Izquierda y democracia en México

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Desde 1968 la izquierda en México inició un proceso de reflexión que la llevó a impulsar decididamente la transición democrática. Se dice fácilmente ahora, pero en realidad el proceso fue difícil y penoso. Había dos formidables obstáculos: el dogmatismo marxista y el nacionalismo revolucionario. La izquierda comunista dogmática creía que la democracia formal no era más que una superestructura política del modo de producción capitalista y denunciaba su carácter “formal” y “burgués”. La “verdadera” democracia debía tener una expresión socialista y por lo tanto ser una forma de la dictadura del proletariado a la que se había referido Marx. La izquierda nacionalista, por su parte, en la línea populista expresada por Lázaro Cárdenas, estaba convencida de que la democracia representativa era propia de países industriales desarrollados y que en las condiciones de atraso de un país tercermundista eran necesarias formas peculiares de representación popular acordes con las peculiaridades nacionales. El marxismo dogmático y el populismo nacionalista constituían un gran obstáculo para entender la enorme importancia de impulsar una transición política a la democracia.

El gran impulso para romper los viejos esquemas provino inusitadamente del lugar menos pensado. En la historia de la izquierda mexicana hay un personaje olvidado por muchos y que sin embargo constituye una pieza clave para entender la transición a la democracia. Me refiero a un dirigente comunista que, en agudo contraste con la tradición estalinista, renunció a ser objeto de cualquier clase de culto a la personalidad y se escondió detrás de la máscara gris y opaca de su posición como secretario general del partido. Acaso por su carácter, y porque muchos quieren olvidar que la democracia en la izquierda creció en el contexto inhóspito del dogmatismo leninista, este político ha sido injustamente borrado de la memoria colectiva. Yo quiero recordar que, durante mi larga época de militante, pude sobrevivir a las inclemencias de la política gracias al apoyo y a la amistad de este singular personaje. Me refiero a Arnoldo Martínez Verdugo, que escapó de las viejas cavernas dogmáticas para convertirse en el candidato a la presidencia que en 1982 logró convocar a cientos de miles de personas en un gran mitin en el Zócalo. Durante aquella campaña electoral una parte de la izquierda comprendió la importancia cardinal de alcanzar esa democracia que solía despreciarse como “formal” o “burguesa”. Yo no puedo menos que sentir cierta añoranza por aquel “Zócalo rojo”, como se le llamó con entusiasmo, después de ver los lamentables simulacros de democracia que otros han oficiado en el mismo lugar. A Arnoldo, candidato del PSUM, le reconocieron poco más de 820 mil votos (el 3.48 %). Aunque en aquellas elecciones el fraude fue descomunal –como lo había sido hasta entonces y seguiría siéndolo durante tres lustros– quedó claro que se había abierto un nuevo camino para la izquierda y para el país.

La mutación democrática de la izquierda había comenzado en el espacio de su fuerza política más importante, el partido comunista. Y esta mutación, que acabó extendiéndose a casi toda la izquierda, fue auspiciada por Arnoldo, quien impulsó cambios que provocaron que el PCM se encaminase decididamente a su disolución y a su fusión con otras fuerzas políticas. Ese impulso culminó en lo que hoy es el PRD. Sin embargo, poca gente en el PRD reconoce hoy la gran trascendencia de este proceso y la importancia de quien lo encabezó. La desconfianza en la democracia representativa fue (y sigue siendo) muy grande. Los dirigentes más conocidos de las corrientes no comunistas se resistieron mucho a aceptar las nuevas perspectivas. Líderes como Heberto Castillo, Rosario Ibarra, Demetrio Vallejo, Alonso Aguilar o Rafael Galván –por diferentes motivos– fueron aceptando con reticencias y paulatinamente el papel clave que debía representar la democracia en la caída del antiguo régimen. Resistencias similares fueron manifestadas por varios dirigentes del PCM, como Valentín Campa, Ramón Danzós Palomino y Othón Salazar. Pero al final el partido comunista cambió sustancialmente, desechó las rancias tesis marxistas-leninistas, eliminó la dictadura del proletariado de su programa y colocó a la democracia en el centro de su lucha.

Visto en perspectiva podemos apreciar la excepcionalidad del proceso que provocó en la izquierda mexicana una mutación democrática. Estoy convencido de que la clave de esta transformación se encuentra en Arnoldo Martínez Verdugo, el líder político que, desde la estructura burocrática del PCM, logró provocar un giro extraordinario en las tendencias de la izquierda. Debido a ello, cuando el PRI se fracturó, la corriente encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas encontró en la izquierda independiente buenas condiciones para desarrollarse.

Todavía no ha aparecido el historiador o el politólogo que emprenda un estudio biográfico de Arnoldo Martínez Verdugo, cuyo papel democratizador está en la línea de Enrico Berlinguer y de Santiago Carrillo. Quien haga su biografía encontrará que detrás de su carácter sobrio se esconden claves fundamentales para entender la evolución de la cultura política mexicana.

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Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.


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