y si hay algo de cierto en esta idea,estoy dispuesto a partir hacia Sydney, aunque sea a nado, arecibir efusivamente a todos los deportistas y aficionados del mundo, pues son gente estupenda al lado de los paladineshabidos o por haber, lo más abominable del universo.
     He aquí que con periodicidad adorable vuelven los juegos olímpicos. Ojalá no tarden en resucitar otras antiguallas,menos importantes pero aún más sonoras: los juegos ístmicos (para Salina Cruz), los píticos y, en especial, los nemeos,los cuales, sin nombrarlos, describió Pedro F. Miret en suZapatería del terror:
      
     […] cuando orinaban lo hacían en público y en alguno de los jarrones que había por doquier. Su broma preferida era la siguiente: cuando uno de ellos efectuaba este acto, se volvía sospechosamente serio y en un momento dado se acercaba con rapidez a donde estaban sentados sus compañeros y les orinaba encima; a éstos les hacía mucha gracia y se trepaban sin dejar de reír y dando gritos unos encima de otros para evitar ser mojados, formándose encima del sofá una verdadera masa humana de brazos, piernas y uniformes…
      
     Confío asimismo en que cuando surja el nuevo Píndaro, que ya no puede tardar, sea más transitable que el antiguo.
     En 1968, quienes todavía éramos jóvenes tuvimos nuestrobautizo de fuego olímpico y de elocuencia de locutores. Nosenteramos de que existían las gimnastas, a las cuales en las olimpiadas posteriores he procurado siempre ver un ratito por latelevisión. Algunas de estas muchachas son antipáticas —puntuaciones aparte, claro—, pero siempre me queda la impresión final de que si las gimnastas actuasen desnudas, o llevando nada más unas bonitas medias negras, podrían resultar aún más agradables, y hasta prescindir de sus performancias heroicas, fáciles de sustituir, con ventaja, por un conmovedor strip-tease, o un tarareo de "hay Morrongo", con un gatito en brazos.
     Consta para la historia que, cuando nuestra olimpiada, una noche me senté de pronto en la cama y grité: "¡Natasha Kuchínskaya!", y acto seguido, sin haber despertado, volví a dormirplácidamente.
     Tampoco hay que perderse un rato del desfile inaugural (completo es soporífero), pues siempre se oyen cosas preciosas, como aquel locutor que, enfrentado su entusiasmo a un país del cual no conocía ni el nombre, después de unos segundos de silencio tartamudeó al fin:
     —¡Cuán bella debe ser la República de Níger…!
     Ciertamente. –

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