(Un joven oficial de la guardia había solicitado ser recibido por la Señora de la casa. […] La audiencia le fue concedida. […] Una inexplicable quietud y expectación. Quizá por eso ella comienza a hablar, como para llenar aquel vacío o evitar la irrupción de algo indelicado y, sin embargo, ineludible:)
Haría bien en venir de vez en cuando –es algo que me
[agrada. Aquí
el tiempo transcurre con lentitud; ya nadie viene ni se va,
solo el habitual deterioro de la madera de los muebles,
de las vigas en el techo, de los suelos y las escaleras,
de los enlucidos, los utensilios, las cortinas y los goznes –
deterioro lento, herrumbre silencioso, sobre todo en las
[manos y en los
rostros.
Los grandes relojes de pared se detuvieron –ya nadie
[les da cuerda;
y si alguna vez me paro frente a ellos, no es para ver la hora,
sino mi propio rostro reflejado en su cristal,
curiosamente blanco, como el yeso, impasible, ajeno al
[tiempo,
mientras en sus foscas profundidades las agujas detenidas,
justamente más allá de mi imagen, simulan un bisturí
[sin movimiento
que no sirve ya para abrir una herida, no tiene
nada que extraerme –miedo o esperanza, espera
[e impaciencia.
[…]
Si me quitara todas las pulseras, si por la noche dejara [sueltos mis
cabellos,
si desatara los cordones de mis sandalias y, sobre todo,
[si me sacara
estos pesados collares que me aprietan la garganta como
[argollas
apuesto a que saldría volando, me volatilizaría. No quisiera.
Quizá por eso los uso. De alguna manera me fijan,
aunque con frecuencia me estorban; –aun en sueños
[los llevo puestos,
como si fuera
un perro al que yo misma he atado frente a una puerta caída.
Un foso de silencio –como dijera usted– rodea esta casa,
respetable o no –mejor si no existiera. Por aquí cerca,
[quizá dentro de
mí,
hay un corredor estrecho, sin claraboyas,
sin lámparas ni puertas, –no conduce a ningún lado; huele
a tablones podridos, a polvo, moho, cucarachas, huele
[a tiempo
envejecido;
hombres silenciosos pasan llevando sillas desvencijadas,
grandes cajones de madera, cuadros, vetustos espejos –
A veces cae un cristal, un clavo o la lívida mano
del retrato al óleo de un mariscal o un ramo de violetas
de las manos diáfanas y delicadas de una dama dibujada –
nadie se agacha a recogerlas; por otro lado, ni siquiera se ven
en medio de esa pacificadora persistencia de las sombras,
[donde todo
ha pasado al dominio de lo no explotado, de
[lo no expresado,
del silencio o de los ratones.
Lo único que se oye
es el pasar de los ratones (para nada sus roeduras –
esas cosas ya no tienen densidad, no son roíbles), solo
su paso arrastradizo por las paredes y por nuestro cuerpo
o, más bien, dentro de nuestro cuerpo.
Bella ocupación
la de seguir ese derrumbamiento silencioso
hacia un vacío tan hondo (sin fondo y sin fin)
que infunde una sensación de inmensidad,
algo como las grandes ideas que nombramos con orgullo:
libertad, inmortalidad, eternidad y otras. ~